– Es su elección, profesor. -Harrison abrió las manos-. Podemos retenerle el tiempo que quiera, como en una burbuja, si eso es lo que desea… Pero no hay ninguna razón objetiva para hacerlo. Nuestro consejo es que continúen con su vida normal.
Aquella expresión hizo que Elisa apretara los dientes. Ignoraba el significado de «vida normal», y sospechaba que nadie -menos aún Carter y el relamido de Harrison podría explicárselo.
Todos estaban muy fatigados y regresaron a sus habitaciones tras la comida. Por la tarde, antes de llevarla al avión, le devolvieron sus objetos personales. Echó un vistazo al calendario del reloj: sábado, 7 de enero de 2012.
Ocho meses después, la mañana del martes 11 de septiembre, recibió un mensaje de propaganda en su reloj-ordenador. Mostraba un plano de las calles céntricas de Madrid con un reloj en la esquina superior. El reloj era el producto que se anunciaba: un prototipo de reloj-ordenador de pulsera que contaba con un sistema Galileo incorporado, el novedoso y avanzado método europeo de localización por satélite. Para demostrarlo, el usuario podía desplazar el puntero por el mapa, y en los sitios señalados con un círculo rojo se ofrecían datos de localización y sonaba una música distinta. El eslogan decía: «Dedicado a ti». Elisa estaba a punto de borrarlo cuando se percató de un detalle.
La música que se escuchaba en todos los puntos, salvo en uno, era la misma. La reconoció de inmediato: la partita que él tocaba siempre. Nunca la olvidaría.
Se intrigó. Situó el puntero en el único círculo donde no se oía aquella melodía. Escuchó otra, también para piano, pero en este caso muy popular. Hasta ella sabía cuál era.
De súbito sufrió un escalofrío. Dedicado a ti.
Comprobó entonces que cuando situaba el puntero en aquel círculo, el reloj del anuncio cambiaba de hora: de 17.30 a 22.30.
Decidió borrar el mensaje, asustada.
Últimamente se asustaba por todo. A decir verdad, había pasado aquel horrible verano convertida en un flan que temblaba a la mínima ocasión y que solo servía para cultivar un aspecto cada vez más espectacular, comprar ropa que nunca se le hubiese ocurrido ponerse en otros tiempos, decir que no a todos los hombres que deseaban salir con ella (muy numerosos y con invitaciones muy sugerentes), encerrarse en casa tras los pestillos y alarmas e intentar vivir tranquila. Pese a que no había sido la mejor de sus vacaciones de verano, había empezado a recuperar el ánimo tras la horrible experiencia navideña, y no deseaba dar un paso atrás.
Esa tarde volvió a recibir el mismo mensaje. Lo borró. Lo recibió otra vez.
Al llegar a casa sentía pánico. Aquel correo tan minucioso, tan bien preparado (si es que se trataba de lo que ella creía, y estaba segura de no equivocarse), le traía horrendos recuerdos.
De haber sido la llamada de alguien, fuera quien fuese, se habría negado a aceptar. Pero el mensaje la atraía y repelía a la vez: le parecía como cerrar el círculo de su vida. Todo había empezado para ella con un mensaje en clave, y quizá todo podía terminar igual.
Tomó una decisión.
La hora señalada era las 22.30. Disponía de casi dos horas, tiempo de sobra para llegar. Se vistió maquinalmente: no se puso sujetador, eligió un vestido de una pieza de color marfil;, ceñido como una malla, que le dejaba cuello y brazos desnudos, botas blancas de caña y un brazalete plateado (usaba muchos brazaletes y pulseras). Cogió un bolso pequeño donde guardó un frasquito del perfume que había comprado recientemente, pintalabios y otros útiles de maquillaje. Se había arreglado el, pelo y lo llevaba revuelto adrede formando bucles, siempre negro, su color natural, que tanto le gustaba. Antes de salir, abrió el mensaje y punteó en el círculo donde sonaba esa otra melodía tan famosa. Se cercioró de la dirección y salió de casa.
A lo largo del trayecto estuvo pensando en aquella música y en la leyenda del mensaje: «Dedicado a ti». Eso le había dado la pista.
Era Para Elisa, de Beethoven.
Sin saber muy bien la razón, decidió ir en metro. Estaba tan ansiosa que ni siquiera percibió las miradas que le dedicaban los pasajeros a su alrededor. Se bajó en Atocha, en una noche aún cálida que, sin embargo, preludiaba la llegada del otoño. Mientras caminaba hacia el lugar del mapa recordó aquella otra noche seis años atrás, en que Valente la había citado mediante una argucia similar para explicarle que existía un escenario con falsas paredes y que ella era una de las protagonistas de la farsa.
Ahora las cosas habían cambiado. Sobre todo ella.
No solían importarle las frases obscenas que le dedicaban algunos hombres en la calle, pero en aquel momento las brutalidades que un grupo de chavales le gritaron al pasar la dejaron pensativa. Observó de reojo su figura en los cristales de los escaparates: alta, estilizada, de silueta color marfil y botas con tacones. Se detuvo frente a uno de los comercios, extrañada. La malla la desnudaba casi más que si no llevara nada encima y el brazalete ceñido en su bíceps y las botas de caña le otorgaban una apariencia muy distinta de la que ella, en realidad, quería ofrecer.
¿Cómo era posible aquel giro de ciento ochenta grados? El recuerdo de la noche en que había conocido a Valente le había hecho pensar en los profundos cambios que había sufrido su personalidad desde entonces: la estudiante Elisa, tan descuidada en aspecto y vestuario, se había transformado en la profesora Robledo, ridícula aspirante a modelo de pasarela o actriz de cabaret. Hasta su madre, la elegantísima Marta Morandé, solía decirle que no parecía ella misma. Como si fuese otra persona.
El corazón le retumbaba mientras se observaba en el cristal. ¿Para quién se arreglaba así? ¿Por influencia de quién había cambiado tanto? Se le ocurrió algo muy raro. A Valente le hubiese gustado.
Reanudó la marcha sintiéndose extraña. Extraña y misteriosa, como si parte de su voluntad escapara a su control. Pero terminó aceptando que la fantasía de sentirse deseada también le pertenecía. Podía resultar enigmática y hasta repulsiva, pero procedía de ella, sin duda, y la Elisa de antaño no tenía ningún derecho a protestar.
Los tacones de sus botas blancas repiqueteaban en la acera al acercarse al lugar de la cita. Tenía miedo, y al mismo tiempo experimentaba un deseo intenso de que aquella cita fuese algo real. En los últimos meses, miedo y deseo confabulaban dentro de ella con frecuencia.
La dirección era una simple esquina. No había nadie allí. Miró a su alrededor y recibió la ráfaga de los faros de un coche estacionado en una callejuela perpendicular. Sintiendo que el corazón se le aceleraba, se acercó. Alguien tras el volante le abrió la portezuela del asiento contiguo. El coche arrancó de inmediato y buscó la salida hacia el Paseo del Prado. El conductor dijo:
– Dios mío, nunca te hubiese reconocido. Estás… tan diferente…
Ella apartó la vista, enrojecida.
– Por favor, deja que me vaya -le pidió-. Para y déjame salir.
– Elisa: desde hace dos semanas han abandonado la vigilancia. Me consta.
– No me importa. Déjame salir. No debemos hablar entre nosotros.
– Concédeme una oportunidad. Necesitamos reunirnos sin que ellos lo sepan. Una sola oportunidad.
Elisa le miró. Blanes tenía mucho mejor aspecto que en la base de Eagle. Llevaba una camisa holgada y vaqueros; seguía con barba, quizá exactamente la misma cantidad de pelos que había perdido en la cabeza. Pero era obvio que parecía distinto. Ella también parecía distinta. Se sintió absurda así vestida. Toda su frágil existencia se desplomó de golpe ante ella. Pensó que quizá él tenía razón: era preciso que hablaran.
– La verdad, me alegro de verte -agregó él, sonriendo-. No estaba seguro al cien por cien de la eficacia de ese mensaje musical… Ya te he dicho que han abandonado la vigilancia, pero quise tomar precauciones. Además, sospechaba que no ibas a venir de otra forma. A Jacqueline también tuvimos que… ponerle un cebo.
No dejó de notar aquel pluraclass="underline" «tuvimos». ¿A quién más se refería? Pese a todo, la presencia de Blanes, su proximidad, era sólida y la reconfortaba. Mientras contemplaba el desfile luminoso del Madrid nocturno le preguntó por los demás.
– Se encuentran bien: Reinhard ha viajado en tren con un billete sacado por uno de sus alumnos, y Jacqueline ha venido en avión. Sergio Marini no podrá venir. -Y, ante la expresión interrogante de Elisa, añadió-: No te preocupes, no le ocurre nada, pero no vendrá.
El resto del viaje, a través de autopistas de luz amarilla y carreteras negras, fue silencioso. La casa se hallaba en pleno campo, cerca de Soto del Real, y parecía grande incluso en la oscuridad. Blanes le explicó que se trataba de una vieja posesión de su familia, ahora propiedad de su hermana y su cuñado, que habían pensado en convertirla en albergue rural. Agregó que Eagle no tenía conocimiento de su existencia.
El salón en el que penetraron poseía los muebles justos para que los invitados no se sentaran en el suelo. Silberg se levantó a saludarla, Jacqueline no. El aspecto de Jacqueline la hizo parpadear, pero desvió la vista cuando percibió que el efecto que provocaba su mirada en la ex profesora era muy similar al que ella había experimentado cuando Blanes la observó. Y Jacqueline también parecía haber visto en ella un espejo que la reflejara. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Qué estaba ocurriéndoles?
– Me alegro mucho de que hayáis venido -dijo Blanes acercando una silla de hierro forjado para ella; luego ocupó otra-. Vayamos al grano. Ante todo debo deciros que comprenderé perfectamente vuestra sorpresa, incluso vuestra incredulidad, cuando oigáis lo que vamos a contaros. No puedo reprochároslo: solo os pido un poco de paciencia. -Se hizo el silencio. Blanes, que entrelazaba los dedos apoyando los codos en los muslos, declaró abruptamente-: Eagle Group nos está engañando. Nos engaña desde hace años. Reinhard y yo hemos encontrado pruebas. -Llevó la mano hacia el cajón de un mueble próximo y sacó unos papeles-. Otorgadnos un voto de confianza. Los recuerdos irán viniendo, os lo aseguro. Así ha ocurrido con nosotros…