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– Seguro que triunfará…

– Y es guapísimo -dijo arrobada la hija de uno de los miembros de la junta.

– Billy, cántanos «Be There When I Awake».

La petición suscitó una espontánea ovación.

Moviendo suavemente los dedos por el mástil de su guitarra, Billy empezó a cantar: «I know what I want… I know what I need».

Debe de ser su último éxito, pensó Sterling.

Suena muy bien, incluso para mis trasnochados oídos.

Gracias a la música, el ambiente se relajó un poco. Los invitados empezaron a participar activamente en la fiesta: los vinos eran excelentes, la comida espectacular.

A eso de las siete y cuarto, los hermanos Badgett estaban radiantes. La fiesta estaba siendo un éxito. Y ellos triunfaban.

En un momento dado, Junior cogió el micrófono y se aclaró la voz.

– Quiero darles a todos la bienvenida; mi hermano y yo esperamos que lo estén pasando muy bien. Es un placer tenerlos como invitados en esta casa, y nos causa una grandísima felicidad haberles dado el dinero, quiero decir, haber hecho donación del dinero para la nueva ala del hogar de jubilados que recibirá el nombre de Mama Heddy-Anna, para celebrar el ochenta y cinco cumpleaños de nuestra querida madre. Y ahora, gracias al milagro del satélite, desde el histórico pueblo de Kizkek donde nos criamos mi hermano y yo, nuestra madre aparecerá en la pantalla. Mamá se quedó levantada hasta muy tarde porque se siente muy honrada.

Ahora, les pido a todos que canten con nosotros el «Cumpleaños feliz». Nuestros maravillosos Billy Campbell y su madre, Nor Kelly, nos darán el tono.

Hubo algunos aplausos aislados. Sacaron la tarta sobre un carrito, con las velas ya encendidas.

La pantalla de tres metros descendió del techo, y al momento la cara avinagrada de Mama Heddy Anna ocupó todo el espacio.

Estaba sentada en su mecedora, sorbiendo una copita de grappa.

Eddie se echó a llorar. Junior mandó besos a la pantalla mientras los invitados cantaban obedientes el «Cumpleaños feliz» en valonio, guiándose por unas partituras marcadas fonéticamente.

Con los carrillos hinchados como dos globos rojos, Mama sopló las velas del pastel que sus hijos le habían mandado en vuelo chárter a Valonia. Fue ahí cuando quedó en evidencia que la anciana había ocupado sus horas de vigilia bebiendo más de la cuenta. En un inglés chapurreado empezó a insultar, a quejarse en voz alta de que sus hijos no iban a verla nunca y de que no se encontraba nada bien.

Junior bajó rápidamente el volumen, pero no antes de que ella gritara:

– ¿Qué canalladas estaréis haciendo, que no podéis venir a ver a vuestra madre antes de que muera? En todos estos años, no lo habéis hecho ni una sola vez.

Billy y Nor arrancaron inmediatamente con otra vigorosa ronda de «Cumpleaños feliz». Esta vez, sin embargo, nadie careó, y la retransmisión se cerró con la impagable imagen de la Mama haciéndoles carantoñas a sus retoños y a los invitados, mientras le daba un ataque de hipo.

La risa de Jewel sonó como un trino agudísimo.

– ¿Verdad que tiene un gran sentido del humor? Es que me encanta.

Junior la hizo a un lado y salió en tromba de la sala. Eddie le siguió los pasos.

– Esto es una catástrofe -le susurró Nor a Billy-. ¿Qué hacemos? Nos habían dicho que cantáramos «Es una chica excelente» mientras los invitados comían la tarta.

– Y luego el popurrí de canciones sobre madres, empezando con aquella de «I always loved my mama, she's my favourite girl…».

– Será mejor que vayamos a preguntar qué quieren que hagamos. No quiero arriesgarme a suponer nada -dijo Nor, mirando las caras de pasmo de los invitados que había en la sala.

Mientras se apresuraba a seguir a Nor y Billy, Sterling presintió que la cosa iba a acabar mal. Junior y Eddie estaban entrando en una habitación que había al fondo del pasillo.

Billy y Nor corrieron para darles alcance, y Billy llamó a la puerta que se acababa de cerrar. Al no obtener respuesta, él y Nor se miraron.

– Vamos a ver qué pasa -susurró Nor.

¿Por qué no os marcháis?, pensó Sterling angustiado, pero sabía que era un año demasiado tarde para eso.

Billy giró el tirador y abrió la puerta con cautela. Entraron a lo que parecía ser una pequeña sala de recepción: estaba vacía.

– Aquí no hay nadie -dijo Nor en voz baja, y señaló hacia otra dependencia que podía verse a través de una puerta entornada-. Quizá sería mejor…

– Espera. Están escuchando el contestador automático.

Una voz electrónica anunció: «Tiene usted un mensaje nuevo».

Nor y Billy dudaron, sin saber si aguardar o marcharse, pero el mensaje que pudieron oír los dejó de una pieza.

Era un ruego de alguien que parecía desesperado, un hombre que imploraba una «próroga» para devolver el dinero que le habían prestado.

El contestador hizo clic y se desconectó, y entonces oyeron a Junior gritar:

– No hay prórrogas que valgan, amigo. Eddie, manos a la obra. Di a los chicos que le peguen fuego a ese apestoso almacén, y que sea ahora mismo. No quiero que mañana siga en pie.

– Tranquilo, no quedarán ni las cenizas -dijo Eddie en un tono mucho más alegre, corno si ya no se acordara de su mamá.

Billy se llevó un dedo a los labios. Con mucho sigilo, él y Nor salieron de la habitación y apresuraron el paso…

– Recojamos nuestras cosas -dijo Billy-. Nos largamos de aquí.

En lo que no se fijaron, pero sí Sterling, fue en que Charlie Santoli, que estaba al otro extremo del pasillo, los había visto salir del despacho.

La sala de espera estaba repleta de recién llegados que trataban de adaptarse al nuevo entorno. El ángel había recibido orden de colgar un enorme rótulo de NO MOLESTAR en la puerta de la sala de conferencias. Había ocurrido varias veces que ciertos altos ejecutivos, nada habituados a esperar, habían exigido una entrevista cuando el ángel les daba la espalda.

En la sala, el Consejo Celestial estaba siguiendo las actividades de Sterling con gran interés.

– ¿Os habéis fijado en lo triste que parecía cuando Marissa ni siquiera notó su presencia en el restaurante? -dijo la monja-. El pobre estaba muy afligido.

– Era una de las primeras lecciones que queríamos que aprendiese -afirmó el monje-. Durante su vida, muchas personas le pasaron desapercibidas, demasiadas. Las miraba sin verlas.

– ¿Os parece que Heddy- Anna aparecerá pronto por nuestra sala de espera?, -preguntó el pastor. Les ha dicho a sus hijos que se estaba muriendo.

La enfermera sonrió:

– Ha utilizado un truco de manual para hacer que sus hijos vayan a verla. Está fuerte como un toro.

– Pues no me gustaría vérmelas con ella en el ruedo -comentó irónico el torero.

– Ese abogado está en un verdadero apuro -dijo la santa que le había recordado a Pocahontas-. A menos que tome una decisión drástica, cuando le llegue la hora no va a poder hablar con nosotros.

– El pobre Hans Kramer está desesperado -observó la monja-. Los hermanos Badgett no tienen piedad.

– Su sitio está en el calabozo -sentenció el almirante.

– ¿Lo habéis oído? -dijo la reina, perpleja-. Van a prender fuego al almacén de ese pobre hombre.

Los santos se quedaron callados y reflexionaron tristemente sobre la inhumanidad del hombre para con el hombre.

Los asistentes corrieron frenéticamente a entregar los coches a los invitados que salían en tromba de la casa. Sterling se apoyó en un pilar del porche, empeñado en oír las reacciones de los que partían.

– ¡Qué espectáculo!

– Que les devuelvan el dinero. Ya pondré yo los dos millones de esa ala -dijo una señora mayor.

– Me ha recordado la película Tira a mamá del tren. Es lo que esos dos están pensando ahora mismo, me juego algo -dijo con sorna el marido de una miembro de la junta.

– Al menos la comida era buena -terció alguien.