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– ¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?

– Cerca de una semana -dijo ella.

– ¿Y qué me hicieron?

– Bueno -explicó ella-, tenía muchas fracturas y golpes, conmoción grave, y había perdido mucha sangre. Tuvieron que arreglarle todo eso, ¿no es así?

– Pero -dije- ¿me hicieron algo en la golová? Quiero decir, ¿estuvieron toqueteándome adentro en el cerebro?

– Lo que hayan hecho -dijo la ptitsa- es para bien suyo.

Pero un par de días después vinieron dos vecos doctores, jovencitos y con sonrisas muy sladquinas , y traían un libro de imágenes. Uno de ellos dijo: -Queremos que mire estas cosas y nos cuente lo que piensa. ¿De acuerdo?

– ¿Qué pasa, druguitos? -pregunté-. ¿Qué nueva idea besuña se traen ahora? -Los dos se miraron con una sonrisa avergonzada y se sentaron a cada lado de la cama y abrieron el libro. En la primera página se videaba la fotografía de un nido con huevos.

– ¿Qué le parece? -preguntó uno de los vecos doctores.

– Un nido de pájaros -contesté-, lleno de huevos. Muy muy lindos.

– ¿Y qué le gustaría hacer con esos huevos? -preguntó el otro.

– Oh -dije-, romperlos. Juntarlos todos y tirarlos contra una pared o una piedra, y videar cómo se rompen realmente joroschó.

– Bien, bien -dijeron los dos, y volvieron la página. Era como el retrato de una de esas aves grandes y bolches llamadas pavos reales, con todas las plumas desplegadas, mostrando vanidosa todos los colorines-. ¿Sí? -dijo uno de estos vecos.

– Me gustaría -dije- arrancarle todas las plumas de la cola y slusar cómo cricha desesperado. Por ser tan vanidoso.

– Bien -dijeron los dos- bien bien bien. -Y siguieron volviendo las páginas. Eran como imágenes de débochcas de veras joroschó, y contesté que me gustaría aplicarles el viejo unodós unodós con mucha ultraviolencia. Había otras imágenes de chelovecos a quien les daban con la bota justo en el litso y el crobo rojo rojo por todas partes, y dije que me gustaría estar también en eso. Y había una imagen del viejo nago que era drugo del chaplino de la prisión, y se lo veía cargando la cruz y subiendo la colina, y yo expliqué que me gustaría manejar el viejo martillo y los clavos. Muy bien. Pregunté:

– ¿Qué significa todo esto?

– Hipnopedia profunda -o algún otro slovo por el estilo, dijo uno de los dos vecos-. Parece que está curado.

– ¿Curado? -pregunté-. ¿Atado así a esta cama y dicen que estoy curado? Bésenme los scharros, es lo que yo digo.

– Paciencia -aclaró el otro-. Ya no le falta tanto. Así que tuve paciencia y, oh hermanos míos, mejoré mucho, masticando huevos y lonticos de tostada y piteando tazones bolches de chai con leche, hasta que un día me dijeron que vendría a verme una visita muy muy muy especial.

– ¿Quién? -pregunté mientras me arreglaban la cama y me peinaban la lujosa gloria, pues ya me habían quitado la venda de la golová y el pelo había vuelto a crecer.

– Ya verá, ya verá -contestaron. Y por cierto que vi. A las dos y media de la tarde estaban allí todos los fotógrafos y los hombres de las gasettas con libretas y lápices y toda esa cala. La verdad, hermanos, casi tocaron trompetas y una fanfarria bolche por este veco grande e importante que venía a videar a Vuestro Humilde Narrador. Y claro que vino, y por supuesto no era otro que el ministro del Interior o el Inferior, vestido a la última moda y con la golosa ja ja ja muy de clase alta. Las cámaras hicieron flash flash cuando extendió la ruca para estrechar la mía. Le dije:

– Bueno bueno bueno bueno bueno. ¿Qué pasa, viejo druguito? -Parece que nadie ponimó eso, pero alguien me dijo con golosa áspera:

– Muchacho, demuestre más respeto al hablar con el ministro.

– Yarblocos -respondí, gruñendo como un perrito-. Bolches y grandes yarblocos para ti.

– Está bien, está bien -dijo muy scorro el del Inferior Interior-. Me habla como a un amigo, ¿no es así, hijo?

– Yo soy el amigo de todos -dije-. Excepto de mis enemigos.

– ¿Y quiénes son tus enemigos? -preguntó el ministro, mientras todos los vecos de las gasettas dale que dale que dale al lápiz-. Cuéntanos, hijo mío.

– Todos los que me hacen daño -dije- son mis enemigos.

– Bien -dijo el Min del Int Inf, sentándose al Iado de mi cama-. Yo y el gobierno queremos que nos consideres amigos. Sí, amigos. Te hemos curado, ¿no es así? Te dimos el mejor tratamiento. Nosotros nunca quisimos que sufrieras, pero algunos sí lo quisieron, y todavía lo quieren. Y creo que sabes de quiénes hablo.

»Sí sí sí -dijo-. Hay ciertos hombres que quisieron utilizarte, sí, utilizarte con fines políticos. Les hubiera alegrado, sí, alegrado que murieses, y le habrían echado la culpa de todo al gobierno. Creo que sabes quiénes son esos hombres.

»Hay un hombre -continuó el Minitinf- llamado F. Alexander, un escritor de literatura subversiva que ha estado reclamando tu cabeza. Estaba como loco por atravesarte de una cuchillada. Pero ya no corres peligro. Lo hemos encerrado.

– Se suponía que era un drugo -dije-. Como una madre para mí fue lo que él fue.

– Descubrió que le habías hecho daño. Por lo menos -dijo el min muy scorro- creyó que le habías hecho daño. Te culpaba de la muerte de alguien a quien había querido mucho.

– O sea -dije- que alguien se lo explicó.

– Tenía esa idea -continuó el min-. Era una amenaza. Lo encerramos para su propia protección. Y también -dijo- para la tuya.

– Muy amable -dije-. Amabilísimo.

– Cuando salgas de aquí -dijo el min- no tendrás problemas. Nos ocuparemos de todo. Un buen empleo y un buen sueldo. Porque estás ayudándonos.

– ¿De veras?

– Siempre ayudamos a nuestros amigos, ¿no es así? -Y entonces me estrechó la mano y un veco crichó:- i Sonría! -y yo sonreí como besuño sin pensarlo, y entonces flash flash flash crac flash bang se tomaron fotos de mí y el Minintinf muy juntos y drugos-. Buen chico -dijo este gran cheloveco-. Buen chico. Y ahora, te haremos un regalo.