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Robert Silverberg

Una avanzada del reino

Reconoces a tu enemigo en cuanto lo ves. Yo vi al mío una brillante mañana primaveral de hace casi un año, cuando me había bajado hasta el Gran Canal para disfrutar de la brisa, como solía hacerlo todas las mañanas. Una flotilla de adornadas gabarras romanas navegaba por las aguas, avanzando a empellones entre nuestras góndolas, como si éstas no fueran más que desechos flotantes. En la proa de la primera barcaza estaba apostado un joven procónsul imperial, robusto y de oscuras barbas, que sonreía al sol de la mañana y lo miraba todo como si fuera algún nuevo Alejandro tomando posesión de su último dominio conquistado.

Yo me hallaba observando desde los escalones del pequeño templo de Apolo, justo al lado del Rialto. La barcaza del procónsul llevaba tres grandes mástiles, en los que ondeaba el estandarte del águila. Eran demasiado altos para pasar por allí y, por alguna razón, el puente levadizo tardaba en abrirse. Al echar un vistazo con impaciencia a su alrededor, su mirada me alcanzó, y sus ojos brillantes e insolentes se encontraron con los míos. Allí se quedaron posados un momento, tranquila y presuntuosamente. A continuación, me hizo un guiño y, ahuecando las manos delante de su boca, me dijo algo que no pude entender.

—¿Qué? —pregunté yo, automáticamente hablando en griego.

—¡Falco! ¡Quinto Pompeyo Falco!

En ese momento, el puente se abrió, su barcaza pasó y desapareció rápidamente por el canal. Su destino, como pronto me enteraría, era el Palacio Ducal, en la Gran Plaza, adonde se dirigía para establecer su residencia en la casa donde antes viviera la princesa de Venecia.

Levanté la vista hacia Sofía, mi doncella.

—¿Le has oído? —pregunté—. ¿Qué es lo que ha dicho?

—Su nombre, señora. El es Pompeyo Falco, nuestro nuevo señor.

—Ya, claro. Nuestro nuevo señor.

¡Cómo le odié en aquel primer momento! Aquel muchacho italiano, de rostro velludo y aliento que huele a ajo, entrando arrogantemente en nuestra serena y encantadora ciudad para ser nuestro señor…, ¿cómo podía no odiarle? Algún soldado raso de Neápolis o Calabria aupado desde su mugriento entorno para convertirse en procónsul deVenecia como recompensa, sin duda, a su sed de sangre en el campo de batalla. Ahora sería él quien llenaría nuestros oídos con sus chirriantes groserías latinas y profanaría la elegancia de nuestros banquetes con sus bastos modales romanos… Lo odié a primera vista. Me sentí ensuciada por la mirada fría y despreocupada que posó en mí en aquel momento antes de que su barcaza pasara bajo el puente levadizo. ¡Quinto Pompeyo Falco! ¿Qué era lo que aquel feo nombre podía significar para mí? ¿Una dama de alta cuna de Venecia, bizantina hasta la médula, cuyos ancestros se remontaban hasta la princesa de Constantinopla y que se había mezclado desde su infancia con los grandes del mundo griego?

Que estuvieran allí los romanos no era ninguna sorpresa. Durante meses, yo había sentido cómo el Imperio se filtraba en nuestra ciudad, de la misma forma en que las mareas del implacable mar se deslizan en nuestra apacible laguna dejando atrás las defensas de nuestras islas. Así son las cosas en Venecia: nos protegemos lo mejor que podemos del mar, pero cuando llegan las tormentas, lo dominan todo, subiendo las mareas y anegándonos. No existe mar más poderoso en el mundo que el Imperio de Roma; y ahora, al fin, estaba a punto de barrernos.

Después de todo, éramos una estirpe derrotada. Cinco, ocho, diez años habían pasado ya desde que el basileo León XI y el emperador Flavio Rómulo firmaran el Tratado de Rávena, por el que los imperios Occidental y Oriental quedaban reunificados bajo gobierno romano, y todo quedara como hacía tantos siglos, en la época de los primeros cesares. El gran momento griego se había acabado. Tuvimos nuestra época de gloria, doscientos años de hecho, pero al fin, los romanos se habían impuesto. Una región después de otra, todo el mundo independiente bizantino había vuelto a manos romanas, y ahora llegaba nuestro turno de ser tragados. Venecia, la avanzadilla occidental del reino caído. Las barcazas romanas navegaban por nuestros canales. Un procónsul romano había llegado allí para vivir en el Palacio Ducal. Los soldados romanos se pavoneaban por nuestras calles. Cincuenta años de sangrienta guerra civil, doscientos de supremacía griega después, y ahora todo había pasado a la historia. Ni siquiera teníamos un emperador propio. Durante mil años, desde la época de Constantino, nosotros, los del este, lo habíamos tenido. Pero ahora debíamos doblegarnos ante los cesares como lo hicimos en épocas antiguas. ¿Hay que sorprenderse de que odiara a aquel hombre de César al primer golpe de vista cuando, arrogantemente, hizo su entrada en nuestra conquistada, pero no humillada ciudad?

Al principio casi nada cambió. No reconsagraron el templo de Zeus como templo de Júpiter. Nuestras bonitas monedas bizantinas, nuestros solidi y miliaresia, continuaron en circulación, aunque supongo que ahora convivirían áureos y sestercios entre ellos. Hablábamos la lengua que siempre habíamos hablado. Los documentos oficiales ahora llevaban fecha romana —era el año 2206—, en lugar de la numeración griega, que se iniciaba con la fundación de Constantinopla. Pero ¿quién de entre los nuestros prestaba atención a los documentos oficiales? En lo que a nosotros respectaba, aún estábamos en el año 1123.

De vez en cuando, veíamos funcionarios romanos en la plaza, en las tiendas del Rialto o desplazándose en góndolas oficiales a lo largo de los principales canales, pero eran pocos en número y parecían procurar no entrometerse en nuestras vidas. Los grandes hombres de la ciudad, los miembros de la antigua clase patricia cuyos rangos habían sido establecidos por los dux en su momento, se mostraban con su acostumbrada pompa y majestad. Naturalmente, no había dux, pero no lo había habido durante un largo período.

Mi propia existencia seguía como hasta entonces. Como hija de Alexios Phokas y viuda de Heraclio Cantacuzeno, yo tenía riqueza y privilegios. Mi palacio en el Gran Canal era lugar de encuentro para personas de abolengo y cultura. Mis propiedades al este, en la cálida y dorada Istria, producían con generosidad higos, aceitunas, avena y trigo, y constituían para mí un lugar de esparcimiento cuando me hastiaba de los húmedos encantos de Venecia. Por mucho que ame la ciudad, sus fríos y húmedos inviernos y los sofocantes y miasmáticos veranos, resultan una verdadera carga para mi espíritu y debo escapar de ellos cuando llegan estas estaciones.

Tenía mis amantes y mis pretendientes, que no eran necesariamente los mismos hombres. En general, se asumía que volvería a casarme: todavía estaba en los treinta, no tenía hijos, tenía fortuna, era muy aclamada por mi belleza y pertenecía a una noble familia con estrechos vínculos con la dinastía imperial bizantina. Sin embargo, aunque mi tiempo de luto había terminado, no tenía prisa por encontrar un nuevo marido. Era demasiado joven cuando me casé con Heraclio y tenía una experiencia insuficiente en el mundo. El accidente que me había privado de mi esposo tan pronto, me dio la oportunidad de subsanar mi inocencia pasada, y eso fue lo que hice. Al igual que Penélope, me rodeé de pretendientes que con gusto habrían tomado a una hija de los Phokas como esposa, por viuda que fuera. Mientras estos prohombres ambiciosos (la mayoría de ellos diez años mayores que yo o más), zumbaban a mi alrededor trayéndome regalos y murmurándome promesas, yo me divertía con una sucesión de caballeros menos distinguidos, pero con más bríos (gondoleros, mozos de cuadra, músicos, uno o dos soldados), con el objeto de ampliar mis conocimientos sobre la vida.

Supongo que, tarde o temprano, era inevitable que me encontrase con el procónsul romano. Venecia es una pequeña ciudad y le convenía congraciarse con la aristocracia local. Por nuestra parte, estábamos obligados a ser corteses con él. Entre los romanos, todos los provechos y favores fluían hacia abajo desde lo alto y él era el hombre del emperador en Venecia. Cuando las tierras, los rangos militares y los cargos municipales lucrativos estuvieran disponibles, era Quinto Pompeyo Falco quien los asignaría y él podía, si ése fuera su deseo, ignorar a los que antes fueron poderosos en la ciudad y elegir a otros nuevos hombres a los que favorecer. Por eso correspondía, a todos aquellos que fueron poderosos bajo el gobierno caído, lisonjearle si es que querían mantener su elevada posición. Falco tenía sus pretendientes como yo tenía los míos. En las festividades, podía vérsele en el templo de Zeus, rodeado por señores venecianos que le adulaban como si fuera el mismo Zeus de visita. Ocupaba el lugar de honor en muchos banquetes; se le invitaba a ir de cacería a las haciendas de los grandes nobles. A menudo, cuando las barcazas de los hombres acaudalados navegaban por nuestros canales, Pompeyo Falco estaba entre ellos, en cubierta, riendo, bebiendo vino y aceptando los halagos de sus anfitriones.