Cuando se despidieron, apagó la televisión, guardó la escalivada intacta en la nevera y se dirigió al dormitorio. Mientras se quitaba la ropa interior que destinaba al «juego» y la guardaba en el armario titubeó un poco, ya que prácticamente nunca cambiaba de planes cuando sentía deseos de «recibirle». (Si él llega y no estás preparada… Si no lo aguardas como debes…) Pero aquella llamada y la terrible noticia de Colin le habían dejado un poso de extraños interrogantes que necesitaban respuesta.
Eligió un conjunto de sujetador y bragas color beige, un jersey y unos vaqueros.
Iría a ver a Nadja.
Tenía mucho que hablar con ella.
23
La luz surgió tras un parpadeo. Procedía de una gruesa barra fluorescente en lo alto del espejo del lavabo y revelaba cada ángulo, cada resquicio del azulejo naranja. Sin embargo, Nadja Petrova encendió, además, una lámpara portátil con bombilla de cinco vatios y batería recargable, y la depositó sobre un taburete junto a la ducha. Nunca viajaba sin aquellas lámparas, y disponía también de tres linternas preparadas en su maleta.
Se alegraba de haber llamado a Elisa, aunque no le había resultado fácil hacerlo. Pese a que la verdadera razón de haber aceptado la invitación de Eva, la dueña del piso, había sido la de encontrarse con su antigua amiga, ya llevaba una semana en Madrid y solo había decidido telefonearle tras enterarse de la muerte de Colin Craig. Incluso entonces albergaba dudas. No debería haberlo hecho. Nos comprometimos a no hablar entre nosotros. Su culpa se atenuaba, sin embargo,.con la urgencia de la situación. Si antes había pretendido reanudar una amistad, ahora necesitaba de la presencia de Elisa y de sus consejos. Quería oír su opinión siempre tranquilizadora sobre lo que tenía que contarle.
Una explicación lógica: eso necesitaba. Algo que pudiese explicar todo lo que le estaba ocurriendo.
Se dirigió a su cuarto, cuya luz se hallaba encendida, como las del resto de la casa. Eva lo lamentaría a fin de mes, pero ella se había propuesto compensarla con algo de dinero. Dos años antes, en el edificio de París donde vivía, hubo un apagón que la horrorizó. Había permanecido inmóvil y acurrucada en el suelo durante los cinco minutos que había durado la avería. Ni siquiera había podido gritar. Desde entonces disponía de varias lámparas portátiles y linternas a su alrededor, siempre preparadas. Odiaba la oscuridad.
Se desnudó. Al abrir el armario se contempló en el espejo, Los espejos la inquietaban desde que era niña. Al mirarse en ellos no podía evitar pensar en la aparición de alguien a su espalda, una criatura inesperada asomando la cabeza sobre su hombro, un ser que solo pudiera descubrirse allí, en el azogue Pero, claro está, se trataba de un temor sin fundamento.
Ahora tampoco vio nada: solo a sí misma, su piel lechosa sus senos menudos, los pezones de un rosa desvaído… Su imagen de siempre. O no «de siempre», pero con los cambios habituales. Cambios que ya sabía que compartía con Jacqueline y quizá también con Elisa.
Eligió la ropa que iba a ponerse y consultó la hora. Aún disponía de unos veinte minutos para ducharse y arreglarse. Caminó desnuda hacia el cuarto de baño mientras se preguntaba qué opinaría su amiga sobre aquellos cambios en su aspecto. Qué opinaría, por ejemplo, de su largo pelo teñido de negro.
Decidió dar un rodeo por la M 30 pensando que atravesar Madrid cuatro días antes de Navidad, y a esas horas, era correr el riesgo de toparse con un espantoso atasco. Pero cuando llegó la avenida de la Ilustración una densa pedrería de luces de frenos la hizo detenerse. Era como si todas las guirnaldas púrpuras de la decoración navideña hubiesen sido arrojadas al asfalto. Maldijo entre dientes, y en consonancia con su maldición sonó el móvil.
Pensó: Es Nadja. Y de inmediato: No. No le di el número de mi móvil.
Mientras avanzaba a pasos milimétricos entre una muchedumbre de coches renqueantes, sacó el aparato y contestó.
– Hola, Elisa.
Las emociones viajan por nuestro interior con mucha rapidez. Y no solo ellas: por nuestros circuitos cerebrales se desplazan millones de datos cada segundo sin que se produzca un atasco como el que soportaba en aquel instante el coche de Elisa. En cuestión de uno o dos parpadeos, sus emociones recorrieron un trayecto considerable: desde la indiferencia a la sorpresa, de ésta a una súbita alegría, de la alegría a la inquietud.
– Estoy en Madrid -explicó Blanes-. Mi hermana vive en El Escorial, y voy a pasar estos días con ella. Quería felicitarte las fiestas, hace años que no hablamos. -Y añadió, en tono alegre-: Te llamé a casa y saltó tu contestador. Me acordé de que trabajabas en Alighieri, llamé a Noriega y él me dio tu número de móvil.
– Me alegro mucho de oírte, David -dijo ella sinceramente.
– Y yo a ti. Después de tantos años…
– ¿Cómo te va? ¿Estás bien?
– No puedo quejarme. Allí en Zurich tengo una pizarra y unos cuantos libros. Soy feliz. -Hubo un titubeo, y ella supo lo que iba a decir antes de oírlo-. ¿Te has enterado de lo del pobre Colin?
Hablaron de la tragedia de manera superficial. Enterraron a Craig a lo largo de diez segundos de frases corteses. Durante ellos, el coche de Elisa apenas se movió un par de metros.
– Reinhard Silberg me llamó desde Berlín para decírmelo -comentó Blanes.
– A mí me lo contó Nadja. Recuerdas a Nadja, ¿verdad? También se encuentra en Madrid de vacaciones, en casa de una amiga.
– Ah, qué bien. ¿Cómo le va a nuestra querida paleontóloga?
– Dejó la profesión hace años… -Elisa carraspeó-. Dice que le fatigaba mucho… -Igual que Jacqueline y Craig. Hizo una pausa mientras aquellos pensamientos la aturdían. Blanes acababa de decirle que Craig había pedido una excedencia en la universidad-. Ahora tiene un pequeño empleo en un departamento de estudios eslavos, o algo así, en la Sorbona. Dice que ha sido una suerte para ella saber ruso.
– Comprendo.
– Hemos quedado en vernos esta noche. Me ha dicho que está… asustada.
– Ya.
Aquel «ya» le sonó como si a Blanes no solo no le hubiese intrigado el estado de Nadja, sino que incluso se lo esperase.
– Algunos detalles de lo sucedido con Colin le trajeron recuerdos -añadió ella.
– Sí, Reinhard también me ha contado algo.
– Pero se trata de una desafortunada coincidencia, ¿verdad?
– Sin duda.
– Por más que lo pienso, no puedo ni plantearme la posibilidad de… de una relación con lo… con lo que nos pasó… ¿Y tú, David?
– Eso está fuera de toda discusión, Elisa.
La esposa de Colin Craig corre despavorida por el arcén, quizá en bata o en camisón. Ha visto cómo atacaron y torturaron salvajemente a su marido y secuestraron a su hijo, pero ella ha logrado escapar y pide ayuda.
Eso está fuera de toda discusión, Elisa.
– Me pregunto -dijo Blanes, y adoptó un tono distinto, una melodía de «cambio de tema»- si te apetecería que nos viéramos un día de éstos… Comprendo que son fechas muy ajetreadas pero, no sé, quizá podamos quedar para tomarnos un café. -Se echó a reír. O más bien hizo ruidos que indicaban: «Me estoy riendo»-. Podría venir Nadja también, si le apetece…
Y de pronto Elisa creyó comprender el sentido último de la llamada de Blanes, lo que se agitaba tras el decorado.
– La verdad es que me atrae el plan. -«El plan» era una expresión doblemente acertada, consideró-. ¿Mañana jueves, por ejemplo?
– Perfecto. Mi hermana me ha dejado su coche y podría pasar a recogerte a las seis y media, si te viene bien. Luego decidimos el sitio.
Hablaban en tono intrascendente. Eran dos amigos que, tras varios años de no verse el pelo, quedan una tarde cualquiera. Pero ella captó todos los datos. Hora: seis y media. Lugar: no vamos a decidirlo por teléfono. Motivo: eso está fuera de toda discusión.
– Dime dónde puedo localizarte -pidió ella-. Le preguntaré a Nadja y te llamaré.
Ejemplo de motivo: un niño de cinco años congelado en el jardín de su casa, boca y ojos vendados de nieve, aguardando a sus papás en vano, porque mamá se ha ido a pedir ayuda y papá está en casa, pero en aquel momento se halla ocupado.
Más ejemplos: soldados y cortes de luz.
Ciertamente, tenemos muchos motivos.
– De acuerdo, Elisa. Llamadme cuando queráis. Suelo acostarme tarde.
En la carretera del Pardo el tráfico se hizo más fluido. Elisa se despidió de Blanes, guardó el móvil y cambió de marcha. De repente tenía mucha prisa por estar con Nadja.
Se duchaba siempre pensando que iba a morir.
En los últimos años aquel temor había cobrado una fuerza vertiginosa, y el simple hecho de hallarse desnuda bajo la incesante lluvia tibia se le antojaba más una prueba de coraje que una necesidad higiénica. No porque no estuviese acostumbrada a encontrarse sola -al fin y al cabo, así vivía en París-, sino por lo contrario: porque creía, o sospechaba, o intuía, que nunca estaba sola del todo.
Incluso cuando no había nadie a su alrededor.
No seas tonta. Ya te lo dijo Elisa: lo que le ha sucedido a Colin Craig es horrible, pero no tiene nada que ver con Nueva Nelson. No pienses en eso. Quítatelo de la cabeza. Se frotó los brazos. Luego se enjabonó el vientre y el pubis depilado. Se había depilado axilas y pubis hacía años, completa, definitivamente. Al principio lo había considerado un capricho banal, incluso le había divertido mantenerse así, pese a que nadie la había animado a ello y ninguna de sus hermanas se había atrevido a tanto. Después… ya no supo qué pensar. Cuando compró toda aquella lencería negra (que jamás le había gustado y que le quedaba tan chocante en su cuerpo casi albino), o cuando decidió teñirse el pelo, también lo atribuyó a sus fantasías íntimas. Suponía que procedían de malas experiencias. En cualquier caso, se trataba de su vida privada.