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– Ha quedado bastante guapa -concedió Junior. Al instante, su fugaz satisfacción se evaporó-. ¿Dónde están esos a los que pago para que canten? Ya deberían haber llegado.

Jewel se le había acercado por detrás. Colgándose de su brazo dijo:

– Acabo de ver su coche delante de la casa, cielito. No te preocupes por ellos. Son realmente buenos.

– Más te vale. Tú me los recomendaste.

– Si ya los has oído cantar, querido. ¿Recuerdas que te llevé a cenar a Nor's Place?

– Ah, sí. No están mal. Buen restaurante, buena comida, buena situación. No me importaría nada ser el propietario. Vamos a ver la tarta.

Con Jewell todavía del brazo, su melena pelirroja rozándole los hombros y su micro minifalda que apenas le llegaba a los muslos, Junior encabezó la inspección a la cocina. El pastelero jefe, tocado por el altísimo sombrero blanco, estaba junto a la imponente tarta de cumpleaños.

Al verlos llegar, su cara se iluminó de orgullo.

– Impresionante, ¿verdad? -dijo, besándose las yemas de los dedos-. Una obra maestra. Es lo mejor de toda mi carrera. Un tributo a su querida madre. Ah, y el sabor. Un sabor divino. Los invitados se relamerán con cada mordisco.

Junior y Eddie se acercaron con reverencia para contemplar la obra maestra pastelera. Luego, casi a la vez, empezaron a gritar:

– ¡Estúpido!

– ¡Gilipollas!

– ¡Majadero!

– ¡Es Heddy-Anna, no Betty-Anna! -le espetó Eddie-. ¡Mamá se llama Heddy-Anna!

El pastelero puso cara de incrédulo, arrugó la nariz y frunció el ceño, diciendo:

– ¿¿ ¿Heddy- Anna???

– ¡No te atrevas a burlarte del nombre de mamá! -chilló Eddie, y acto seguido sus ojos se llenaron de lágrimas.

Que no salga mal nada más, rezó Charlie Santoli, A esos dos les podría dar algo.

A Hans Kramer le supuso un esfuerzo supremo el mero hecho de iniciar el trayecto de quince minutos en coche desde su casa en Syosset hasta la mansión de los Badgett en Long Island Sound. ¿Por qué demonios se me ocurrió pedirles prestado?, se preguntó por enésima vez mientras se incorporaba a la autopista. ¿Por qué no me declaré en quiebra y acabé con todo?

Directivo del ramo de la electrónica, Hans había dejado su empleo con cuarenta y seis años, había cogido el dinero de su prejubilación y todos sus ahorros e hipotecado la casa para abrir una puntocom dedicada a la venta de software que él mismo diseñaba. Tras unos prometedores inicios, con un aluvión de pedidos y el almacén repleto de material, la industria tecnológica había caído en picado.

A partir de ahí, una cancelación tras otra. Desesperadamente necesitado de fondos, y en un último esfuerzo por mantener el negocio a flote, había aceptado un préstamo de los hermanos Badgett. Por desgracia, hasta el momento no le había servido de nada.

Es absolutamente imposible que pueda reunir los doscientos mil dólares que me prestaron, y no digamos ya el cincuenta por ciento de intereses que ellos añadieron a la suma, se dijo desesperado.

Cómo se me ocurrió tener tratos con ellos. Pero es verdad, razonó, que tengo una estupenda línea de productos. Si puedo mantenerme un poco, la situación cambiará; solo que ahora he de convencer a los Badgett de que me dejen renovar el pagaré.

Desde que habían empezado sus dificultades financieras, Hans Kramer había adelgazado seis kilos; su cabello castaño empezaba a encanecer.

Sabía que su mujer, Lee, estaba muy preocupada por él, aunque ella no sabía hasta qué punto la situación era apurada. Hans no le había dicho nada acerca del préstamo, pero sí que necesitaban reducir gastos. En efecto, ya casi no iban nunca a cenar fuera.

La siguiente salida de la autopista llevaba hasta la mansión Badgett. Hans notó que le empezaban a sudar las manos. Qué petulante fui. Me vine de Suiza cuando tenía doce años y sin hablar una palabra de inglés. Me licencié por el Instituto Tecnológico de Massachusetts con excelentes notas y creí que me iba a comer el mundo. Y así fue, brevemente. Creía ser inmune al fracaso.

Cinco minutos después se aproximaba a la finca de los Badgett. La verja estaba abierta. Había una cola de coches esperando ser admitidos por un guardia de seguridad al pie del largo y sinuoso camino de entrada. Evidentemente, los Badgett celebraban una fiesta.

Hans se sintió aliviado y decepcionado a la vez.

Telefonearé dejando un mensaje, pensó. Quizá, solo quizá, me concederán una prórroga.

Mientras daba la vuelta, intentó hacer caso omiso de la voz que le advertía de que la gente como los Badgett nunca concede prórrogas.

Sterling, Nor y Billy entraron por la puerta trasera de la mansión a tiempo de oír los insultos que estaba recibiendo el pastelero jefe. Sterling se apresuró hacia la cocina para ver qué estaba pasando y encontró al pastelero arreglando algo en las letras de la tarta de cumpleaños.

¿Se habrá equivocado con la edad?, se preguntó. Una vez había estado en una fiesta donde la hija de doce años había preparado un pastel sorpresa para su madre. Al ver el pastel, con todas las velas encendidas, la madre había estado a punto de desmayarse. La edad que tantos esfuerzos le había costado ocultar aparecía allí en letras de color fucsia coronando la tarta de vainilla. Sterling recordaba haber pensado que el que no sabe leer siempre puede contar. No fue muy caritativo de mi parte, se dijo.

Por fortuna el error de este pastelero no era grande. Con unos cuantos pases del cepillo de repostero, cambió Betty-Anna por Heddy-Anna.

Nor y Billy habían acudido a la cocina al oír el tumulto.

– Tú procura no cantar «cumpleaños feliz, Betty-Anna» -le dijo Nor a Billy por lo bajo.

– Ganas no me faltan, pero mi intención es salir de aquí con vida.

Sterling les siguió camino del salón. Nor pasó los dedos por el piano; Billy sacó su guitarra del estuche, y ambos probaron los micrófonos y el equipo de sonido.

Charlie Santoli era el responsable de darles la lista de canciones favoritas de los dos hermanos.

– No quieren que toquen tan fuerte que la gente no pueda ni pensar -dijo nervioso.

– Somos músicos. Aquí no berrea nadie -le espetó Nor.

– Pero cuando la madre aparezca vía satélite, ustedes llevarán la voz cantante, y ahí sí que tendrán que emplearse a fondo.

Sonó el timbre y la primera oleada de invitados irrumpió en el salón.

A Sterling siempre le había gustado estar con gente. Observó a los invitados a medida que entraban, y se dio cuenta de que había varias personas muy importantes.

Su impresión general fue de que estaban allí más que nada por la magnitud de la donación al hogar de jubilados, y que después de la fiesta no tardarían en olvidarse de los hermanos Badgett.

Algunos, sin embargo, se detuvieron para admirar el retrato que iba a presidir la nueva ala del centro.

– Su madre es una mujer muy hermosa -dijo la presidenta de la junta directiva de la institución, señalando el retrato con un gesto de cabeza-. Se la ve tan digna, tan elegante. ¿Viene a verlos a menudo?

– Mi querida madre no es buena viajera -le dijo Junior.

– Mamá se marea en los barcos y en los aviones -lamentó Eddie.

– Entonces, Supongo que la irán a ver ustedes a Valonia -sugirió la presidenta.

Charlie Santoli acababa de reunirse con ellos.

– Naturalmente, y con toda la frecuencia que les es posible -afirmó.

Sterling meneó la cabeza. No está diciendo la verdad.

Billy y Nor atacaron la primera canción e inmediatamente fueron rodeados por un público atento. Nor era una gran intérprete con una voz atractiva y ronca. Billy, sin embargo, era excepcional. Sterling se dedicó a escuchar los comentarios de la gente.

– Es el nuevo Billy Joel…