Concluyó que sí. Con todas las reservas que se quiera, pero, categóricamente, sí. Para Víctor, la cuestión abarcaba límites más amplios que el mundo vegetal. Responder a aquella pregunta implicaba declarar nuestra fe o escepticismo en la tecnología y el progreso. Él era de los que apostaban por la ciencia. Creía firmemente que la ciencia era otra forma de naturaleza, e incluso una manera nueva de ver la religión, al estilo Teilhard de Chardin. Su optimismo vital había comenzado en su infancia, al comprobar que su padre, que era cirujano, podía modificar la vida y corregir sus errores.
Con todo, aunque admiraba aquella cualidad paterna, no había optado por una carrera «biológica», a diferencia de su hermano, también cirujano, o su hermana, que era veterinaria, sino por la física teórica. Consideraba los trabajos de sus hermanos como demasiado agitados, mientras que él amaba la paz. Al principio incluso había querido dedicarse al ajedrez profesional, porque sus capacidades para las matemáticas y la lógica eran notables, pero pronto había descubierto que competir también era agitado. No es que le gustara no hacer nada: ansiaba la paz exterior para poder declarar la guerra mental a los enigmas, hacerse preguntas como aquélla o entregarse a la resolución de complicados acertijos.
Rellenó uno de los aspersores con la nueva mezcla fertilizante que iba a probar exclusivamente en Aralia A. Las había dividido mediante compartimientos estancos para experimentar con cada una de modo individual. Al principio había jugado con la idea de llamarlas de alguna forma más poética, pero terminó optando por las primeras cuatro letras del alfabeto,-.
– ¿Por qué pones esa cara? -le susurró cariñosamente a la planta mientras cerraba la tapa del aspersor-. ¿No te fías de lo que hago? Deberías aprender de C, que se toma tan bien todos los cambios… Hay que aprender a cambiar, chiquita. Ojalá tú y yo aprendiéramos de la compañera C.
Se quedó un instante pensando por qué acababa de decir aquella tontería. Últimamente le daba por manifestar más melancolía que de costumbre, como si necesitara, él también, un nuevo fertilizante. Pero, qué caramba, eso era psicología barata. Se consideraba un hombre feliz. Le gustaba dar clases, y disponía de mucho tiempo libre para leer, cuidar sus plantas y resolver jeroglíficos. Tenía la mejor familia del mundo, y sus padres, aunque mayores y jubilados, gozaban de buena salud. Ejercía de tío ejemplar con sus dos sobrinos, los hijos de su hermano, que lo adoraban. ¿Quién podía presumir de disfrutar de tranquilidad y cariño a partes iguales?
Estaba solo, cierto. Pero tal circunstancia se debía, ni más ni menos, a su propia voluntad. Era dueño de su destino. ¿Por qué amargarse la vida apresurándose a vivir con una mujer que no pudiera hacerle feliz? A sus treinta y cuatro años aún era joven y no había perdido el optimismo. La vida era cuestión de esperar: una aralia no se desarrollaba en dos minutos, y un amor tampoco. El azar era quien mejor disponía esas cosas. Un buen día conocería a alguien, o alguien conocido le llamaría…
– Y, chas, creceré como C -dijo en voz alta, y se rió.
En ese instante sonó el teléfono.
Mientras se dirigía a la estantería de su pequeño comedor para contestar, hacía cábalas sobre la llamada. A esas horas de la noche lo más probable era que fuese su hermano, que desde hacía unos meses le daba la lata para que revisara las cuentas de la clínica quirúrgica privada que dirigía. «Tú que eres el genio familiar de las matemáticas, ¿qué trabajo te cuesta echarme una mano?…» Luis «Lo-opera» (la vieja broma familiar de pronunciar el apellido de los cirujanos Lopera) no se fiaba de los ordenadores y quería que Víctor diese el visto bueno. Víctor estaba harto de decirle que las matemáticas tenían sus especialidades, como la cirugía: alguien que extirpaba glándulas no podía ponerse a trasplantar corazones. Del mismo modo, él solo practicaba las matemáticas de las partículas elementales, no el cálculo de la lista de la compra. Pero si algo necesitaba su hermano que le extirpasen era la glándula de la testarudez.
Pescó el auricular entre un mar de retratos enmarcados: de sus sobrinos, de su hermana, de sus padres, de Teilhard de Chardin, del abad y científico Georges Lemaître, de Einstein. Dijo: «¿Sí?» tras reprimir un bostezo.
– ¿Víctor? Soy Elisa.
Todo el aburrimiento que sentía se hizo trizas como si hubiese sido de cristal. O como si se tratase de un sueño al despertar.
– Hola… -La mente de Víctor iba a todo gas-. ¿Cómo te encuentras?
– Mejor, gracias… Al principio pensé que era una alergia, pero ahora creo que se trata de un simple resfriado…
– Caramba… me alegro. ¿Lograste ver la noticia?
– ¿Qué noticia?
– Lo de la muerte de Marini.
– Ah, sí, pobre hombre -se lamentó ella.
– Creo que coincidiste con él en Zurich, ¿verdad? -comenzó a decir Víctor, pero las palabras de Elisa pasaron por encima de las suyas, como si tuviese prisa por llegar al meollo de la cuestión.
– Sí. Oye, Víctor, te llamaba… -Se oyó una risita-. Seguro que vas a pensar que es una chorrada… Pero para mí es muy importante. Muy importante. ¿Comprendes?
– Sí.
Frunció el ceño y se puso tenso. La voz de Elisa denotaba total alegría y despreocupación. Y eso era justo lo que alarmaba a Víctor, porque él creía conocerla, y jamás la voz de Elisa le había sonado así.
– Verás, se trata de mi vecina… Tiene un hijo adolescente, un chaval muy majo… De repente ha descubierto que le encantan los jeroglíficos y se ha comprado libros, revistas… Yo le he dicho que conozco al experto número uno en ese campo. El caso es que ahora está intentando resolver uno en concreto y no lo logra. Se ha puesto muy nervioso y la madre teme que abandone esta sana afición y se dedique a cosas menos saludables. Cuando me lo comentó, caí en la cuenta de que yo ya conocía ese jeroglífico, porque un día me hablaste de él, pero he olvidado la solución. Y me he dicho: «Necesito ayuda. Y solo Víctor es capaz de ayudarme». ¿Comprendes?
– Claro, ¿de cuál se trata? -Víctor no había dejado de percibir el especial acento que Elisa había puesto en sus últimas palabras. Sintió que los escalofríos lo visitaban como misteriosos e inesperados seres de otro mundo. ¿Era solo su imaginación o ella estaba intentando decirle algo diferente, algo que solo podía comprender leyendo entre líneas?
– Ese de la pierna humana y la hembra del mono… -Ella soltó una carcajada-. Lo recuerdas, ¿verdad?
– Sí, es…
– Escucha -lo cortó ella-. No es preciso que me digas la solución. Tan solo haz lo que dice esta misma noche. Es urgente. Haz lo que dice en cuanto puedas. Confío en ti. -Y de repente, volvió a sonar su risa-. También confía en ti la madre de ese chaval… Gracias, Víctor. Adiós.
Se oyó un clic, la comunicación se cortó.
El vello en la nuca de Víctor se había erizado como si el auricular le hubiese soltado una descarga eléctrica.
Se había sentido pocas veces así en su vida.
Las manos sudorosas le resbalaban por el volante, el pulso se le aceleraba cada vez más, tenía un dolor en el pecho y le parecía que, por mucho esfuerzo que hiciera, no iba a poder llenar por completo los pulmones de aire. En Víctor, tales sensaciones habían significado casi siempre una cita sexual.
Las raras ocasiones en las que había salido con chicas con las que sabía, o sospechaba, que podía acabar en la misma cama había experimentado una angustia similar. Por desgracia, o por fortuna, ninguna había llegado a insinuarle nada, y las noches habían finalizado con un beso y un «te llamaré».
¿Y ahora? ¿En qué clase de cama podía acabar aquella noche? Su cita esa vez era nada menos que con Elisa Robledo.
Guau.
Él ya había estado en su casa, por supuesto (en realidad, eran amigos, o se consideraban así), pero nunca a esas horas y casi siempre acompañado de otro colega, con el fin de celebrar algo (navidades, final de curso) o preparar algún seminario en común. Llevaba soñando con un momento semejante desde que se habían conocido, hacía diez años, en una inolvidable fiesta en el campus de Alighieri, pero jamás se lo había imaginado de aquella forma.
Y habría jurado que no era sexo precisamente lo que le esperaba en casa de Elisa.
Se rió al pensarlo. La risa le sentó bien, atenuó sus nervios. Imaginó a Elisa en ropa interior abrazándolo al llegar, besándolo y diciéndole sensualmente: «Hola, Víctor. Captaste el mensaje. Pasa». La risa creció en su interior como un globo que alguien inflara en su estómago, hasta que, a modo de estallido, retornó a su seriedad de siempre. Recordó todas las cosas que había hecho, pensado o fantaseado desde que había recibido la extraña llamada casi una hora antes: las dudas, titubeos, tentaciones de telefonearla y pedir una aclaración (pero ella le había dicho que no lo hiciera), el jeroglífico. Este último era, paradójicamente, lo más diáfano de todo. Se acordaba muy bien de la solución, pese a lo cual no había dudado en buscarlo en el álbum de recortes correspondiente. Se había publicado hacía poco, y mostraba una pierna humana con un trayecto venoso, un mono con ostensibles tetas y la sílaba «SA». La pregunta era: «¿Qué quieres que haga?» En su día no había tardado ni cinco minutos en resolverlo. Las palabras «Vena», «Mica» (por hembra del mico, un nombre que había hecho mucha gracia a Elisa) y «Sa» constituían la frase: «VEN A MI CASA».
Eso era fácil. El problema, el temor que sentía, tenía otro origen. Se preguntaba, por ejemplo, por qué Elisa no había podido decirle a las claras que necesitaba que acudiera a su domicilio esa noche. ¿Qué le sucedía? ¿Acaso había alguien con ella (no, por Dios) que la estaba amenazando…?