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Mis viejos amigos, los grandes árboles, las encinas y hayas, estaban 'caídos en tierra; estos príncipes, reyes de la naturaleza, se pudrían como cadáveres de viles animales. Otros, heridos por el rayo, perdían su corteza. Aún conservaban algunos vestigios de juventud, pero ninguno tenía su pasada magnificencia.

Lo que me parecía más extraño es que ya no hubiese sombra en el bosque de Chapliguina. Estos nuevos titanes, víctimas de la cólera celeste, me llenaban de compasión. Hasta les atribuía sentimientos. Repentinamente acudieron a mi memoria los siguientes versos de Kaltsof: Di qué te has hecho, voz ideal, fuerza orgullosa, virtud real.

¿Adónde ha ido, hacia qué nube, tu fuerte savia que siempre sube?

—¿Cómo —pregunté a Ardalion— no se cortaron estos árboles en 1841 o 1842? Han perdido ahora la mitad de su valor.

—Debiera usted haberle hecho esta observación a mi tía —me respondió—. Muchas veces le ofrecieron comprarle esta madera, pero rehusó siempre.

—"¡Mein Gott, mein Gott!" —exclamaba el alemán—. mán—. ¡Qué lástima! ¡Qué pena!

Explicó el joven teutón, en un lenguaje más o menos incomprensible, todo el sentimiento que le inspiraban los árboles muertos. Por lo que toca al "déciatski", su indiferencia era absoluta, y se divertía en escalar los viejos troncos agusanados. íbamos a llegar al sitio donde se hacía la corta, cuando se levantaron gritos y cruzaron confusos rumores. Un joven, de pronto, pálido, el traje deshecho, salió de la espesura, a pocos pasos de nosotros.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Milkailych—. ¿Adónde corres así?

—¡Ah, señor, qué cosa más espantosa!

—Pero ¿qué pasa? ¡Habla, pues!

—El árbol, mi amo, el árbol aplastó a Máximo.

—¿Cómo?... ¿El capataz, el adjudicatario de los trabajos?...

—Sí, padre; estábamos ocupados en cortar un fresno. Máximo nos observaba y nos exhortaba, cuando la sed le hizo acercarse al pozo. En ese momento mismo el árbol cedió, le gritamos al capataz para que se apartase, pero ya era tarde. Dios sabe por qué cayó el árbol con tanta rapidez.

—¿Murió enseguida?

—No, padre; pero tiene las piernas y los brazos quebrados. Corro a llamar al médico Selivestrich.

Ardalion le ordenó que volase a la ciudad y volviese con un médico.

En el sitio referido hallamos al pobre Máximo en tierra; le rodeaban algunos campesinos. No se quejaba, pero no era difícil advertir la dificultad de su respiración. En sus ojos había una mirada de asombro, un rictus en sus labios amoratados. La penumbra de un tilo envolvía su cara con cierto tinte mortuorio. Pudo, al fin, reconocer a Ardalion. Penosamente habló — ¡Ah, padre!... Enviad a buscar al sacerdote. Dios me ha castigado... Hoy domingo trabajé con mis hombres. Por eso estoy castigado. No tengo ni brazos ni piernas... Veo venir la muerte... Si me queda dinero, que se lo den a mi mujer, después de pagar mis deudas. Siento que todo ha concluido, perdonadme.

—Dios te perdona —dijeron los campesinos mientras el moribundo se agitaba convulsivamente.

Hizo un esfuerzo y recayó.

—No hay que dejarle morir —observó Ardalion—. Que tomen la estera del carro y le lleven al hospital.

—Ayer —murmuró el moribundo— di el dinero a Jéfime..., para la compra de un caballo; hay que dar el caballo a mi heredera...

Se le prometió que así se haría.

La muerte se lo llevaba, sus miembros se encogieron, después pareció encogerse.

—Ha muerto —dijeron algunos campesinos.

Silenciosamente nos apartamos y salimos al campo.

La muerte del pobre capataz me hizo, reflexionar.

Tiene el campesino ruso una manera característica de morir. No puede decirse que sea indiferencia en el momento supremo, y, sin embargo, el campesino encara la muerte como un simple trámite, como una formalidad inevitable.

Hace algunos años, un campesino hubo de morir quemado en el incendio de una granja. Un burgués le salvó de morir allí. Fui a verle en su cabaña. Todo era sombrío y el aire viciado, malsano.

—¿Dónde está el enfermo? —pregunté.

—Aquí, padre —me dijo una vieja campesina con la cantilena común a las mujeres afligidas.

Me acerqué al paciente; estaba cubierto con su manta y respiraba con dificultad.

—Y bien, hermano, ¿cómo va eso?

Al oírme, el enfermo ensayó un movimiento, aunque sus numerosas llagas le ocasionaban sufrimientos horribles.

—No te muevas — le dije—. ¿Cómo te encuentras?

—Muy mal, como veis; en artículo de la muerte.

—¿No deseas nada?

Silencio.

—¿Necesitas té?

—No, gracias.

Me aparté; me senté en un banco.

Allí estuve una hora en medio del silencio de la "isba". En un ángulo, detrás de una mesa, y bajo el sitio de los iconos, había una chicuela de cinco años, más o menos. Mordisqueaba una corteza de pan.

En el primer cuarto la cuñada del paciente picaba repollos para la provisión de invierno. — ¡Eh, Auxinia! —llamó el moribundo. —¿Qué?

—Dame "kwass".

Se lo llevó la campesina y todo volvió al silencio. —¿Le administraron los sacramentos? —aventuré a media voz.

—Sí, amo, antes de que llegarais.

—Vamos —dije—, todo está arreglado; el enfermo aguarda la muerte, no espera otra cosa.

Salí de la "isba", cuyo olor me sofocaba.

Otra vez se me ocurrió ir a casa de un llamado Kapitan, cirujano en el hospital de Krasnagorié, que había sido con frecuencia mi compañero de caza.

Dicho hospital estaba establecido en un ala del antiguo castillo señorial. Su fundadora fue la señora del lugar. Había reglamentado todo, hasta los menores detalles del establecimiento, y hecho inscribir encima de la puerta: "Hospital de Krasnagorié". Un elegante libro estaba destinado a registrar los nombres de los enfermos. En la primera página, uno de los numerosos parásitos que vivían al abrigo de la caritativa señora, había escrito los versos que siguen: En tan lindo paraje, donde reina alegría, alzaron este templo la belleza y la fe; admirad, habitantes de Krasnagorié, de los señores vuestros la tierna simpatía.