– Igual que este señor no puede siquiera imaginar cómo han robado su dinero, nosotros tampoco concebimos la existencia de más de tres dimensiones a nuestro alrededor. Ahora bien -añadió, acentuando cada palabra-, este ejemplo muestra de qué manera esas dimensiones pueden afectarnos, incluso provocar acontecimientos que no dudaríamos en calificar de «sobrenaturales»… -Los comentarios ahogaron sus palabras. Elisa sabía qué les ocurría. Creen que estoy adornando la clase con toques de ciencia-ficción. Son alumnos de física, saben que les estoy hablando de la realidad, pero no pueden creerlo. Entre el bosque de brazos alzados escogió uno-. ¿Sí, Yolanda?
La que levantaba la mano era una de las pocas alumnas que tenía en una clase donde predominaba el género masculino, una chica de largo pelo rubio y grandes ojos. A Elisa le agradó que fuese la primera en intervenir seriamente.
– Pero ese ejemplo tiene truco -dijo Yolanda-: la moneda es tridimensional, posee cierta altura, aunque muy pequeña. Si hubiese estado dibujada en el papel, como debería haber estado, no habrías podido robarla.
Se levantó una oleada de murmullos. Elisa, que ya tenía preparada una respuesta, fingió cierta sorpresa para no defraudar la indudable agudeza de la estudiante.
– Una buena observación, Yolanda. Y totalmente cierta. La ciencia se hace con observaciones así: aparentemente sencillas pero muy sutiles. No obstante, si la moneda hubiese estado dibujada en el papel, igual que el hombre y el cuadrado… yo habría podido borrarla. -Las risas le impidieron proseguir durante unos segundos: exactamente cinco.
Sin que ella lo supiera, ya solo quedaban doce segundos para que toda su vida saltara por los aires.
El gran reloj de la pared opuesta a la pizarra marcaba imparable aquel último tiempo. Elisa lo contempló indiferente, sin sospechar que la larga manecilla que barría el círculo horario había iniciado la cuenta atrás para destruir para siempre su presente y su futuro.
Para siempre. Irrevocablemente.
– Lo que quiero que entendáis -continuó, moderando las risas con un gesto, ajena a nada que no fuera la sintonía que había establecido con sus alumnos- es que las diferentes dimensiones pueden afectarse entre sí, no importa cómo. Os pondré otro ejemplo.
Había pensado en un principio, mientras preparaba la clase, que el siguiente símil lo dibujaría en la pizarra. Pero entonces vio el periódico plegado sobre la mesa de la tarima. Cuando tenía clase, compraba el periódico en el quiosco que había a la entrada de la facultad y lo leía al terminar, en la cafetería. Se le ocurrió que quizá los alumnos comprenderían mejor el nuevo ejemplo bastante más difícil, si usaba un objeto.
Abrió el periódico por una página central al azar y lo alisó.
– Imaginaos que esta hoja es un plano en el espacio… Bajó la vista para separar la hoja de las restantes sin dañar el diario.
Y lo vio.
El horror es muy rápido. Somos capaces de horrorizarnos incluso antes de tener conciencia de ello. No sabemos aún por qué, y ya nuestras manos tiemblan, nuestro semblante palidece o nuestro estómago se encoge como un globo desinflado. La mirada de Elisa se había posado en uno de los titulares del ángulo superior derecho de la hoja y, antes incluso de entender del todo lo que significaba, una brutal descarga de adrenalina la paralizó.
Leyó lo más básico de la noticia en cuestión de segundos. Pero fueron segundos eternos durante los cuales apenas si fue consciente de que sus alumnos habían enmudecido esperando a que continuara, y ya empezaban a percibir que algo extraño sucedía: había codazos, carraspeos, cabezas que se volvían para interrogar a los compañeros…
Una nueva Elisa levantó los ojos y se enfrentó a la expectación silenciosa que había provocado.
– Eh… Imaginaos que doblo el plano por este punto -prosiguió sin temblar, con la voz átona de un piloto automático. No supo cómo, pero siguió explicando. Escribió ecuaciones en el encerado, las desarrolló sin errores, hizo preguntas y puso otros ejemplos. Fue una hazaña íntima y sobrehumana que nadie pareció percibir. ¿O sí? Se preguntaba si la atenta Yolanda, que la escrutaba desde la primera fila, habría captado un resto del pánico que la sobrecogía.
– Lo dejaremos aquí -dijo cuando quedaban cinco minutos para el final de la clase. Y añadió, estremeciéndose ante la ironía de sus palabras-: Os advierto que a partir de ahora todo se hará más complicado.
Su despacho quedaba al final del pasillo. Por fortuna, los demás compañeros estaban ocupados y no encontró a nadie durante el trayecto. Entró, cerró con llave, se sentó tras el escritorio, abrió el periódico y casi arrancó la página mientras se entregaba a leer con el ansia de quien revisa un listado de fallecidos esperando no encontrar a un ser querido, pero sabiendo que al fin aparecerá, inevitablemente, el nombre exacto, reconocible, como subrayado en otro color.
La noticia apenas ofrecía datos, solo la fecha probable del suceso: aunque el hallazgo se había producido al día siguiente, todo parecía haber ocurrido durante la noche del lunes 9 de marzo de 2015. Anteayer.
Sintió que le faltaba el aire.
En ese instante la claridad del vidrio esmerilado de la puerta se convirtió en una sombra.
Aun sabiendo que su origen debía de ser trivial (un conserje, un compañero), Elisa se levantó de la silla, incapaz siquiera de proferir una palabra.
Ahora viene a por ti.
La sombra permaneció inmóvil frente al cristal. Se escuchó un ruido en la cerradura.
Elisa no era una mujer cobarde, todo lo contrario, pero en aquel momento la sonrisa de un niño habría podido horrorizarla. Notó una superficie fría en contacto con su espalda y su trasero, y solo entonces fue consciente de que había estado retrocediendo hasta la pared. Largos y húmedos cabellos negros ocultaban a medias su rostro sudoroso.
La puerta se abrió al fin.
Algunos sustos son como muertes sin perfilar, bosquejos de muertes que nos despojan momentáneamente de la voz, la mirada, las funciones vitales, durante los cuales no respiramos, no podemos pensar, nuestro corazón no late. Aquél fue uno de esos terribles momentos para Elisa. El hombre, al verla, dio un respingo. Era Pedro, uno de los conserjes. Sostenía unas llaves y un manojo de cartas.
– Perdón… Pensé que no había nadie. Como nunca viene por aquí después de clase… ¿Puedo pasar? Vengo a dejarle el correo. -Elisa murmuró algo, el conserje sonrió, cruzó el umbral y dejó las cartas en el escritorio. Luego se marchó, no sin antes echar un vistazo al periódico abierto y al aspecto de Elisa. A ella no le importó. De hecho, aquella brusca interrupción la había ayudado a sacudirse el terror de encima.
Repentinamente comprendió lo que tenía que hacer.
Cerró el periódico, lo guardó en el bolso, revisó por encima el correo (comunicaciones internas y de otras universidades con las que mantenía contacto, nada que en aquel momento le importara) y salió del despacho.
Ante todo, debía salvar su vida.
2
El despacho de Víctor Lopera se hallaba frente al suyo. Víctor, que acababa de llegar, se entregaba con modesto placer a fotocopiar el jeroglífico del periódico matutino. Coleccionaba aquellos pasatiempos, tenía álbumes enteros llenos de acertijos entresacados de Internet, o de diarios y revistas. Cuando la hoja salía por la bandeja oyó golpecitos en su puerta.
– ¿Sí?
Apenas se percibió cambio alguno en su tranquila expresión al ver a Elisa: sus espesas cejas oscuras se arquearon ligeramente y las comisuras de sus labios distendieron un poco la cara lampiña tras las gafas, en un gesto que, según la escala de conducta de su propietario, quizá fuera considerado una sonrisa.
Elisa ya estaba acostumbrada al carácter de su compañero. Pese a su timidez, Víctor le agradaba mucho. Era una de las personas en quien más confiaba. Aunque en aquel momento solo podía ayudarla de una forma.
– ¿Qué tal el enigma de hoy? -Ella sonrió despejándose el cabello de la frente. Era una pregunta casi rituaclass="underline" a Víctor le gustaba que se interesase por su afición, incluso le comentaba algunos de los más curiosos jeroglíficos. No tenía muchas personas con quien hablar sobre aquellos temas.
– Bastante fácil. -Le mostró la página fotocopiada-. Un tipo mordiendo una pared. «¿Estás sordo?», dice la pregunta. La solución debe de ser: «Como una tapia». ¿Comprendes? «Como… una tapia…»
– No está mal -dijo Elisa riendo. Intenta mostrarte despreocupada. Sentía deseos de gritar, de huir, pero sabía que debía comportarse con serenidad. Nadie iba a ayudarla, al menos de momento: estaba sola-. Oye, Víctor, ¿te importaría decirle a Teresa que no voy a poder dar el seminario sobre cuántica este mediodía? Es que no está en su despacho y quiero irme ya.
– Claro. -Otro movimiento casi imperceptible de las cejas-. ¿Te pasa algo?
– Me duele la cabeza y creo que tengo fiebre. Quizá sea gripe.
– Vaya.
– Sí, qué mala suerte.
Aquel «vaya» era todo lo cerca que Víctor podía encontrarse de manifestar su afecto, y Elisa lo sabía. Se miraron un instante más y Víctor dijo:
– No te preocupes. Se lo diré.
Ella se lo agradeció. Mientras se marchaba oyó: «Que te mejores».
Víctor permaneció en la misma postura durante un tiempo indeterminado: de pie, con la fotocopia en la mano, mirando hacia la puerta. Su rostro, tras la máscara de las anticuadas y grandes gafas metálicas que usaba, no mostraba otra cosa que un ligero desconcierto, pero en la intimidad de sus pensamientos había preocupación.