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– Apaga la tele, Charlie -ordenó Marge.

Clic. Sterling sonrió para sus adentro s recordando el comentario que había hecho la reina, que era Marge quien llevaba los pantalones en la casa.

Vio que ambos empezaban a relajarse. Han entendido que no les quiero hacer ningún daño, pensó.

Es hora de que explique por qué estoy aquí.

– Ya conoces a Nor Kelly y Billy Campbell, Charlie -empezó a decir-. Y sabes que están acogidos al Programa de Protección de Testigos.

Charlie asintió.

– He sido enviado para ayudar a la hija de Billy, Marissa, que desea estar de nuevo con su padre y su abuela. A tal fin, es preciso retirar la amenaza que pende sobre ellos.

– Junior y Eddie -dijo Charlie.

– ¡Esos dos! -exclamó ella con desdén.

– Mientras investigaba la mejor manera de velar por la seguridad de Nor y Billy, me di cuenta de que tú también corres un grave peligro.

Marge cogió la mano de Charlie.

– Teniendo en cuenta todos los factores, he llegado a la conclusión de que la manera más efectiva de resolver el problema es hacer que los Badgett vuelvan a Valonia, donde serán encarcelados para el resto de sus días.

– Y espero que tiren la llave a la basura -declaró Marge-. Esos hermanos son de la peor calaña.

Charlie, abogado hasta la médula, dijo:

– Ya le digo yo que esos dos no pisarán jamás suelo valonio.

– ¿Ni siquiera por su madre? -preguntó Sterling.

– Hace casi quince años que se lamentan de no poder ir a verla, pero jamás le han hecho una visita -dijo Charlie.

– Tengo un plan que podría llevarlos al lado de Heddy- Anna -explicó Sterling.

Súbitamente esperanzados, Charlie y Marge le escucharon con gran atención.

A la mañana siguiente, el agente del FBI Rich Meyers llegó a casa de Charlie y Marge Santoli acompañado de su ayudante, el agente Hank Schell. Vestidos de operarios, entraron con maletines de herramientas que contenían un equipo de grabación.

Se sentaron a la mesa de la cocina con los Santoli mientras Schell se ocupaba de instalar y probar el micrófono.

Charlie había telefoneado a Meyers la noche anterior.y el agente le había aconsejado que pidiera asesoría legal antes de hacer cualquier tipo de revelación incriminatoria.

Charlie había desdeñado su sugerencia. Tengo algo mucho mejor que un abogado, pensó. Cuento con Sterling.

– ¿Listo, señor Santoli? -preguntó Meyers.

– Sí. Me llamo Charlie Santoli…

Durante una hora entera, Charlie explicó su relación con los hermanos Badgett, empezando por sus empresas legales y detallando después todo cuanto sabía de sus actividades delictivas. Concluyó diciendo que, en su opinión, el gobierno nunca podría condenar a Junior y Eddie por el incendio del almacén de Kramer, y que Nor Kelly y Billy Campbell siempre estarían en peligro, tanto si se los protegía como si no.

Meyers escuchó impasible.

Charlie tomó aire:

– Cuando escuche lo que le vaya proponer, pensará que necesito medicación, no ayuda legal, pero como mínimo escuche hasta que haya terminado.

Sterling le guiñó un ojo a Charlie.

Con una sonrisa escueta, Charlie expuso el plan que Sterling le había explicado brevemente la noche anterior. De vez en cuando desviaba la vista hacia Sterling en busca de aprobación, y este le dedicaba un gesto de aliento.

La primera reacción de Meyers -«¿Que quiere hacer qué?»- fue cambiando a un reacio «No es del todo imposible», hasta que finalmente declaró:

– Hemos invertido miles de horas tratando de cazar a esos dos y no hemos conseguido nada. Pero si los meten en prisión para siempre, todos sus negocios sucios se vendrán abajo.

– Es lo que yo digo -le confirmó Charlie-. Aquí llevaría años condenarlos, e incluso en la cárcel seguirían siendo un peligro. Pero una vez encarcelados en la otra punta del mundo, esos matones suyos ya no tendrían nada que hacer.

Terminada la grabación, los dos agentes se levantaron y Meyers dijo:

– Bien, tendré que hablar con los jefes acerca de todo esto. Me pondré en contacto con usted dentro de un par de horas.

– Me encontrará aquí -dijo Charlie-. Mi oficina está cerrada durante las fiestas.

Cuando Meyers y Schell se fueron, Marge comentó:

– Lo peor de todo es esperar, ¿verdad?

Sterling pensó en sus cuarenta y seis años de espera celestial.

– Estoy totalmente de acuerdo contigo -dijo-. Con un poco de suerte, la espera acabará pronto para todos nosotros.

A la una, Rich Meyers telefoneó.

– De acuerdo. Si usted hace su parte, nosotros nos ocuparemos de todo lo demás.

– Por Navidad, las tiendas se ponen imposibles -suspiró Jewel mientras la limusina cruzaba las puertas de la finca Badgett a las tres de la tarde-. Pero ¿no os gusta eso de ir al centro comercial y ver a todo el mundo ajetreado con las compras de última hora?

– A mí me pone de los nervios -dijo Junior-. No sé cómo me he dejado convencer para ir contigo.

– Ni yo -careó Eddie-. Eso de comer en un self-service no me va. Había tanto ruido que no podía ni oírme pensar.

– Bah, de todos modos tú no piensas -cortó Junior.

– Qué gracioso -gruñó Eddie-. Todos dicen que he salido a ti.

– Pero hemos comprado cosas muy chulas -dijo alegremente Jewel-. Esos jerséis de esquiar que te he regalado son una monada. Lástima que no salimos nunca, y que en Long Island no hay mucho donde esquiar. -Se encogió de hombros-. Bueno. ¿Qué se le va a hacer?

Una vez dentro de la casa, Jewel fue directamente al salón para conectar las luces del árbol.

– La verdad, no me gustan demasiado esas luces moradas -murmuró mientras se agachaba, cable en mano, buscando el enchufe.

Junior estaba junto a la ventana.

– ¿Has invitado a alguno de esos idiotas amigos tuyos? Hay un coche en la verja.

– Oye, mis amigos no son idiotas, y además, no, están todos de compras.

Sonó el interfono. Eddie se acercó al panel de seguridad y pulsó un botón:

– ¿Quién es?

– Charlie. Y vengo con mi mujer. ¿Podemos subir unos minutos?

Eddie puso los ojos en blanco.

– Sí. Supongo.

– ¿Para qué diablos trae a Marge? -preguntó Junior enfadado.

– Son las fiestas -les recordó Jewel-. La gente va a visitar a los amigos. Nada más. Un simple gesto de simpatía. Y de cariño.

– A la mierda las fiestas -dijo Eddie-. Me ponen enfermo.

– Una reacción muy natural-dijo Jewel muy seria-. El otro día leía un artículo de un psicólogo la mar de listo. Según él, la gente se deprime porque…

– Porque la gente como tú les toca las narices -interrumpió Eddie.

– No te pases, Eddie. Ella solo trata de animarnos un poco.

– Oh, cariñito, tienes toda la razón. Yo no pretendo nada más.

Eddie se acercó a la puerta para recibir a los Santoli.

Mientras el tirador giraba hacia abajo, Sterling susurró:

– Tranquila, Marge.

El recibimiento de Eddie -«¿Qué tal? Pasad»- dejó claro a los Santoli hasta qué punto eran bienvenidos.

Marge hizo acopio de valor y siguió a Eddie hacia el salón, con Charlie y Sterling detrás.

– Hola -gorjeó Jewel-. Felices fiestas. Qué sorpresa. No sabéis la alegría que nos ha dado ver que veníais.

Santo cielo, pero mira qué árbol, pensó Marge.

Las pocas veces que había estado en la mansión por Navidad, los árboles habían sido más o menos tradicionales. Este año, no.

Traía consigo una caja de bizcochos navideños y se la pasó a Jewel.

– Los hago para los amigos siempre que es Navidad -explicó.

– Una muestra de amor. -Jewel se puso sentimental.

– Sentaos un poco -dijo Junior-. Estábamos a punto de salir.

– Sí, sentaos -les animó Jewel.

– No estaremos mucho rato -prometió Charlie mientras tomaban asiento en un sofá-. Es que Marge tuvo un sueño anoche, y ha insistido en poneros sobre aviso.