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– Parece como si llevaras todo el peso del mundo sobre los hombros, Sterling -observó el monje.

– Es la sensación que tengo, señor -concedió Sterling-. Como sabéis, los acontecimientos de la semana pasada se precipitaron después del incendio en el coche. La policía y el FBI convencieron a Nor y Billy de que era necesario que estuvieran bajo custodia preventiva hasta el juicio contra los hermanos Badgett. Se esperaba que el proceso tuviera lugar en un plazo relativamente corto.

– Todos sabemos que eso no será así -dijo el pastor.

– ¿Tienes un plan de acción? -preguntó imperiosamente el almirante.

– Sí, señor. Quisiera pasar por este año terrenal lo más rápido posible. Estoy impaciente por llegar al punto en donde conocí a Marissa y empezar a hacer algo para ayudarla. Hasta entonces tengo las manos atadas. Solo que me gustaría tener alguna que otra pista sobre lo que necesitaré saber a fin de que Marissa pueda reunirse felizmente con su padre y su abuela.

– Entonces ¿no quieres pasar otro año entero en la tierra? -A la reina pareció divertirle eso.

– Pues no -le dijo Sterling, con voz solemne-. Mi época terrenal ha quedado atrás. Anhelo ayudar a Marissa. Se despidió de Billy y de Nor hace solo unos días, y ya está desconsolada.

– Lo sabemos -dijo suavemente la enfermera.

– Cuéntanos tu plan -propuso el santo indio.

– Tener la libertad de recorrer el año lo más rápido que me parezca necesario, y la facultad de poder trasladarme de sitio en sitio con solo que lo solicite al Consejo.

– ¿A quién tienes pensado visitar? -dijo el torero.

– Para empezar, a Mama Heddy- Anna.

Los del Consejo le miraron atónitos.

– Allá tú -dijo el monje.

– Mama Heddy- Anna ha tenido que soportar muchas cosas -murmuró la monja.

– El día que aparezca por aquí será sonado -terció el almirante-. Yo mandé muchos barcos en combate, pero reconozco que esa mujer podría convertirme en un cobarde.

Todos rieron. El monje alzó la mano con la palma hacia fuera.

– Ve, Sterling. Haz lo que sea necesario. Tienes todo nuestro apoyo.

– Gracias, señor. -Sterling miró de uno en uno a los miembros del Consejo y luego volvió la cabeza hacia la ventana celestial. Las puertas estaban tan cerca que casi creyó poder tocarlas con la mano.

– Ponte en camino, Sterling -dijo el monje con tono bondadoso-. ¿Dónde quieres que te dejemos?

– En Valonia.

– A cada uno lo suyo -dijo el monje, y pulsó el botón.

Nevaba ligeramente, el viento era frío, y la aldea de Kizkek parecía no haber cambiado en un millar de años. Estaba situada en un vallecito, al pie de unos montes nevados que formaban como un escudo contra el mundo exterior.

Sterling se sorprendió en una calle estrecha a las afueras de la aldea. Al ver aproximarse un carro tirado por un burro, se hizo a un lado. Entonces miró la cara del carretero: ¡era Mama Heddy- Anna en persona, y acarreaba un montón de leña!

Siguió el carro por el exterior de la casa hasta el patio de atrás. Ella se detuvo al llegar allí, se apeó de un salto, ató el burro a una estaca y empezó a descargar, apilando vigorosamente los leños contra la casa.

Una vez vacío el carro, des enganchó el burro y lo metió en una zona vallada del patio.

Pasmado, Sterling entró detrás de Heddy- Anna en la casita de piedra. Parecía consistir en una sola habitación grande, construida alrededor de un hogar central. Una marmita que colgaba sobre la brasa despedía un delicioso aroma a estofado de carne.

En la parte dedicada a cocina había una mesa y unos bancos de madera. La mecedora estaba orientada hacia el televisor, que contrastaba, y de qué manera, con el entorno. Otro par de butacas muy gastadas, una alfombra raída y un maltrecho armarito de madera completaban la decoración.

Las paredes estaban cubiertas de fotografías de los hijos de Heddy- Anna y de su marido el preso.

La repisa de la chimenea contenía figuras enmarcadas de varios santos, sin duda los favoritos de Mama.

Mientras ella se despojaba de su parka y de su gruesa bufanda, Sterling subió arriba por la angosta escalera. Había allí dos pequeños dormitorios y un cuarto de baño minúsculo. Una de las habitaciones era obviamente la de Mama. En la otra había dos pequeñas camas contiguas; sin duda, cuando eran niños Eddie y Junior habían descansado allí sus inocentes cabecitas, dedujo Sterling. Nada que ver con la vistosa mansión que ahora tenían en Long Island.

Sobre las camas había sendas pilas de ropa de marca, todavía con las etiquetas puestas. Tenían que ser regalos de los hijos ausentes, cosas que su madre consideraba absolutamente inútiles.

Sterling percibió a lo lejos el sonido de un teléfono y bajó a toda prisa, dándose cuenta entonces de que el Consejo Celestial le había otorgado un poder que no había pensado en utilizar. Jamás pensé que un día entendería el valonio, pensó, mientras oía a Mama decirle a una amiga suya que trajera algo más de vino. Por lo visto iban a ser diez a comer y ella no quería quedarse corta. Estupendo, pensó Sterling. Vamos a tener compañía. Es la mejor manera de averiguar cómo es Heddy- Anna en realidad. Entonces se percató: ella estaba hablando por un teléfono mural cerca de los fogones. Junto al aparato, donde mucha gente tiene los teléfonos de urgencia, había una pizarra con una lista numerada.

Será la lista de la compra, pensó, pero luego vio lo que estaba escrito en la pizarra.

ACHAQUES Y DOLORES

Sterling revisó rápidamente la lista:

1. Pies hinchados.

2. Punzadas en el corazón.

3. Gases.

4. Mareos.

5. He vomitado dos veces.

6. La comida no me sabe a nada.

7. Tienen que operarme.

8. Ansiedad.

9. Un ojo no se me cierra.

10. Dolor de espalda.

11. Encías inflamadas.

Ya lo he visto todo, pensó Sterling, al advertir que al lado de cada achaque había anotaciones con las fechas de las llamadas telefónicas de sus hijos desde América. Mama es una experta en esto, pensó: nunca usa dos veces seguidas la misma queja.

Mama Heddy- Anna había colgado el teléfono y estaba de pie a su lado, examinando la lista con una sonrisa satisfecha. Luego, con la energía de un sargento de instrucción, empezó a lanzar platos, vasos y cubiertos a la mesa.

Unos minutos después, sus amistades empezaron a llegar. Ella los fue recibiendo entre abrazos de oso.

Mama había dicho que serían diez. Son todos muy puntuales, observó Sterling. El décimo invitado era el que traía más vino.

Todos parecían tener más de setenta años, por no decir ochenta, y estaba claro que habían pasado la mayor parte de su vida a la intemperie. Su piel curtida y sus manos callosas eran el testimonio de una vida de duro trabajo físico, pero sus risas y su compañerismo no se diferenciaban en nada de los grupos de amigos que Sterling había observado en el King Cole de Manhattan, o en Nor's Place.

Mama Heddy- Anna sacó del horno una humeante hogaza de pan y sirvió el estofado. Llenaron los vasos de vino. Todo el mundo se sentó a la mesa. Sonoras carcajadas seguían al intercambio de anécdotas y chascarrillos sobre otros habitantes de la aldea, o sobre excursiones que habían disfrutado juntos. La semana anterior había habido un baile en la sala de la iglesia, y Heddy- Anna había bailado la danza popular valonia encima de una mesa.

– Tengo intención de hacer lo mismo en el monasterio cuando lo inauguren como hotel el día de Año Nuevo -anunció Mama Heddy- Anna.

– Yo fui hasta allí esquiando el otro día y estuve echando un vistazo -dijo el benjamín del grupo, un septuagenario recio-. No sabéis lo bonito que es. Ha estado cerrado durante veinte años, desde que se fue el último monje. Es bonito verlo todo tan arreglado.