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El teléfono detuvo mis pensamientos; sonó como un gong. Descolgué; era Nina.

– ¿Eres tú? -me preguntó.

– Sí -le dije.

– Ooohhh… Oye, tengo un mal rollo, tan de mierda… -lloriqueó.

– ¿Ah sí?

– No puedes ni imaginártelo, en serio que no… ¿Qué voy a hacer…?

– ¿Qué te pasa?

– Me pasa algo increíble… Sólo tú puedes ayudarme.

– Espero que no le hayas prendido fuego a algo, no tengo el número de los bomberos y el disco de mi teléfono está ilegible.

– Oye, que va en serio, que no son bromas. ¡Me pasa a MÍ!

– Vale, te escucho.

– No, no, no puedo hablar de este asunto por teléfono. Quisiera que vinieras.

– ¿Cómo? ¿Ahora?

– Sí, sí, ahora. ¡INMEDIATAMENTE!

– ¿Pero qué pasa? ¿Es grave?

– ¡Mierda! ¿Vas a venir o no?

– Vale, ya voy -le dije.

De todas maneras me metí bajo la ducha, sin lavarme, sólo para sentir que el agua corría por mi cuerpo. Ella vivía ahora a cincuenta kilómetros. No era la puerta de al lado. Durante el período de más calor, la presión del agua era menor en los grifos y parecía Que hubiera cosas que golpearan las cañerías y a veces el agua salía descaradamente roja. Parecía un sueño. Me comí un trozo de queso y salí a la calle. Los coches aparcados eran como un río de metal en fusión.

Me detuve por el camino para tomar un trago, y estuve a punto de adormilarme bajo un quitasol, de tan bien que se estaba. Llegué a casa de Nina realmente relajado y di dos golpecitos a la puerta con la sonrisa en los labios. Ella salió a abrirme con una camiseta azul que le llegaba hasta la mitad del muslo.

Me asomé al interior, y giré la cabeza a derecha e izquierda para hacerme el gracioso.

– ¿No anda por ahí? -pregunté.

Levantó la mirada y suspiró.

– No, no vivo con él -declaró-. Venga, pasa.

Entré. El apartamento se le parecía mucho, tenía un buen aml biente. Me senté en un pequeño taburete de madera, del tipo zen con una reproducción de la época Edo encima de mi cabeza: ua mono que observaba a una mosca. Estiré las piernas.

– Estaba seguro que iba a reventar de sed -dije.

– ¿Quieres tomar algo?

– No, no, sólo una cosa muy grande llena de agua y con menta silvestre.

Fue a la cocina enjugándose las manos en los muslos. Sabía que estaba bien hecha, lo sabía. Además, no sólo eran aquellas caderas; pero como me sentía de buen humor, me hice una reflexión del tipo hay que tener una condenada fuerza de voluntad para dejar a una chica como ésta. Eres un héroe, tío, puede decirse que erel realmente un hacha. Es un golpe maestro.

– ¡Ponle cinco o seis cubitos, si es posible…!

Volvió trayendo una cosa blanquecina, y de allí dentro salían unas pajas de colores que parecían cohetes de fuegos artificial Sentí que tenía la boca seca y extendí las dos manos. Empecé a tantear.

– Te estoy escuchando -le dije.

Se acuclilló frente a mí, con los brazos entre las piernas, e inclinó la cabeza hacia un lado.

– Estoy realmente espantada -dijo.

– ¿Qué dices?

– Eso, que van a llevarme al hospital. Tengo no sé qué mierda la barriga.

– ¡¿Que tienes QUÉ?!

Bajo los efectos del golpe, creí que habíamos despegado en u alfombra voladora y que el cacharro iba a llevarnos directamenti hasta el infierno; estábamos metidos en una corriente de aire ai diendo.

– ¿En qué lugar exacto de la barriga?

– No tengo ganas de hablar de eso, me fastidia. Pero van a quitármelo. No sé cuándo voy a salir…

– Mierda, no es posible.

– Necesito que me hagas un favor.

– ¿Eh?

– Sí, es por Lili… Tenía que estar todo este mes conmigo, lo habíamos acordado con su padre, pero ahora él se ha ido y no sé cómo encontrarlo.

– Aja, me doy cuenta del problema -dije.

– Sólo te la puedo dejar a ti. A ti te tengo confianza.

Conocía aquel tipo de jugada, una llave simple pero prácticamente mortal. Muy bien jugado, sí señor.

– Tranquila, no corras… A lo mejor tu nuevo chorbo no sabe cuidar un coche, pero tal vez es capaz de cuidar de tu hija. Tal vez el angelito sabe hacer algo con sus diez deditos, ¿no?

Nina se levantó bruscamente y se mesó el cabello con las dos manos.

– O sea que porque me acuesto con un tipo, tengo que considerarlo capaz de cuidar de mi hija, ¿no?

– ¿Tan difícil es encontrar a alguien que no sea demasiado gilipollas?

– Mira, oye, no tengo ganas de discutir sobre eso. Creía que podría pedirte un favor. Nada más.

Encendí un cigarrillo; mis recuerdos de la niña no eran precisamente imborrables. No nos veíamos a menudo; se pasaba la vida metida en casa de su padre, y en aquella época yo estaba más interesado por su madre que por ella, y tal vez nos habíamos visto dos o tres veces. No recordaba si era una latosa o una pequeña imbécil.

– Mira, la verdad es que no me divierte -le dije-. En serio…

Pero de repente volví a pensar en el horror de lo que me había explicado, y me miré las rodillas. Sentí como si me hubieran agarrado por la nuca.

– Aunque, si no tienes otra solución -añadí-, puedes contar conmigo.

Saltó literalmente por los aires y pude ver sus bragas; tenían el ubujo de las fauces espumantes de un tigre que lucía un destello feroz en los ojos. Era un dibujo muy realista, pero no me dio miedo. En aquel momento olvidé por completo que vivir con una mujel era lo más duro del mundo, y estaba dispuesto a cometer todas lal traiciones, incluso a confesar ante un tribunal popular compuesta únicamente por mujeres, que era un espécimen de cabezota que había que romper en dos. Solté una risita alelada y ella tomó mis manos.

– ¿De verdad? ¿Estás de acuerdo? ¿Lo harás?

– No creo que sea tan difícil. Además, no durará cien años…

– Claro que no, estás de broma.

– Pero, ¿sabes?, no sé si va a funcionar, apenas la conozco.

– No te preocupes, yo sé que va a funcionar. Yo os conozco a los dos.

Cuando esa mujer sonríe, uno tiene la impresión de que sus ojos cambian de color, y a mí me gustan ese tipo de cosas, aunqua me conviertan en presa fácil; digamos que llevo mi cruz.

– Sabía que ibas a decir que sí -soltó ella.

– Yo también lo sabía.

Nina echó un vistazo a su reloj.

– Bueno, tenemos que ir a buscarla. Fue a pasar la tarde a casa de una de sus amigas.

– ¿Tenemos que ir inmediatamente? -pregunté.

– Apenas tenemos tiempo -contestó.

Me encontré corriendo tras ella por las escaleras; yo tenía que agarrarme del pasamanos, mientras que Nina parecía literalmente volar por los aires a ciento sesenta por hora, riéndose. Al Ilegal abajo insistió en que fuéramos en su coche.

– Oye -le dije-, ¿no sería mejor que no condujeras?

– ¿Pero qué dices? ¿Te crees que estoy medio muerta?

– Bueno, bueno, no he dicho nada… ¿Queda lejos?

Me miró por encima del capó, de cara al sol, y se llevó un md chón detrás de la oreja; era difícil imaginar que iban a abrirla en canal.

– Sube -me dijo-. Ya lo verás.

4

Salí de casa de Nina al anochecer, a una hora punta. Nos habíamos tomado un trago en casa de la madre de la amiguita, una rubia de ojos claros y pechos grandes, y de pasada me había enterado que iba a bañarse cerca de casa; al parecer era la playa más cercana. El mundo era un pañuelo. Había dicho que iría a buscar a Lili cuando anduviera por aquella zona, que no le importaba en absoluto y yo pensaba en todo lo que habría ganado. Le dejé mi dirección. A continuación nos fuimos los tres para poner a punto los últimos detalles. Ahora no éramos más que dos, Lili y yo.