– ¿Los recuerdos? -dijo Jacqueline.
– Hemos olvidado muchas cosas, Jacqueline. Nos han drogado.
– Cuando estuvimos en la base del Egeo -intervino Silberg-. Y cada vez que nos entrevistan esos «especialistas» nos administran drogas…
Elisa se inclinó hacia delante, incrédula.
– ¿Por qué lo hacen?
– Buena pregunta dijo Blanes-. En principio, están intentando ocultar que las muertes de Craig y Nadja se relacionan con las de Cheryl, Rosalyn y Ric. Resultan sorprendentes los esfuerzos de Eagle por ocultar cosas. Están gastando millones en conservar la cortina de humo, pese a que el caso se les está yendo de las manos: cada vez hay más testigos, personas a las que deben ingresar y «tratar», periodistas a los que es preciso confundir… En Madrid, cuando lo de Nadja, las autoridades desalojaron a todo el bloque con la excusa de una amenaza de bomba y luego filtraron la noticia de que una joven rusa había enloquecido y se había suicidado tras amenazar con volar el edificio.
– Tenían que contar alguna historia creíble, David -dijo Elisa.
– Cierto, pero observad esto. -Deslizó uno de los papeles hacia ella-: La dueña del piso, amiga de Nadja, de vacaciones en Egipto, quiso regresar de inmediato al enterarse. No llegó a tiempo: dos días después, unos chavales de otro de los pisos del mismo bloque, jugando con bengalas navideñas, produjeron un incendio. Los vecinos fueron evacuados, no hubo víctimas, pero el edificio quedó carbonizado.
– Sí, se especuló mucho sobre eso. -Elisa leyó los titulares de los periódicos-. Pero fue una desgraciada coincidencia que…
Eso está fuera de toda discusión. Te contaré otra coincidencia.
Miró a Blanes, inquieta.
– Tampoco han quedado testigos ni escenarios en lo de Colin Craig -prosiguió Blanes-: su esposa se suicidó dos días después en el hospital, y el niño murió a las pocas horas de ser encontrado, con síntomas de congelación. Ni la familia de Colin ni la de su esposa quisieron quedarse con la casa y la pusieron a la venta a través de intermediarios. La compró un joven ejecutivo de una empresa informática llamada Techtem.
– Es una empresa tapadera de Eagle Group -aclaró Silberg.
– Enseguida la echaron abajo hasta los cimientos -completó Blanes-. Lo mismo en ambos casos: sin testigos, sin escenarios.
– ¿Cómo habéis conseguido todos estos datos? -preguntó Elisa, hojeando los papeles.
– Reinhard y yo hemos hecho algunas averiguaciones.
– De todas formas, no prueban que las muertes de Colin y Nadja se relacionen con lo sucedido en Nueva Nelson, David.
– Ya lo sé, pero míralo de esta forma. Si lo de Colin y Nadja no tiene ninguna relación con Nueva Nelson, ¿por qué armar este montaje para hacer desaparecer los escenarios de los crímenes? ¿Y por qué secuestrarnos y drogarnos a todos?
Jacqueline Clissot cruzó las largas piernas, que llevaba descubiertas hasta el muslo con el increíble vestido sin mangas dividido en tres partes (gargantilla, top y falda central) con aberturas entre cada nivel. Elisa la encontraba muy sensual y maquillada hasta la exageración, con el pelo negro atado en un moño.
– ¿Qué pruebas tienes de que nos han drogado? -preguntó, impaciente.
Blanes habló con calma.
– Jacqueline: tú examinaste el cadáver de Rosalyn Reiter. Y después de la explosión bajaste a la despensa porque Carter te llamó para que vieras algo. ¿Recuerdas todo eso?
Por un instante Jacqueline pareció convertirse en otra cosa: su rostro perdió toda expresión y su cuerpo quedó rígido en el asiento. Su sensual apariencia contrastaba tanto con aquella reacción de muñeco de cuerda estropeado que Elisa sintió temor. Vio la respuesta en el desconcierto de la ex profesora antes de oírla hablar.
– Yo… Creo que… Un poco…
– Drogas -dijo Silberg-. Nos han borrado los recuerdos con drogas. Puede hacerse hoy día, ya lo sabes. Existen derivados del ácido lisérgico que incluso crean falsos recuerdos.
Elisa intuyó que Silberg tenía razón. En medio de la bruma de su memoria creía entrever que había recibido varias inyecciones mientras se hallaba confinada en la base del Egeo.
– Pero ¿por qué? -insistió-. Supongamos que las muertes de Colin y Nadja se relacionan con las de Rosalyn, Ric y Cheryl. ¿Qué les interesa de nosotros? ¿Por qué nos llevan allí, nos drogan y nos devuelven? ¿Qué información podemos darles? ¿O qué recuerdos quieren borrarnos?
– Es la cuestión clave -apuntó Silberg-. Nos han drogado a todos, no solo a Jacqueline, pero los demás no hemos examinado ningún cadáver ni sido testigos de ningún crimen…
– Y no sabemos nada -dijo Elisa. Blanes alzó una mano.
– Eso quiere decir que sí sabemos algo. Tenemos algo que ellos necesitan, y lo primero de todo es averiguar qué es. -Los miró, uno a uno-. Debemos saber qué es lo que compartimos, lo que tenemos en común, aun sin darnos cuenta.
– Estuvimos en Nueva Nelson y vimos el pasado -dijo Jacqueline.
– Pero ¿qué información podrían extraer de eso? ¿Y qué recuerdos pretenden borrarnos? Todos nos acordamos del Proyecto Zigzag y las imágenes del Lago del Sol Y la Mujer de Jerusalén…
– No las olvidaré nunca -susurró Silberg, y por un instante pareció envejecer.
– Entonces, ¿qué es lo que compartimos? ¿Qué hemos compartido todos estos años, desde Nueva Nelson, que a ellos les interesa conocer y luego borrarnos?
Elisa, que había estado contemplando a Jacqueline, sintió de improviso que temblaba.
– Él… -musitó. Por un momento pensó que no la entenderían, pero el súbito cambio que se produjo en la expresión de los demás la impulsó a continuar-: Eso con lo que soñamos… Yo lo llamo «Señor Ojos Blancos».
Blanes y Silberg descolgaron la boca a la vez. Jacqueline, que se había vuelto hacia ella, asintió.
– Sí -dijo-. Así son sus ojos.
Esa sensación de enfermedad. De plaga, había dicho Jacqueline. Tú también la sientes, ¿verdad, Elisa? Ella había movido la cabeza en un gesto de reconocimiento. «Plaga» era la palabra correcta. La sensación de estar «manchada», como si hubiese restregado su cuerpo contra un moho en la superficie de un vasto cenagal. Sin embargo, era más que la pura sensación física: era la idea. Jacqueline la tradujo apropiadamente, y Elisa sospechó hasta qué punto la paleontóloga la había sufrido quizá más que ella:
– Es como si estuviese esperando algo terrible… Formo parte de eso y no puedo huir. Estoy sola. Y eso me llama. Nadja también lo sentía, ahora lo recuerdo…
Elisa había perdido el aliento. Me llama, y yo quiero obedecer. Deseaba decir aquello, pero le parecía tan repulsivo que ni siquiera se atrevía a concederle la ventaja de la voz. Una presencia. Algo que me quiere a mí.
Y a Jacqueline.
Quizá a todos, pero sobre todo a nosotras.
Tras una pausa muy, larga, Blanes alzó la vista. Elisa nunca lo había visto tan pálido, tan desconcertado.
– No es preciso… que me digáis nada si no queréis -murmuró-. Os contaré mi experiencia, y solo debéis decirme si es similar o no. -Se dirigía sobre todo a ellas, y Elisa se preguntó si ya había hablado con Silberg al respecto-. A él lo veo en mis pesadillas, mis «desconexiones»… Y cuando aparece… me veo a mí mismo haciendo cosas espantosas. -Bajó la voz y en sus mejillas despuntó una mancha de color-. Tengo que hacerlas, como si él me obligara. Cosas con… mi hermana o mi madre. No placer, aunque a veces hay placer. -El silencio era enorme y Elisa comprendió el esfuerzo que Blanes hacía al hablar-. Pero siempre hay… daño.
– Mi esposa -dijo Silberg-. Ella es mi víctima en sueños. Aunque decir «víctima» es quedarme corto. -De pronto aquel hombretón arrugó el rostro y se levantó, dándoles la espalda. Lloró largo rato, y nadie fue capaz de consolarlo. Otro recuerdo súbito hizo estremecer a Elisa: aquella vez, frente a la trampilla de la despensa, en que lo había visto llorar igual. Cuando volvió a mirarlos, Silberg se había quitado las gafas y tenía el rostro brillante-: Me he separado de ella… No nos hemos divorciado: nos seguimos queriendo. De hecho, la amo más que nunca, pero no podría seguir viviendo a su lado… Tengo tanto miedo de hacerte daño… De que él me obligue a hacérselo…
Jacqueline Clissot también se había puesto en pie y había caminado hacia la ventana. En el salón había oscuridad y silencio.
– Podéis consideraros afortunados -dijo sin volverse, mirando la noche a través de los sucios cristales. Lo que más horrorizó a Elisa de su confesión fue que su voz siguió siendo la misma: no lloró, no gimió. Si Silberg había hablado como un condenado a muerte, Jacqueline Clissot lo hizo como alguien que ya hubiese sido ejecutado-. Nunca hablo de esto con nadie, salvo con los médicos de Eagle, pero supongo que no hay por qué seguir ocultándolo. Hace años que pienso que estoy enferma. Lo pensé cuando me separé de mi esposo y de mi hijo, un año después de volver de Nueva Nelson, y decidí dejar las clases y la profesión. Ahora estoy sola, vivo en un estudio que ellos me pagan, en París. Lo único que piden a cambio es que les cuente mis sueños… y mis conductas. -Hablaba completamente inmóvil, su cuerpo moldeado bajo el breve y extravagante vestido. Elisa estaba segura de que solo llevaba aquella prenda encima-. Pero no es cierto que viva sola. Vivo con él, si entendéis lo que quiero decir. Él me dice lo que tengo que hacer. Me amenaza. Me hace desear cosas y me castiga a través de mí misma, con mis propias manos… Llegué a creer que estaba loca, pero ellos me convencieron de que era un resultado del Impacto… ¿Cómo lo llaman? «Delirio traumático.» Yo no lo llamo así. Cuando me atrevo a ponerle nombre, lo llamo «Diablo» -susurró-. Y me vuelve loca de terror.