En eso apareció un veco empleado, un tipo jovencito, que crichó: -¿Qué pasa aquí? Basta ya. Esto es una sala de lectura. -Pero nadie le hizo caso. Así que el veco empleado anunció:- Bien, llamaré a la policía. -Y al oír esto yo criché, y nunca lo hubiera creído en toda mi chisna:
– Sí, sí, sí, llámelos, protéjame de estos viejos locos. -Observé que el veco empleado no tenía muchas ganas de meterse en la dratsada ni de salvarme de la rabia y la locura de esos vecos starrios; de modo que enderezó para la oficina, o para el lugar donde estaba el teléfono. Ahora los viejos jadeaban mucho, y me pareció que si les daba un empujón se irían al suelo, pero me dejé sujetar, muy paciente, por todas esas rucas starrias, cerrando los glasos y sintiendo los débiles tolchocos en el litso, y slusando también las viejas golosas jadeantes y agitadas que crichaban: -Puerco joven, asesino, matón, bandido, liquídenlo. -En eso recibí un tolchoco realmente doloroso en la nariz, así que me dije al diablo al diablo, abrí los glasos y empecé a pelear para librarme, lo que no fue difícil, hermanos, y me fui corriendo y crichando a la especie de vestíbulo que estaba fuera de la sala de lectura. Pero los starrios vengadores vinieron detrás, jadeando como moribundos, alzando las garras animales que trataban de clavarse en Vuestro Amigo y Humilde Narrador. Allí tropecé y caí al suelo, y me patearon otra vez, y entonces slusé las golosas de unos vecos jóvenes que crichaban: -Está bien, está bien, basta ya -y comprendí que había llegado la policía.
3
Yo estaba aturdido, oh hermanos míos, y no podía videar muy claro, pero me parecía que había conocido antes en algún mesto a estos militsos. El que me sostenía, diciendo: -Vamos, vamos, vamos- en la puerta principal de la biblio pública, era un litso nuevo, aunque parecía muy joven para estar con los militsos. Pero los otros dos tenían unas espaldas que yo había videado antes, estaba seguro. Repartían golpes a los chelovecos starrios y lo hacían con mucho placer y alegría, y los malencos látigos silbaban, y las golosas crichaban: -Vamos, muchachos desobedientes. Esto les enseñará a no provocar desórdenes perturbando la paz del Estado, individuos perversos-. Así empujaron de regreso a la sala de lectura a los starrios vengadores, jadeantes, gimientes y casi moribundos; luego se volvieron, smecando todavía, luego de tanta diversión, y me videaron. El mayor de los dos exclamó:
– Bueno bueno bueno bueno bueno bueno bueno. El pequeño Alex en persona. Tanto tiempo que no nos videamos, ¿eh, drugo? ¿Cómo te va? -Yo estaba aturdido, y el uniforme y el schlemo me impedían videar quién era, aunque el litso y la golosa me parecían conocidos. Entonces volví los glasos hacia el otro, y sobre ese de litso sonriente y besuño, no tuve dudas. Entonces, todo entumecido y cada vez más aturdido, volví los ojos al que decía bueno bueno bueno. Reconocí nada menos que al gordo y viejo Billyboy, mi antiguo enemigo. El otro, por supuesto, era el Lerdo, que había sido mi drugo y también el enemigo del gordo cabrón Billyboy, pero que ahora era un militso con uniforme y schlemo, y látigo para mantener el orden. Exclamé:
– Oh, no.
– Sorprendido, ¿eh? -y el viejo Lerdo largó la vieja risotada que yo recordaba tan joroschó.- Ju ju juju.
– Imposible -dije-. No puede ser. No lo creo.
– La evidencia de los viejos glasos -sonrió Billyboy-. No nos guardamos nada en la manga. Aquí no hay trucos, drugo. Empleo para dos que ya están en edad de trabajar. La policía.
– Ustedes son muy jóvenes -dije-. Demasiado jóvenes. No aceptan militsos de esa edad.
– Éramos jóvenes -dijo el viejo militso Lerdo. Yo no podía creerlo, realmente no podía.- Eso éramos, joven drugo. Y tú siempre fuiste el más joven. Y aquí estamos ahora.
– No, es imposible -dije. Y entonces Billyboy, el militso Billyboy en quien yo no podía creer, dijo al joven militso que me sujetaba, y a quien yo no conocía.
– Rex, será mejor si cambiamos un poco el sistema, me parece. Los muchachos serán siempre muchachos, como ha ocurrido toda la vida. No es necesario que vayamos ahora a la estación de policía, y todo lo demás. Este joven ha vuelto a los viejos trucos, los que nosotros recordamos muy bien, aunque tú, naturalmente, no los conoces. Atacó a los ancianos y los indefensos, y ellos tomaron las correspondientes represalias. Pero tenemos que decir nuestra palabra en nombre del Estado.
– ¿Qué significa todo esto? -pregunté, porque casi no podía creer lo que llegaba a mis ucos-. Hermanos, fueron ellos los que me atacaron. Ustedes no querrán ayudarlos, no pueden. No puedes, Lerdo. Fue un veco con quien jugamos una vez en otra época, y ahora ha buscado una malenca venganza después de tanto tiempo.
– Lo de tanto tiempo es cierto -dijo el Lerdo-. No recuerdo muy joroschó aquellos días. Y además, no vuelvas a llamarme Lerdo. Llámame oficial.
– Bueno, basta de recuerdos -dijo Billyboy asintiendo. No era tan gordo como antes-. Los málchicos perversos que manejan las britbas filosas… bueno, hay que tenerlos a raya. -Y los dos me sujetaron muy fuerte y casi me sacaron en andas de la biblio. Afuera esperaba un auto de los militsos, y el veco que llamaban Rex era el conductor. Me tolchocaron al meterme en el asiento de atrás, y no pude dejar de pensar que en realidad todo parecía una broma, y que en cualquier momento el Lerdo se quitaría el schlemo de la golová y largaría el jajajaja. Pero no lo hizo. Dije, tratando de dominar el straco dentro de mí: