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Robert Silverberg

La segunda invasión

Ellos eran la segunda oleada invasora. La primera había desaparecido como el agua en la arena. Pero ahora el emperador Saturnino había enviado otra flota al Nuevo Mundo, mucho más grande que la primera, y a ésta le seguirían otras más si así fuese necesario. «Golpearemos sus costas como lo hace el océano y, al final, venceremos.» Eso había declarado el emperador cinco años antes, el día en que las noticias del desastre llegaron a la capital. «Pues Roma misma es también un océano: inmensa, inagotable, inexorable. No podrán resistir nuestro poderío.»

Tito Livio Druso estaba al lado de su padre aquel día, cuando el emperador pronunció su discurso. Tenía entonces dieciocho años; un joven de alta alcurnia de Roma que aún no había encontrado su norte en la vida. Las palabras del emperador despertaron en él una profunda inquietud. Un remoto nuevo mundo a la espera de ser conquistado: ¡continentes enteros sin explorar mucho más allá de las columnas de Hércules, rebosantes de los tesoros de misteriosos pueblos de piel cobriza! Y allí, frente al Senado se erguía la imponente y resplandeciente figura del emperador, magnífico con su túnica de púrpura imperial, pidiendo a gritos con aquella voz suya extraordinariamente atronadora, hombres valerosos para llevar las águilas de las legiones de Roma a aquellos imperios extranjeros.

«Aquí estoy yo —pensaba el joven Druso, concentrando cada átomo de su voluntad en la despejada frente del emperador—. ¡Yo lo haré! ¡Yo soy el hombre! ¡Yo conquistaré México para ti!»

Pero ahora ya habían transcurrido cinco años y el emperador, fiel como siempre a su palabra, había enviado esa segunda expedición, a través de los océanos, hasta el Nuevo Mundo.Y a Druso, que ya no era el iluso muchacho que soñaba con extraños mundos por descubrir, sino un veterano soldado de veintitrés años que empezaba a pensar en el matrimonio y el retiro en una finca en el campo, se le había ofrecido un cometido en el ejército de invasión y había aceptado; con bastante menos entusiasmo del que pudiera haber mostrado antes. El destino de la primera expedición estaba muy presente en su mente. Mientras escrutaba la oscuridad de aquella enigmática orilla que se extendía justo enfrente de ellos, se preguntaba si también él, como tantos valientes romanos lo habían hecho antes, iba a dejar sus huesos en aquella tierra desconocida y muy probablemente hostil.

Faltaba poco para que rompiera el alba, aquel tercer día del nuevo año de 1861. En su tierra, el mes de enero era el más frío del año, de manera que aquella brisa seca y tórrida que soplaba hacia él desde el nuevo continente, se empeñaba en recordarle a Druso que estaba lejos de casa. En aquella época del año, ni siquiera el viento de África era tan cálido como aquél.

Rayos de rosa pálido procedentes de las primeras luces del día empezaban a aparecer por encima de su hombro. En la menguante oscuridad que tenía enfrente, distinguió los contornos umbríos de una orilla inhóspita y pedregosa coronada, en una cercana y pequeña colina, por una maciza construcción blanca de impresionante altura y una sólida y formidable apariencia. El territorio que se extendía hacia el oeste por detrás de ella parecía prácticamente llano y con una masa forestal tan densa que no podía verse signo alguno de asentamiento humano.

—¿Qué te parece esto, Tito? —le preguntó Marco Juniano, que, discretamente, se le había acercado por la cubierta. Era dos años mayor que Druso, un antiguo esclavo de la familia y ahora un liberto. Fuera o no libre, el caso es que había elegido seguir a Druso hasta el Nuevo Mundo. Habían crecido juntos. Aunque uno pertenecía a la antigua nobleza romana y el otro descendía de quinientos años de generaciones de esclavos, estaban tan unidos como hermanos. No es que nadie pudiera tomarlos por tales, ni de lejos, pues Druso era alto y blanco, con el cabello suave y lacio y los finos rasgos de un aristócrata, y poseía un elegante discurso, mientras que Marco Juniano era un individuo moreno, bajo y culón, de nariz chata y un espeso y ensortijado cabello, que hablaba con la entonación propia de su clase y actuaba en consonancia. Pero ellos nunca permitieron que estas diferencias constituyeran una barrera. Entre ambos siempre fueron Tito y Marco, Marco y Tito, amigos, compañeros, hermanos incluso, en todos los sentidos importantes, salvo en uno.

—Creo que se avecina la lucha, Marco. Se masca en el aire. —La verdad es que la misma atmósfera era desagradable: fuerte, acre, con una extraña mezcla especiada que no era grata en absoluto—. ¿Qué crees que es esa gran construcción? ¿Una fortaleza? ¿Un templo?

—Un templo, ¿no te parece? Los nórdicos decían que ésta era una tierra de grandes templos. ¿Y por qué iban a molestarse en fortificar su costa cuando ya está defendida por millares de millas de océano?

Druso asintió con un gesto.

—Buena observación. Sin embargo, no creo que fuera muy inteligente por nuestra parte tratar de desembarcar justo ahí debajo. Ve y dile al capitán que busque un puerto más seguro un par de millas al sur de aquí.

Marco se marchó a dar la orden, Druso se inclinó sobre la borda y se quedó observando la tierra a medida que ésta se iba haciendo más visible. Realmente parecía deshabitada. Grandes grupos de árboles de aspecto desconocido se apiñaban, en hilera, formando un sólido muro negro sin abertura alguna a la vista. Y además estaba aquel templo. Alguien había extraído aquellas rocas y erigido aquella imponente construcción sobre aquel cabo. Alguien, en efecto.

Habían pasado ocho semanas en el mar para llegar hasta allí, el viaje más largo de su vida…, o de la de cualquier otro hasta donde él sabía. En ocho semanas se podía navegar el Gran Mar, el mar Mediterráneo, de un extremo a otro las veces que hiciera falta, desde la costa siria hacia el oeste, hasta las columnas de Hércules en Hispania, y regresar de nuevo a Siria. ¡El Gran Mar! ¡Cuan equivocados estaban los antiguos al haber otorgado al Mediterráneo un nombre tan grandioso! El Gran Mar era un simple charco comparado con el que acababan de cruzar, el vasto mar Océano que separaba los mundos. Había sido un viaje bastante fácil, a través de aguas siempre cálidas, largo y aburrido, pero en ningún aspecto difícil. Izar las velas, dirigir la proa hacia el oeste, coger viento de popa y allá que se fueron; con bastante seguridad. Con el tiempo fueron a parar a un dulce mar azul-esmeralda, salpicado de islas tropicales en las que fue posible reponer provisiones y agua sin que los ingenuos indígenas desnudos ofrecieran ninguna resistencia. A continuación, siguiendo el rumbo, llegaron poco después a lo que era inequívocamente la costa de algún vasto continente, el cual, más allá de toda duda, debía de ser ese México del que les habían hablado los nórdicos.

Contemplándolo ahora, Druso no sintió temor, pues el temor era una emoción que no se consideraba permisible, sino una cierta intuición de…, ¿qué?, se preguntaba. ¿Inquietud? ¿La sensación de que aquella expedición podía no ser una idea especialmente inteligente?

La posibilidad de encontrarse con una fiera resistencia militar no le preocupaba. Hacía casi seiscientos años que los romanos no habían emprendido ninguna batalla importante; no desde que Maximiliano el Grande acabara con los godos y Justiniano aplastara a los rebeldes persas, pero cada una de las siguientes generaciones había anhelado la oportunidad de demostrar que la vieja tradición guerrera aún permanecía viva, y Druso se sentía feliz de que fuera la suya la que, finalmente, tuviera tal oportunidad. Así que lo que tuviera que venir, que viniera pues. Tampoco le preocupaba mucho morir en la batalla. En algún momento tendría que entregar su vida a los dioses y morir por el Imperio siempre se consideraba algo glorioso.

Pero tener una muerte estúpida… Ah, eso era otra cosa.Y había muchas personas en la capital que pensaban que el ansia del emperador Saturnino por convertir el Nuevo Mundo en una provincia romana era la más grande de todas las estupideces. Incluso el más poderoso de los imperios debía admitir sus límites. El emperador Adriano había considerado, hacía mil años, que el Imperio se estaba haciendo demasiado difícil de manejar y, dando la espalda a cualquier otra conquista al este de Mesopotamia, regresó a Roma. Persia, India, Catay y Cipango, más allá de Asia Ultima, donde vivía el pueblo de piel amarilla, habían sido dejados como territorios independientes, aunque vinculados a Roma por tratados comerciales.Y ahora, Saturnino se dirigía en sentido opuesto, hacia el remoto Occidente, con sueños de conquista. Había oído fábulas del oro de México y de otro territorio occidental llamado Perú, y el emperador ansiaba ese oro. Pero ¿podía conquistarse este Nuevo Mundo desde una distancia tan grande? Y ¿podría administrarse una vez conquistado? ¿No sería más inteligente establecer simplemente una alianza mercantil con el pueblo que lo habitaba, y venderles productos de Roma a cambio de su abundante oro? ¿No sería preferible crear nueva prosperidad que reafirmaría al Imperio Occidental frente a su boyante contrapartida oriental? ¿Quién se creía Saturnino que era? ¿Alejandro el Grande? Incluso Alejandro había regresado, finalmente, de la conquista de tierras lejanas, después de alcanzar las fronteras de la India.