Выбрать главу

Zaziwe: «esperanza»…

¿Asociación de ideas, puro azar, coincidencia? Neuman presintió la trampa. Estaba ahí, ante sus narices. Una tentación divina, una llamada, cuyo eco parecía resonar desde siempre. Una trampa en la que caía…

Zina Dukobe había sido miembro activo del Inkatha y recorría desde hacía diez años todo el continente con su grupo de artistas: no figuraba en ninguna organización política desde las elecciones democráticas, pero todos sus músicos estaban, o habían estado, en contacto con el partido zulú. Neuman elaboró una lista con las giras que había realizado el grupo en Sudáfrica, las fechas de residencia, y las comparó con los múltiples crímenes no resueltos ocurridos en esos períodos. Tras comparar los datos de la CID (la policía judicial) y de las diferentes fuerzas de seguridad, constató que se habían perpetrado seis homicidios en Johannesburgo durante una gira del grupo en 2003. Una de las víctimas, Karl Woos, era el director de una cárcel de alta seguridad durante el apartheid: lo habían encontrado muerto en su casa, envenenado con curare, probablemente víctima de una prostituta.

Neuman profundizó en su investigación y no tardó en toparse con otro caso no resuelto: Karl Müller, antiguo comisario de policía en Durban, había sido encontrado en el interior de su vehículo en una carretera secundaria, con una bala en la cabeza. Su revólver había aparecido cerca del cuerpo, sin carta que explicara un posible suicidio (14 de enero de 2005). El grupo había estado allí en esa misma época: habían actuado una semana en las discotecas de la ciudad, antes de volver a marcharse, al día siguiente del asesinato…

Bamako, Yaoundé, Kinshasha, Harare, Luanda, Windhoek: Neuman amplió sus pesquisas a todas las ciudades en las que había actuado el grupo zulú. Los datos eran inexistentes o de acceso restringido. Por fin, encontró la pista de una muerte sospechosa en Maputo, Mozambique: Neil Francis, un oficial de los servicios secretos del apartheid que se dedicaba ahora al comercio de diamantes, fue encontrado al pie de un acantilado con el cráneo destrozado.

Agosto de 2007: el grupo de Zina había pasado diez días en la ciudad…

Neuman reconstruía el puzle de los fragmentos perdidos en lo más hondo de sí mismo cuando recibió el correo electrónico de Tembo. El forense había realizado un análisis complementario sobre De Villiers, el surfista adicto a la nueva droga abatido durante el atraco: según las muestras de sangre almacenadas, De Villiers había contraído el virus del VIH.

El virus se había desarrollado hacía poco tiempo pero, como en el caso de Simón, de manera espectacular: una esperanza de vida inferior a seis meses.

La intuición de Neuman era acertada, lo cual no lo tranquilizó en absoluto. ¿Qué había en esa droga?, ¿muerte? ¿Y qué más?

A fuerza de extenderse, el township había terminado por llegar hasta el mar.

Los niños iban a jugar al fútbol a la playa, para gran alborozo de los turistas en sus minibuses, los cuales, gracias al touroperador y a una visita relámpago al township, se lavaban la conciencia por cuatro perras. No se veía uno solo en las discotecas negras de los barrios populares de Ciudad del Cabo -las únicas en las que se registraba al cliente a la entrada-, ni de hecho al más mínimo blanco, una lástima para la juventud local.

Allí, junto a las dunas que separaban la playa de los asentamientos, había visto Winnie Got a Simón por última vez, con los desarrapados que constituían su banda: muerto Simón, esos chavales eran los últimos testigos del caso… Neuman aparcó el coche al final de la pista y caminó hacia el océano en ebullición. Los gritos de los niños, que el viento arrastraba, se oían desde lejos. Bajo el sol, la arena de la playa era de un blanco cegador. Una jauría con pantalones cortos corría detrás de una pelota de goma espuma medio carcomida. No había tiempo para hacerse pases, todo era una melé general en las cuatro esquinas del campo y clamores espectaculares a cada saque; mientras tanto, los porteros daban saltitos y se balanceaban entre dos jerséis tirados en la arena.

La sombra del zulú pasó sobre el peso pluma que defendía sus porterías invisibles.

– Estoy buscando a dos niños -dijo Neuman, enseñándole la foto de Simón-: chicos de por aquí, que tendrán unos diez o doce años.

El pequeño portero retrocedió un paso.

– Uno de ellos es algo mayor, lleva un pantalón corto verde. Iban con este chico, Simón… Me han dicho que venían a jugar al fútbol con vosotros.

El niño miraba a Neuman como si fuera a lanzársele a la yugular.

– No… no lo sé, señor… Tiene que preguntar a los demás -dijo, señalando el tropel de chavales.

Eran al menos treinta los niños que se peleaban alegremente por el balón bajo el sol.

– ¿De quién es la pelota?

– De Nelson -contestó el peso pluma-. El que tiene la camiseta de los Bafana Bafana…

La selección nacional, que no estaba muy en forma, según decían, pese al mundial, ya a la vuelta de la esquina.

Alrededor de la esfera de goma espuma reinaba la confusión más absoluta: Neuman tuvo que confiscar el objeto codiciado para hacerse oír. Al fin se llevó aparte al tal Nelson, rodeado enseguida por sus jugadores, y les explicó lo que andaba buscando. Los niños se apiñaban a su alrededor como si fuera a repartir caramelos. Al principio todo fueron expresiones de ignorancia, pero la foto avivó los recuerdos. La banda se había dejado ver un tiempo por la playa, hasta habían tratado de jugar con ellos al fútbol, pero aquellos chicos iban de duros, hacían muchas faltas para robar el balón…

– ¿Cuándo vinieron por última vez? -quiso saber Neuman.

– No lo sé, señor… Hará quince días, tres semanas…

Nelson miraba de reojo el balón que el gigante sujetaba bajo el brazo, era suyo y no tenían otro.

– ¿Cuántos niños había con Simón?

– Tres o cuatro…

– ¿Me los puedes describir?

– Recuerdo a uno alto con un pantalón corto verde… Se hacía llamar Teddy… Luego había otro, más bajito, con una camisa militar.

– ¿Una camisa caqui?

– Sí.

– ¿Qué más?

– Bah…

Los chavales armaban jaleo a su espalda, lanzándose pullas en argot.

– ¿No tenían ninguna señal especial? -insistió Neuman-. Un detalle en la cara, tatuajes…

Nelson se concentró.

– El más bajito -dijo por fin-, el de la camisa militar, tenía una cicatriz en el cuello. Aquí -dijo, señalándose el nacimiento delgaducho de los trapecios-. ¡Una cicatriz con pinta de habérsela cosido él mismo!

Los demás se echaron a reír, dándose palmadas en los muslos y empujándose entre ellos más todavía.

– ¿Nada más? -preguntó Neuman.

– ¡Eh, señor! -se rio a su vez Nelson-. ¡Que no soy una cámara Divis!

Los niños ya sólo tenían ojos para el pedazo de goma espuma. Neuman lo arrojó lejos, por encima de sus cabezas. Los chavales se lanzaron tras él al instante, gritando como si cada uno acabara de marcar un gol.