Alzó la vista titubeando y miró a Víctor, que parecía decirle, con sus enormes ojos de perro callejero acorralado: «No contestes».
Justo fue esa debilidad, ese miedo íntimo que advirtió en él, lo que acabó por decidirla. Deseaba demostrarles a Ric Valente Sharpe y Víctor Lopera que ella estaba hecha de otra pasta. Nada ni nadie iba a atemorizarla.
Al menos, eso era lo que creía en aquella feliz época.
– Sí -contestó con voz firme, esperando oír cualquier cosa.
Pero lo que oyó la dejó completamente paralizada. Cuando colgó, se quedó mirando a Víctor con cara de tonta.
Su madre, cosa excepcional, canceló todas las citas en Piccarda y la acompañó a Barajas la mañana del martes. Se mostró en todo momento obsequiosa, declarando sin tapujos su alegría por lo sucedido. Quizá -suponía ella- de lo que se alegraba era de ver que el pequeño pájaro remontaba el vuelo por su cuenta y abandonaba el costoso nido. Pero no pensemos mal, sobre todo ahora.
La mayor alegría la recibió cuando vio a Víctor. Fue el único compañero que acudió a despedirla. No la besó, pero palmeó su espalda.
– Te felicito -dijo él-, aunque aún no comprendo cómo lo conseguiste…
– Ni yo -admitió Elisa.
– Pero era lógico. Que os eligiera a los dos, quiero decir: fuisteis los mejores del curso…
Ella sentía un nudo en la garganta. Su felicidad no tenía ni una sola nube: ni siquiera pensaba en Valente, a quien, sin duda, encontraría en Zurich. A fin de cuentas, ninguno de los dos había ganado la apuesta. Estaban empatados, como siempre.
Faltaba más de media hora para que el avión despegara, pero ella quería esperar en la puerta de embarque. En un momento dado, frente al escáner de control de pasajeros, madre e hija se miraron en silencio, como decidiendo cuál de las dos daría el siguiente paso. De repente Elisa tendió los brazos y rodeó el perfumado y elegante cuerpo. No quería llorar, pero mientras lo pensaba las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Tomada por sorpresa, Marta Morandé la besó en la frente. Un contacto leve, frío, discreto.
– Que seas muy feliz y que todo te vaya bien, hija.
Elisa agitó la mano y pasó el bolso a través del escáner.
– Llama y escribe, no te olvides -le decía su madre.
– Mucha, mucha suerte-repetía Víctor. Incluso cuando ella dejó de oírlo le pareció, por el movimiento de sus labios, que seguía diciendo lo mismo.
A partir de ese instante las caras de Víctor y de su madre quedaron atrás. Por la ventanilla del avión contempló Madrid desde la altura y se le antojó que aquello significaba un nuevo capítulo en la historia de su vida. Me ha llamado. Quiere que vaya a Zurich a trabajar con él Es increíble. Todo había cambiado para ella: había dejado de ser la estudiante «Robledo Morandé, Elisa» y penetraba, en efecto, en un mundo diferente, pero muy distinto del que había temido. Un mundo que parecía aguardarla en lo alto y le batía guiños con el brillo del sol. Y ella se dirigía hacia ese sol como montada en un carro alado y controlando sus propias riendas.
Sonrió y cerró los ojos, gozando de la sensación.
Años después llegaría a pensar que, de haber sospechado lo que le aguardaba tras ese viaje, no habría tomado aquel avión, ni respondido la llamada del móvil ese domingo.
De haberlo siquiera imaginado, habría regresado a casa y se habría encerrado en la habitación tras clavar puertas y ventanas, permaneciendo oculta para siempre.
Pero en aquel momento lo ignoraba todo.
III LA ISLA
La isla está llena de ruidos.
WILLIAM SHAKESPEARE
12
Los ojos la observaban fijamente mientras se movía desnuda por la habitación.
Fue entonces cuando tuvo el primer presentimiento, un leve espectro de lo que más tarde sucedería, aunque en aquel momento ni siquiera supiese que se trataba de eso. Solo después llegó a comprender que aquellos ojos eran un preámbulo. En realidad, los ojos no eran la oscuridad: eran la puerta de la oscuridad.
No empezó a inquietarse hasta que la llevaron a la casa. Hasta ese instante todo había resultado normal, incluso divertido. Que un tipo bien trajeado la estuviera esperando en el aeropuerto de Zurich con un cartel donde se leía su nombre lo consideró una muestra de la pulcritud suiza. Reprimió la risa al pensar, mientras seguía las firmes zancadas del hombre, que lo había confundido al principio con algún colega y casi se había sentido dispuesta a debatir con él los grandes problemas de la física. Pero se trataba del chofer.
El viaje en el Volkswagen oscuro fue placentero, con ese color del paisaje tan distinto de los descampados de oro que ceñían Madrid. Le parecía descubrir un millar de tonos verdes diferentes, como aquellos lápices con los que, de niña, emborronaba los cuadernos de dibujo (¿no eran lápices suizos?). Ya conocía un poco aquel país: durante la carrera había pasado unas semanas en el CERN, el Centro Europeo de Investigación Nuclear, en Ginebra. Ahora sabía que se dirigían al Laboratorio Tecnológico de Investigación Física de Zurich, en cuya residencia tenía una habitación reservada. Nunca había estado en el famoso laboratorio donde había nacido la «teoría de la secuoya», pero había visto innumerables fotos del edificio.
Por eso frunció el ceño cuando comprobó que no la llevaban allí.
Debían de estar a pocos kilómetros al norte (ella había leído «Dübendorf» en uno de los letreros), y aquello parecía una finca con bonitos árboles, césped bien recortado y coches lujosos estacionados en la entrada. La casa del productor. En realidad, van a hacer una película. El chofer le abrió la portezuela y sacó su equipaje. ¿Es aquí donde voy a hospedarme? Pero no le dejaron tiempo para pensar. Un tipo que aparentaba haber visitado la misma sastrería que el chofer (quizá lo había hecho) le pidió que se quitara la cazadora y le hizo cosquillas en las axilas y las perneras de los vaqueros con un detector. Encontró las llaves de su casa, su móvil y su dinero. Se lo devolvió todo en buen estado y la acompañó por un interior silencioso donde el parquet mostraba los reflejos de la luz como si se tratara de un lago de aguas densas, dejándola en manos de otro hombre que dijo llamarse Cassimir.
Si el nombre y el castellano que chapurreaba no lo hubiesen delatado, Cassimir habría dispuesto de otras cualidades para hacerle saber que era cualquier cosa menos españoclass="underline" su complexión de armario empotrado dotado de vida, su pelo dorado, su piel pintada de un blanco anglosajón que contrastaba con el jersey de cuello vuelto negro y los pantalones grises. Cumplía a la perfección su papel de felpudo con la palabra «Bienvenida» grabada encima. ¿Había tenido buen viaje? ¿Había estado antes en Suiza? Al tiempo que le hacía esas y otras preguntas corteses, la hizo pasar a un despacho luminoso y la invitó a sentarse frente a un escritorio de madera de cerezo. Detrás del asiento de Cassimir, una ventana se abría al soleado día suizo, y a la izquierda de Elisa (a la derecha de Cassimir) un largo espejo replicaba la habitación mostrando otra Elisa de ondulado cabello negro, camiseta rosa de tirantes rotulando la piel morena por encima de los tirantes blancos del sujetador (su madre odiaba aquellos contrastes «vulgares»), ceñidos vaqueros y zapatillas deportivas, y otro enorme Cassimir de perfil, las gigantescas manos entrelazadas. Ella sofocó la risa: había recordado un vídeo erótico que se había bajado por Internet cierta vez, en el que una chica era invitada a desnudarse en el despacho de un productor de películas porno mientras era observada desde el otro lado del espejo. Porque detrás de ese espejo hay alguien espiándome, seguro. Esto es una trata de blancas: valoran la mercancía antes de aceptarla.
– El profesor Blanes no se encuentra aquí. -Cassimir había sacado dos clases de papeles, unos blancos y otros azules-. Pero en cuanto usted lea y firme esto se reunirá con él. Son las condiciones generales. Léalas con atención, porque hay cosas que no hemos podido aclarar con usted antes. Y pregúnteme cualquier duda. ¿Quiere café, un refresco…?
– No, gracias.
– ¿Cómo se dice en españoclass="underline" «refresco» o «refresca»? -dudó Cassimir con alegre curiosidad. Y cuando Elisa le aclaró la cuestión, agregó, simpático-: A veces confundo.
Los papeles estaban escritos en perfecto castellano. Los blancos tenían un epígrafe: «Aspectos laborales». Los azules solo una clave: «A6», pero Cassimir le explicó de qué se trataba.
– Los papeles azules son las normas de confidencialidad. ¿Por qué no las lee primero?
Advirtió su nombre en mayúsculas, rodeado por el bosque del texto, y sintió una nueva punzada de inquietud. No había esperado encontrar su nombre escrito con la misma letra que el resto del documento sino un espacio de puntos relleno con bolígrafo. Pero advertir «ELISA ROBLEDO MORANDÉ» impreso como las demás palabras la sobresaltó: era como si el motivo de la existencia de tales palabras fuese ella exclusivamente, como si se hubiesen tomado demasiadas molestias solo por ella.
– ¿Lo entiende todo? -insistió, solícito, Cassimir.
– Aquí dice que no podré publicar ningún trabajo…
– Durante un tiempo, en efecto, pero solo en relación con la investigación que lleva a cabo el profesor Blanes. Lea más abajo… La cláusula «5C»… Esta prohibición solo afectará a dicha investigación durante un plazo no inferior a dos años, pero ello no impide que usted publique trabajos con el profesor Blanes, o cualquier otro profesor, en relación con otros temas. Y mire la cláusula siguiente. Se le ofrece la oportunidad de hacer la tesis doctoral con el profesor Blanes, siempre sobre un tema no relativo a este período… Si lee los papeles blancos, donde pone «Cuantía de la beca»… Como verá, es sustanciosa… Y no incluye el alojamiento, que es gratis: solo gastos de comida, personales… La cobrará cada mes, como un sueldo, hasta diciembre de este año inclusive.