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– ¿Qué vas a hacer? -me preguntó.

– He venido a pensar -dije.

– No te lo pienses. Échala, ya la conoces.

Lo miré a los ojos y me incliné hacia él para encender mi cigarrillo.

– Oye, mira, hay dos o tres cositas que tú no puedes entender, ¿sabes?

Riendo, apoyó una de sus manos en la mía y precisamente en aquel momento la chica gorda se acercó, aunque pensándolo bien no estaba tan gorda, y se sentó justo a mi lado. Pude sentir el olor a sudor que había aportado y notar que respiraba agitadamente. Recuperé mi mano, en aquel lugar tenían rara habilidad para pasarte buenas barras a lo tonto. Habían puesto lo último de Kraftwerk y todo el mundo se estaba durmiendo. La chica seguía recuperando el aliento en su taburete y el asunto me dio sed. -¿Quieres una «Coca»? -le pregunté.

– Gracias -me contestó-, pero no tengo edad.

– Vale -le dije.

Pellizqué a Yan en el antebrazo para que volviera a la tierra; parecía un ángel saliendo de la bruma de la madrugada.

– Todavía no es hora de irse a la cama. Dame una botella.

Cogí dos vasos y le hice una señal a la chica para que me siguiera; encontré un rincón aproximadamente tranquilo al fondo, me dejé caer sobre los cojines y descorché la botella. La chica se sentó frente a mí, le sonreí y ella hizo lo mismo. Era una rubia ceniza que venía directamente de los años 50 y llevaba un pantalón de leopardo. Era un sueño, si se exceptúa que tenía las manos totalmente arrugadas y la boca demasiado grande.

Le llené el vaso y se lo bebió de un trago. Bien, pensé, de acuerdo, tienes que tener cuidado. Le llené el vaso de nuevo sin dejar de sonreír y vi cómo se lo tomaba sin respirar, sin pestañear. Vi cómo se zampaba los 20 el de bourbon de un solo trago.

– ¿Estás bien? -le pregunté.

– Sí -dijo.

Me serví y le dije adiós a la botella, y a ella, que ya se apañaría. Miré el reloj y eran casi las cuatro. ¿Qué podía hacer a esas horas? La verdad es que no tenía demasiadas ganas de hablar, ni de ninguna otra cosa, y mucho menos de pensar en Cecilia. Sólo esperaba que no hubiera inundado mi casa o hubiera prendido fuego a mis sábanas.

– ¿Bailamos? -me preguntó la chica.

– ¡Oh, no! Soy incapaz de moverme así.

– Te aseguro que nada es más fácil.

– Qué va. Vi cómo lo hacías y estoy seguro de que nunca lo conseguiría.

– Bueno -me dijo-, pues yo voy a bailar.

– De acuerdo, yo te miraré.

Se entregó a fondo durante diez minutos y volvió a sentarse. Yo no veía demasiado bien, pero estaba seguro de que estaba totalmente colorada y sudaba, mientras que yo estaba fresco y seco como una sábana tendida a pleno viento; estaba contento y decidí volver a llenar nuestros vasos, empezaba a dejarme llevar.

Nos dijimos dos o tres palabras, bebimos y al cabo de un momento ella colocó sus manos encima de la mesa, con las palmas hacia abajo y los dedos bien separados. Tenía las uñas puntiagudas y de color rosa caramelo.

– Son feas, ¿eh? -comentó.

– Las hay peores -solté.

– Son todos esos productos, ¿sabes?, los tintes, las permanentes y todo. Me pongo guantes, pero son una auténtica guarrada. ¡Qué harta estoy de todo eso! Cualquier día lo planto todo. Soy joven y fíjate, ¿has visto qué manos?

– Sí, nadie se merece una cosa así. Pero todos vamos marcados, de una u otra forma.

Asintió suavemente con la cabeza y luego, suspirando, retiró las manos de la mesa.

– Estoy casada y tengo que volver a casa -dijo-. Él hace el turno de tres a ocho.

– Yo no estoy casado pero también me voy a casa. No importa, hemos pasado un buen rato juntos. Es un lugar tranquilo.

Salimos a la luz rosada de la madrugada, caminamos juntos y la calle estaba todavía desierta, los pequeños bungalows blancos deshabitados en sus tres cuartas partes, la pintura desconchada y los jardines abrasados por el sol. No hay nada más mortal que esas estaciones pasadas de moda, pero precisamente por eso los alquileres son asequibles, e incluso en pleno mediodía no te tropiezas con demasiada gente. El infierno estaba a unos cuantos kilómetros, con las historias nuevas, las playas rastrilladas y el amontonamiento de locos furiosos.

Al cabo de un rato me di cuenta de que ella cojeaba y miré sus pies. Llevaba zapatos de tacón alto y con unas tiras de cuero tan apretadas que tenía la piel morada. Así que me detuve, y seguro que era lo que ella esperaba porque se ruborizó pero se apoyó en mi hombro, se quitó esos jodidos zapatos, y siguió descalza.

– Oh -exclamó-, estoy rendida. No me gustan las mañanas.

– Claro -dije.

– Caray, debo darme prisa. Tengo el tiempo justo de pasar por casa para cambiarme. Soy yo la que abre la tienda.

– ¿No vas a dormir?

– Pues no -dijo.

Hundió la mano en su bolso y se puso un enorme par de gafas oscuras sobre la nariz.

– Debo de estar horrible -comentó-. ¿Estoy mejor así?

– Depende. Espero que aguantes.

Se rió.

– No pasa nada. Estoy acostumbrada. Pero me encanta bailar, ¿entiendes?, me vuelve loca. Así que tengo que elegir… Puede parecer una tontería, pero es lo único que me gusta en la vida, no me interesa nada más.

– Pues está muy bien eso de encontrar algo que le interese a uno -dije-. No todo el mundo lo consigue.

El sol fue escalando el cielo, allá al final de calle, a través de los cables eléctricos tendidos de una acera a la otra. Dimos unos cuantos pasos más y ella se detuvo frente a un Mini rojo y rosa, no excesivamente nuevo, y me tendió la mano. Le tengo pavor a eso de estrechar la mano de una mujer, no sé por qué, así que miré hacia otra parte; había un banco justo al lado, y me senté. La chica vaciló un segundo y luego sacó las llaves.

– Bien, bueno -dijo-, a lo mejor volvemos a vernos…

Le sonreí y le dije que sí con la cabeza. No podía decir ni una palabra, el sol me golpeaba en pleno pecho; extendí los brazos sobre el respaldo, la miré entrar en su coche y arrancar; la seguí con la mirada mientras corría a abrir la cama de su tres a ocho y a quitarse las pestañas postizas, y pensé en ella durante un momento. Luego, sin más, me divertí siguiendo los movimientos de las gaviotas que planeaban allá arriba, tratando de verles el agujero del culo mientras se reían y recortaban el cielo en pequeños cubos.

2

Volví muy lentamente, giré justo después del pequeño supermercado; el tipo entraba sus cajas de leche bostezando. Me encontré en la playa, entre el brillo de las tapas de yogur y las bolsitas de papel del azúcar. Era el camino más largo pero no tenía prisa, y me preguntaba si la encontraría todavía en casa.

Sabía que por un lado tenía la perspectiva de los peores malos! rollos, lo sabía, hay chicas así. Pero hacía un buen rato que no tenía una chica entre mis brazos, y eso también lo sabía. No había vivido nada demasiado excitante desde que Nina y yo nos separamos. La verdad es que desde entonces no había mirado a las chicas con los mismos ojos y en conjunto me cansaban.

Mientras me acercaba a casa, me decía que verdaderamente Cecilia se apartaba del montón, sobre todo porque me caía directa-? mente del cielo y porque seguro que estaba metida en mi cama; sí, o algo por el estilo. Así que recorrí a toda prisa los últimos cien metros.

Abrí sin hacer ruido. Me quité los zapatos y toda la arena cayó en la moqueta; es una mierda, ya lo sé, pero había otras mierdas peores. La habitación estaba en silencio y los rayos de sol vibraban como lanzas a través de las cortinas. Sólo se había tapado con la sábana y me quedé plantado frente a la cama viéndola dormir. Me quedé así por lo menos cinco minutos. Soy idiota, una mujer que está dormida no es peligrosa. Recogí todas las cosas que estaban tiradas por el suelo, las puse encima de una silla. No sólo pensaba en tirármela, sino también en el momento en que abriera los ojos.