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Una vez sentado, estiró las piernas. No añoro estar encajonado entre dos asientos de bebé, pensó. Le hacía ilusión ir a la fiesta. En la fiesta que hubo la víspera de aquella última partida de golf, habían estado poniendo discos de Buddy Holly y de Doris Day. Sería divertido si Nor y Billy las cantaran, pensó.

El coche cruzó las calles cubiertas de nieve de Madison Village. Me recuerda a Currier and Ives, pensó Sterling contemplando las casas bien cuidadas, muchas de ellas adornadas con luces navideñas de buen gusto. Todas las puertas tenían su corona de acebo. Por las ventanas de los salones se podían ver alegres árboles navideños.

Al pasar frente a un jardín, la visión de un bonito nacimiento con figuras exquisitamente talladas le provocó una sonrisa triste.

Después pasaron frente a una casa con una docena de ángeles de plástico a tamaño natural haciendo cabriolas por el césped. Ese creído que vigila la sala del Consejo Celestial tendría que verlo, pensó.

Divisó el Long Island Sound. Siempre me gustó la costa norte de la isla, reflexionó mientras estiraba el cuello para ver el agua, pero han construido muchísimo desde mi época.

Nor y Billy se estaban riendo de los intentos que Marissa había hecho de acompañarlos para poder ver con sus propios ojos la gran mansión.

– Es muy espabilada -dijo Billy con orgullo paterno-. Ha salido a ti, mamá. Siempre con la oreja pegada al suelo, para no perderse nada.

Nor estuvo de acuerdo.

– Yo prefiero decir que tiene un saludable interés por su entorno. Eso demuestra lo lista que es.

Sterling se desanimó al escucharlos. Sabía que las vidas de aquellas personas estaban a punto de cambiar y que muy pronto estarían separados de la niña que ahora era el centro de sus vidas.

Le habría gustado tener la facultad de impedirlo.

Siempre que Junior y Eddie Badgett daban una fiesta en su mansión, Junior tenía un ataque de nervios. Ya estamos otra vez, pensó Charlie Santoli mientras seguía a los hermanos, el bate de béisbol y la pelota de baloncesto. El primero, Junior, tenía unos ojos pequeños y fríos; el segundo, Eddie, siempre se echaba a llorar cuando hablaba de mamá, pero era duro como la roca para todo lo demás.

En aquellos momentos, la actividad era la habitual antes de un acontecimiento de aquellas características. Había floristas por toda la casa, organizando los arreglos florales. El equipo del catering estaba preparando el bufet libre. Jewel, la novia de Junior, una cabeza de chorlito de veintidós años, se tropezaba a cada momento sobre sus tacones de aguja, chocando con todo el mundo. Los ayudantes de Eddie y Junior, incómodos con americana y corbata, estaban agrupados y parecían lo que eran: simples matones.

Antes de salir de la casa, Charlie había tenido que escuchar otro sermón más de su mujer acerca de los hermanos Badgett.

– Son un par de malhechores, Charlie -le había dicho-. Todo el mundo lo sabe. ¿Por qué no les dices que ya no quieres ser su abogado? Que hayan hecho una nueva sección en el hogar de jubilados no significa nada. No ha sido con su dinero. Mira, hace quince años te dije que no te relacionaras con ellos. ¿Me hiciste caso? No. Tendrás suerte si no acabas metido en el maletero de un coche. Renuncia. Ganas suficiente dinero. Tienes sesenta y dos años, y estás tan nervioso que te agitas en sueños. Quiero que nuestros nietos te conozcan en vida, no que tengan que besar tu foto antes de acostarse.

Era inútil tratar de explicarle a Marge que él no podía hacer nada. Había intentado limitarse únicamente a los negocios legítimos de los Badgett. Lamentablemente, sin embargo, había aprendido que cuando uno se acuesta con perros, se levanta lleno de pulgas, y en numerosas ocasiones le habían presionado para que sugiriera a potenciales testigos que les convenía -económica y físicamente- olvidarse de ciertos hechos. De ese modo había conseguido evitar que los hermanos Badgett fueran condenados por diversas actividades delictivas, tales como practicar la usura, amañar partidos de béisbol y organizar apuestas ilegales. De modo que tanto si se negaba a hacer lo que le pedían como si dejaba de trabajar para ellos, el resultado era como suicidarse.

Hoy, en razón de la magnitud de su donativo al hogar de jubilados, un ala que había costado dos millones de dólares, habían conseguido invitar a toda una lista de personajes de primera categoría para celebrar el ochenta y cinco aniversario de su madre ausente. Senadores de Nueva York, el comisario de Sanidad y Recursos Humanos, diversos alcaldes y dignatarios, y toda la junta del hogar de jubilados se reuniría allí. Solo la junta incluía ya algunos de los nombres más destacados de Long Island.

En conjunto, unas setenta y cinco personas estarían presentes, la clase de personas que podían dar a los Badgett el aura de respetabilidad que tanto necesitaban.

Era, pues, crucial que la fiesta fuera un éxito.

La principal atracción tendría lugar en el gran salón, una estancia que combinaba diversos aspectos de un palacio real francés, larguiruchas sillas doradas, mesas de palisandro, cortinajes de raso, tapices, y presidiéndolo todo la reproducción de un altísimo hogar de mármol del siglo xv, atiborrado de querubines, unicornios y piñas tropicales. Junior había dicho que las piñas «simbolizaban muchísima suerte», y había dado instrucciones al decorador para que hubiera abundantes piñas en la reproducción y que se dejara de artilugios.

El resultado: una sala que era un monumento al mal gusto, pensaba Charlie, y ya se imaginaba cómo iba a reaccionar la jet-set.

Estaba previsto que la fiesta comenzara a las cinco y terminara a las ocho. Combinados, entremeses y un suntuoso bufet libre estaban ya a punto. La música la pondrían Billy Campbell, el prometedor cantante de rack, y su madre, Nor Kelly, antigua estrella de cabaret. Ambos eran muy populares en la costa norte de Long Island. El punto álgido de la velada tendría lugar a las siete y media, cuando vía satélite desde Valonia, la madre de los hermanos Badgett haría acto de presencia para oír cómo le cantaban «Cumpleaños feliz, Heddy-Anna»,

– ¿Seguro que hay comida suficiente? -le estaba preguntando Junior al jefe del catering.

– Tranquilo, señor Badgett, ha encargado comida para todo un ejército. -Conrad Vogel sonrió como si no se lo tomara en serio.

– No te he pedido que des de comer a un ejército. Quiero saber si hay de todo en cantidad suficiente para que si a alguien le gusta una cosa y se come una tonelada entera, luego no vayáis diciendo que se ha terminado.

Charlie Santoli vio encogerse de miedo al jefe del catering bajo la mirada glacial de Junior Badgett. Cuidado con Junior, amigo, pensó.

Conrad Vogel captó rápidamente el mensaje.

– Señor Badgett, le aseguro que la comida es extraordinaria y que sus invitados van a quedar plenamente complacidos.

– Más te vale.

– ¿Y el pastel de mamá? -preguntó Eddie-.

Espero que sea perfecto.

Unas gotitas de sudor asomaron al labio superior de Conrad Vogel.

– Ha sido confeccionado por la mejor pastelería de Nueva York. Sus productos son tan buenos que uno de nuestros clientes más exigentes los utilizó para sus cuatro bodas. El pastelero jefe está aquí en persona, por si hiciera falta algún ligero retoque después de que abran el embalaje.

Junior apartó a Vogel y fue a mirar el retrato de Heddy-Anna, la madre, que iba a ser formalmente entregado a los representantes del hogar de jubilados para que ocupara un lugar de honor en la recepción de la nueva ala del centro. Pintado por un artista de Valonia, una galería de Nueva York se había encargado de hacer el marco. Junior había dado precisas instrucciones telefónicas al retratista: «Pinte a mamá como la bella mujer que es».

Charlie había visto fotografías de la «Mama».

La figura de una apuesta matrona vestida de terciopelo negro y luciendo ristras de perlas no guardaba, gracias a Dios, el menor parecido con ninguna de ellas. El artista había sido generosamente recompensado por sus servicios.