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Brian se había encontrado con ella en el bar de Greenmarket en el que lo había citado. La amazona lo había embrujado con su franqueza, su buen humor y su porte decidido, parecía dispuesta a comerse el mundo. Tara tenía treinta y seis años y un caballo al que montaba siempre que podía; trabajaba de free lance para un gran estudio de arquitectos. No le contó nada de su vida privada, sus aficiones ni sus amores, sólo que le gustaba Radiohead y los tíos con los ojos verde agua como los suyos.

El final del sueño había tenido lugar en su casa, en el dormitorio del piso de arriba, donde habían hecho el amor con una confianza que les había durado hasta la mañana siguiente, era como si se conocieran de toda la vida.

– Epkeen -dijo, emergiendo de entre las sábanas-: no es un nombre afrikáner.

– Mi padre era procurador durante el apartheid -explicó él-: cuando cumplí los dieciocho, me puse el apellido de mi madre.

Tara venía de una familia británica liberal que había luchado contra los bóers en la guerra del mismo nombre. Lo agarró de la punta de la nariz:

– Mira tú qué listo…

De listo nada, Epkeen estaba como tonto por ella.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó.

– Mmmm…

Su sonrisa de ángulos agudos lo empujó fuera de la cama. Se levantó, preguntándose cómo hacían las mujeres para estar tan guapas al despertarse por las mañanas. Tara le miró el culo mientras se paseaba por la habitación, en busca de la ropa que había dejado tirada por el suelo.

– Oye -le dijo-, pues para ser un caballo en las últimas tampoco estás tan mal…

– En realidad, éste no es mi verdadero cuerpo.

– ¿Ah, no?, pues a mí esta noche me había parecido que…

Brian se fue a la cocina, presa del vértigo tras el cual corría desde la adolescencia. No sabía si la noche anterior había estado a la altura, si lo estaría algún día, si todavía soñaba. Preparó un desayuno copioso y variado que subió humeante a la habitación. Tara estaba en el cuarto de baño. Dejó la pesada bandeja sobre la cama, inundó de té los huevos revueltos y se puso una camiseta. Su perfume flotaba en el dormitorio, una brisita entre las cortinas… Tara no tardó en salir, vestida y tan guapa como el día anterior.

Apenas le echó un vistazo al desayuno.

– Llego tarde -dijo-: me tengo que marchar pitando.

Su sonrisa isósceles parecía forzada de repente.

– ¿Ahora mismo? -preguntó él, meloso.

Tara consultó su reloj:

– Sí, ya lo sé, es una despedida un poco precipitada, pero se me había olvidado por completo que me toca a mí llevar a los niños a casa de la canguro esta mañana.

Despedida.

Canguro.

Tren fantasma.

– Pensaba que no tenías hijos.

– Yo no, pero mi pareja sí.

Tara cogió un frasquito de perfume francés, se echó dos nubecitas discretas y lo guardó visto y no visto en su maletita.

– ¿Huelo bien?

Le tendió el cuello, grácil y blanco; daban ganas de morderlo.

– Divinamente, yegüita -contestó.

Tara soltó una risita que no ocultó su apuro.

– Bueno, me voy.

– Aún es hoy, pero tú ya quieres que sea mañana -dijo él, ocultando mal su amargura.

– Mmm -asintió ella, como si comprendiera-. En cualquier caso, ayer estuvo genial.

Genial.

Brian quiso decirle que la mitad del placer era suya, pero Tara depositó un beso melancólico en sus labios antes de desaparecer como una ciudad bajo las bombas.

Un portazo y nada más.

Se acabaron los galopes y las carreras entre la espuma del mar. Sólo quedó la brisa blanda contra las cortinas, el café humeante sobre las sábanas y la impresión de estar como la cama: completamente deshecho…

Entonces vibró su móvil desde la pila de libros: Epkeen tuvo ganas de mandarlo al otro extremo del Atlántico, pero era Neuman.

– Vente para acá -le dijo.

***

Epkeen atravesó el seto de periodistas y curiosos aglutinados detrás de los precintos bicolores de la policía. Las olas se precipitaban sobre la playa de Llandudno y volvían a marcharse, cubriendo el horizonte de rocío aterrado… El arte de la caída, su vida podía resumirse en eso.

Neuman lo vio llegar desde lejos, desaliñado y de mal humor.

– Siento haberte despertado -le dijo.

Brian seguía pensando en Tara, en las estrategias fatales, en todo ese amor que se iba al garete… Se inclinó sobre la arena.

La joven estaba tendida a dos metros de allí, con los brazos en cruz, como si acabara de caer del cielo. Un vuelo macabro: Epkeen apartó la mirada del rostro de la chica. No había desayunado, y la huida de Tara le había dejado el estómago revuelto.

– Un tipo que hacia footing la encontró esta mañana -dijo Neuman-. A eso de las siete.

Una chica desfigurada, tumbada de espaldas. Las manos también estaban destrozadas. Epkeen encendió un cigarrillo, sentía el peso de la tristeza sobre los hombros.

– ¿No tienes ninguna chica viva que presentarme? -dijo, para darse algo de aplomo.

Ali no contestó. El viento levantaba la falda de la chica y escupía arena; Tembo se afanaba alrededor del cadáver, visiblemente preocupado. El equipo de la científica peinaba la playa. Una mujer blanca, de no más de treinta años, pelo rubio oxigenado y sucio, un rostro sin boca, sin nariz, sin nada… El cielo se estaba llenando de nubarrones negros. Neuman miraba fijamente el mar revuelto. Una gaviota se acercó a saltitos sobre la arena, a unos pasos de allí, e inclinó el pico hacia el cadáver. Epkeen la ahuyentó con una mirada torva.

– ¿Se sabe quién es? -dijo por fin.

– Kate Montgomery… Vive en una de las casas de ahí arriba, con su padre, Tony.

– ¿El cantante?

– Sí.

Tony Montgomery había conocido su hora de gloria en mitad de la década de los noventa; había sido un símbolo de la reconciliación nacionaclass="underline" por eso habían acudido en masa los periodistas…

– Aún no hemos podido contactar con él -dijo Neuman-, pero Kate trabajaba de estilista en un videoclip. Acabamos de hablar con el equipo de rodaje, que sigue esperándola… Se ha encontrado su coche a dos kilómetros de aquí, un poco más arriba, en la cornisa, pero su bolso no estaba dentro.

Tembo se dirigió hacia ellos, sujetándose el sombrero de fieltro, que amenazaba con salir volando. El también parecía triste y malhumorado. Les comunicó sus primeras impresiones con voz mecánica. Todos los golpes se habían concentrado en la cabeza y en el rostro: con un martillo, una barra de hierro, una porra… No se había encontrado el arma del crimen, pero las similitudes con Nicole Wiese parecían evidentes. El mismo salvajismo en la ejecución del crimen, el mismo tipo de arma. La muerte se situaba hacia las diez de la noche del día anterior. La ausencia de rastros de sangre sobre la arena podía indicar que el cuerpo había sido transportado hasta la playa. Esta vez sí se había producido violación, estaba comprobado.

Epkeen apagó su cigarro en la arena y se guardó la colilla.

– ¿Señales de lucha? -quiso saber Neuman.

– No -contestó el forense-, pero hay cortes en la cintura, son marcas antiguas… Los más recientes tienen varios días, los otros, semanas.

– ¿Señales rectilíneas?

Ali pensaba en las marcas extrañas encontradas en el cuerpo de la primera víctima. Tembo sacudió la cabeza despacio:

– No. Los cortes son poco profundos, lo más probable es que estén hechos con un cúter… Las uñas en cambio sí que han sido cortadas, visiblemente por un cuchillo… Vengan a verlo.

Se arrodillaron junto al cadáver. La punta de los dedos de la chica había sido toscamente mutilada. Tembo señaló la coronilla.

– También le han cortado un mechón de pelo -dijo.