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– Sé cómo la llamaron -intervino Carter en un castellano torpe pero comprensible (Elisa ignoraba que lo hablase). Estaba apoyado en la pared, con los brazos cruzados y parecía aguardar a que alguien lo desafiara a un combate-. La llamaron: «Si alguien tiene puta idea de lo que es esto, que lo diga».

– Eso es lo que significa «idiopática» -dijo Jacqueline.

– ¿Y ello qué indica? -preguntó Víctor.

Blanes tomó la palabra.

– Ante todo, que el tiempo en el que se supone que fueron cometidos los crímenes no se corresponde con el tiempo que llevaban muertas las víctimas. Craig y Nadja fueron asesinados en menos de una hora, pero, según los análisis, sus cuerpos habían muerto hacía meses. Insisto: sus cuerpos. Ni los trozos de ropa encontrados ni los objetos que los rodeaban presentaban las mismas señales de deterioro o de paso del tiempo, incluyendo a las bacterias sobre su pieclass="underline" de ahí la ausencia de putrefacción a la que aludía Jacqueline.

Hubo un silencio. Todas las cabezas se volvieron hacia Víctor, que arqueó las cejas.

– Eso es imposible -dijo.

– Ya lo sabemos, pero hay más -repuso Blanes-. Otra perturbación común en todos los casos son los cortes de luz. Es decir, no solo de luz: de energía. Las lámparas con baterías se gastan, los motores se apagan… El generador auxiliar de la estación, por ejemplo, no llegó a ponerse en marcha por ese motivo. Y al helicóptero que se desplomó en pleno vuelo sobre el almacén y produjo la explosión le ocurrió lo mismo: su motor dejó de funcionar de repente, al tiempo que se apagaban las luces de la casamata. Ello coincidió con la muerte de Méndez. Ocurrió igual en la despensa, con la muerte de Ross, y en las casas de Craig y de Nadja. A veces el corte de energía se extiende a una zona amplia, pero el epicentro siempre es el lugar del crimen…

– Puede tratarse de hipersobrecargas. -La mente de físico de Víctor Lopera había empezado a funcionar. Sobre cadáveres no deseaba saber nada, pero en lo referente a circuitos electrónicos se movía en algo que podía denominarse «su elemento»-. Las hipersobrecargas chupan a veces toda la energía de un sistema.

– ¿También la de las baterías de una linterna no conectada a la corriente general?

– Debo reconocer que eso es muy extraño.

– Lo es -asintió Blanes-, pero de alguna manera nos sirve para establecer un punto de partida. Zigzag y los cortes de energía están relacionados de alguna forma. Es como si Zigzag necesitara de esos cortes para poder actuar.

– La oscuridad-dijo Jacqueline-. Él entra con la oscuridad.

La frase pareció atemorizarlos a todos. Elisa comprobó que más de uno miraba el flexo encendido sobre la mesa. Decidió interrumpir el hondo silencio.

– De acuerdo, Zigzag produce cortes de energía, pero ello no explica qué clase de cosa nos ha estado… -Se alisó el pelo en un gesto rabioso-. Nos ha estado torturando y asesinando desde hace años…

– Ya dije que la explicación final nos la ofrecerá Reinhard, pero puedo adelantaros esto: Zigzag no es ningún ente sobrenatural, ningún «diablo»… Lo ha creado la física. Se trata de un hecho comprobable, científico, que Ric Valente, de alguna manera, produjo en Nueva Nelson. -En medio del estupor con que fue recibida aquella declaración, Blanes añadió algo aún más extraño-: Es posible, incluso, que el propio Valente sea Zigzag.

– ¿Qué? -Víctor los miró a todos, palideciendo- Pero… Pero si Ric ha muerto…

Carter se plantó frente a ellos con los brazos cruzados.

– Fue otra de las mentiras de Eagle, la más sencilla. Nunca se encontraron pruebas de la culpabilidad de Valente, y menos de su muerte, pero decidieron achacarle los asesinatos de la isla para que nadie hiciera preguntas. Sus padres enterraron un ataúd vacío.

Elisa contemplaba a Carter, aturdida. Carter añadió:

– Por lo que al mundo respecta, Valente sigue en paradero desconocido.

Oía zumbidos, sentía un hormigueo trepando por su vientre y el levísimo mareo producido por la inclinación. La diferencia de presión había taponado sus conductos auditivos curvando sus tímpanos. Las luces de la cabina, puestas al mínimo para el aterrizaje, creaban una atmósfera dorada y tibia. Se trataba de percepciones familiares para los pasajeros de cualquier avión en descenso.

Los altavoces se animaron de repente.

– En diez minutos aterrizaremos.

El hombre que tenía enfrente dejó de hablar con su compañero y miró por la ventanilla. Silberg hizo lo mismo. Vio una oscuridad salpicada de luces en la parte inferior. Había visitado Madrid varias veces, y le gustaba aquella pequeña gran ciudad. Desplazó la manga de la chaqueta para consultar su reloj: eran las 2.30 de la madrugada del jueves 12 de marzo. Imaginó todo lo que sucedería después de transcurridos esos minutos: el avión aterrizaría, los hombres de Eagle lo llevarían a la casa y de allí sería trasladado con los demás al centro del Egeo… o quién sabía a qué otro lugar remoto. Tendrían que estudiar un plan de fuga con Carter. Solo si escapaban de las manos de Eagle podrían diseñar algún método para enfrentarse a la verdadera amenaza.

Pero ¿cuál sería ese método? Silberg lo ignoraba. Se limpió el sudor con la manga de la chaqueta mientras notaba, bajo el suelo, el chasquido del tren de aterrizaje.

Uno de los hombres se inclinó hacia él.

– Profesor, ¿sabe cuál es la…?

Fue lo último que pudo escuchar.

En medio de la pregunta, las luces se apagaron.

– ¿Oiga? -dijo Silberg. Oyó su propia voz al decirlo.

No recibió respuesta.

Tampoco escuchaba el zumbido de los poderosos motores del Northwind. Y había dejado de experimentar el vértigo del descenso.

Por un momento pensó que podía haber muerto. O quizá había sufrido un derrame cerebral, y aún le quedaba un resto de conciencia que se apagaría lentamente en medio de la oscuridad. Pero acababa de usar su voz y la había oído. Además -ahora se percataba-, podía palpar los brazos del asiento, el cinturón de seguridad seguía sujetándolo y casi columbraba el vago contorno de la cabina entre las tinieblas. Sin embargo, todo a su alrededor se había quedado quieto y mudo. ¿Cómo era posible?

Los hombres de Eagle tenían que estar a tres pasos de distancia. Recordaba detalles de ambos: el de la derecha era más alto, de facciones recias, con patillas hasta la mitad de los pómulos; el de la izquierda, rubio, fornido, de ojos azules, con una hendidura muy marcada en el labio superior. En aquel momento Silberg hubiese dado cualquier cosa por volver a verlos, o al menos escucharlos. Pero la masa de negrura frente a él era demasiado compacta.

O no.

Miró a su alrededor. Unos metros a su derecha, en lo que debía de ser la pared de la cabina, había una ligera claridad. No se había fijado en ella hasta aquel momento. La observó detenidamente. Se preguntaba qué podía ser. ¿Un agujero en el fuselaje? Una claridad quieta y difusa. El espíritu de Dios flotando sobre las aguas. La Nada. Filósofos y teólogos se habían esforzado a lo largo de los siglos por entender lo que en aquel momento sus ojos abarcaban de un solo vistazo.

De niño, la pasión por las lecturas bíblicas había llevado a Silberg a preguntarse qué se experimentaría al vivir un milagro: el mar se abre, el sol se paraliza, las murallas se desmoronan al sonido de las trompetas, el cadáver resucita y el lago se alisa en la tempestad como una sábana bajo manos expertas. ¿Qué habrían sentido los protagonistas de tales maravillas?

Ya sabes lo que se siente. Pero este milagro no viene de Dios.

De repente supo qué significaba aquella claridad, así como todo lo que le rodeaba.

Zigzag. El ángel de la espada de fuego.

Lo había sabido desde el principio, pero se negaba a aceptarlo. Era demasiado espantoso.

De modo que es así. Incluso en un avión.

Llevó la mano izquierda a la cadera y palpó el cierre del cinturón de seguridad, pero no logró abrirlo: como si la pestaña formara una sola cosa con la hendidura del enganche. Desesperado, dio un tirón hacia delante y la correa se le clavó en la carne (no parecía llevar ropa alguna encima) haciéndole gemir de dolor, pero no se abrió.

No podía levantarse. Y eso no era lo peor.

Lo peor era la sensación de que no estaba solo.

Resultaba sobrecogedora en medio del silencio de aquella noche eterna. Más que una verdadera percepción era la certidumbre de que había algo o alguien al fondo de la cabina, detrás de él, donde se encontraban las últimas filas de asientos y los aseos. Miró por encima del hombro, pero la incapacidad para girar del todo la cabeza, el obstáculo de su propio asiento y la ausencia de luces le impidieron ver nada.

No obstante, tenía la certeza de que aquella presencia era muy real. Y se acercaba.

Se estaba acercando por el pasillo central.

Zigzag. El ángel de…

Súbitamente, perdió toda la calma que había logrado mantener hasta entonces. Un pánico atroz le invadió. Nada, ni el recuerdo de Bertha, ni sus múltiples lecturas, su cultura inmensa o su mucho o poco coraje le ayudaron a soportar aquel momento de absoluto terror. Temblaba y gemía. Se echó a llorar. Luchó como un poseso con el cinturón de seguridad. Pensó que se volvería loco, pero tal cosa no sucedía. Creyó comprender que la locura no llegaba con tanta rapidez al cerebro que la ansía. Más fácil era cortar una extremidad, mutilar una víscera o desgarrar una carne palpitante que arrancar la razón a una mente sana, dedujo. Intuyó que estaba condenado a mantenerse cuerdo hasta el final.