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– La policía -dije-, la horrible e inmunda policía. -Otra víctima -dijo el veco, medio suspirando-.

Otra víctima de los tiempos modernos. Te traeré un poco de whisky, y después trataremos de limpiarte las heridas. -Eché una ojeada a la habitación malenca y cómoda. Ahora estaba casi totalmente llena de libros, y había una chimenea y un par de sillas, y no se sabía por qué, pero uno videaba que allí no vivía una mujer. Sobre la mesa había una máquina de escribir y un montón de papeles, y recordé que este veco era un veco escritor. La naranja mecánica, sí, así se llamaba. Extraño que me hubiese quedado en la memoria. Pero yo no debía abrir la rota, pues ahora necesitaba ayuda y bondad. Los horribles y grasños brachnos de aquel terrible mesto blanco me habían hecho así, obligándome a necesitar bondad y ayuda, e imponiéndome el deseo de dar yo mismo bondad y ayuda, si alguien quería recibirlas.

– Aquí estamos, pues -dijo este veco, volviendo. Me dio un vaso caliente y estimulante para pitear, y me sentí mejor, y el veco me limpió después las cortaduras en el litso. Luego dijo-: Ahora un buen baño caliente, yo te lo prepararé, y después me cuentas todo lo que pasó, mientras yo te sirvo una buena cena caliente. -Oh, hermanos míos, podría haber llorado ante tanta bondad, y creo que él alcanzó a videarme las viejas lágrimas en los glasos, porque dijo. -Bueno bueno bueno -al mismo tiempo que me palmeaba el plecho .

En fin, subí y me di el baño caliente, y el veco me trajo un piyama y una bata para que me los pusiese, todo calentado al Iado del fuego, y un par de tuflos muy gastados. Y ahora, hermanos, aunque tenía dolores y puntadas por todas partes, me pareció que pronto me sentiría mucho mejor. Bajé las escaleras y vi que el veco había preparado la mesa en la cocina con cuchillos y tenedores, y una magnífica hogaza de klebo, y también una botella de salsa, y en seguida sirvió un lindo plato de huevos fritos, lonticos de jamón y salchichas gordas y grandes, y unas bolches tazas de chai con leche. Era bueno estar sentado ahí al calor, y comiendo, y descubrí que tenía mucha hambre, así que después de los huevos y el jamón comí un lontico tras otro de klebo con maslo y jalea de frambuesas de un frasco grande y bolche. -Mucho mejor -dije-. ¿Cómo podré pagarle todo esto?

– Creo que ya sé quién eres -dijo el veco-. Si eres quien creo, amigo, has venido al sitio que te conviene. ¿No apareció tu foto en los diarios esta mañana? ¿No eres acaso la pobre víctima de esa horrible técnica nueva? Si es así, te envió la providencia. Torturado en la prisión, y luego arrojado a la calle para que te torture la policía. Mi corazón está contigo, pobre muchacho. -Hermanos, yo no entendía ni un slovo, aunque tenía la rota bien abierta para responder a todas las preguntas.- No eres el primero que viene apremiado por las dificultades -dijo el veco-. La policía trae a menudo a sus víctimas a las afueras de esta aldea. Pero es providencial que tú, que eres también una víctima de otra clase, hayas venido aquí. ¿Tal vez me conoces?

Tenía que andar con mucho cuidado, oh hermanos. -Oí hablar de La naranja mecánica -le contesté-. No la leí, pero me hablaron del libro.

– Ah -dijo el veco, y el litso le resplandeció como el sol en toda la gloria de la mañana-. Ahora, háblame de ti.

– No hay mucho que decir, señor -empecé, muy humilde-. Me metí en una travesura tonta e infantil, y mis llamados amigos me convencieron o más bien me obligaron a entrar en la casa de una vieja ptitsa; una dama, quiero decir. No queríamos hacer nada malo. Por desgracia, la dama hizo trabajar demasiado su buen corazón cuando quiso expulsarme, a pesar de que yo estaba muy dispuesto a salir por las buenas, y luego murió. Me acusaron de ser la causa de su muerte. Y entonces, señor, me mandaron a la cárcel.

– Sí sí sí, continúa.

– Luego, el ministro del Inferior o el Interior me eligió para que probasen conmigo esta vesche nueva de Ludovico.

– Cuéntame todo lo que sepas -pidió el veco, inclinándose hacia adelante con ansiedad, los codos de la tricota manchados con la jalea de frambuesa, pues habían rozado el plato que yo dejé a un costado. Así que le conté todo, le expliqué la cosa de cabo a rabo, hermanos míos. El veco estaba muy deseoso de saberlo todo, los glasos le relucían y tenía las gubas entreabiertas, mientras la grasa de los platos se ponía cada vez más dura dura dura. Cuando terminé de hablar el veco se levantó de la mesa, asintiendo varias veces y diciendo hum hum hum, mientras recogía los platos y otras vesches y los depositaba en la pila para lavarlos. Le dije:

– Con mucho gusto me ocuparé de eso, señor.

– Descansa, descansa, pobre muchacho -contestó él, y abrió el grifo, de modo que todo se llenó de vapor-. Hay pecado supongo, pero el castigo fue del todo desproporcionado. Te han convertido en algo que ya no es una criatura humana. Ya no estás en condiciones de elegir. Estás obligado a tener una conducta que la sociedad considera aceptable, y eres una maquinita que sólo puede hacer el bien. Comprendo claramente el asunto… todo ese juego de los condicionamientos marginales. La música y el acto sexual, la literatura y el arte, ahora ya no son fuente de placer sino de dolor.

– Así es, señor -dije, mientras fumaba uno de los cancrillos con filtro de corcho de este hombre bondadoso.

– Siempre se exceden -dijo el veco, secando un plato con aire distraído-. Pero la intención esencial es el pecado real. El hombre que no puede elegir ha perdido la condición humana.

– Eso es lo que dijo el chaplino, señor -observé-. Quiero decir, el capellán de la prisión.