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(1) Pido perdón por la falacia patética, pero fue así como me lo dijo Irina.

Me entretuve alertando mis facultades mientras Etvuchenko revivía su amor. Me di cuenta de que nos seguían, y me pregunté que quién y por qué: no era de los míos, o, al menos, no era nadie a quien yo hubiera ordenado aquel servicio. Me pregunté si desconfiarían de Etvuchenko o si aquella persecución no pasaba de una vigilancia prudente, de la protección ejercida sobre un agente de importancia. Pero, ¡les había sido tan fácil a los míos secuestrarme y esconderme! A lo mejor, aquel taxi insistente, calle tras calle, obedecía a Irina. En cualquier caso, aquel detalle no alteró la situación ni mis previsiones: fue una especie de redundancia.

El Embajador me recibió en seguida, me invitó a café y a vodka, me mandó que esperase. Llegó muy pronto un personaje que me fue presentado como «El secretario», que se sirvió él mismo el vodka, se sentó algo alejado de mí y no dijo palabra. El Embajador entró dos o tres veces, y apareció finalmente acompañado de otros dos personajes: a uno lo conocía bien, un alto cargo de las fuerzas armadas; el otro era mi colega Iussupov, si es que se le puede llamar colega al Águila Caudal, a los Ojos que Todo lo Ven, al Previsor Futuro, al Zahorí por antonomasia. Si a Etvuchenko no le llamó la atención, pues le conocía y contaba con él, yo no dejé de preguntarme, después de haberle examinado, cómo pueden coexistir en la misma persona una inteligencia que casi se aproxima al olfato de los perros, con una estupidez que le aproxima a las grandes personalidades. Iussupov se había apuntado éxitos indiscutibles en varias cuestiones en las que yo no había intervenido. Le habían servido para crearse un pedestal del que no solía apearse, de modo que entró en la sala del Embajador con pedestal y todo. Me saludó con desprecio, y yo tuve que levantarme y hacerle una reverencia, «¡Camarada Iussupov!», de la que prescindió. Una mirada como la de este colega mío debe de ser la de Von Karajan cuando contempla la orquesta apabullada, la orquesta que se estremece al movimiento de una vara que ordena con la inexorabilidad de Yahvé y por las mismas razones «¡Ya no falta más que el doctor Klein!», dijo el Embajador; «pero no tardará en llegar». Me sonreí mientras Etvuchenko temblaba. El doctor Klein dirigía el Servicio en la Alemania Democrática, y su mente de matemático prusiano había sido reforzada con la energía del método dialéctico. Llegó en seguida, impecable. Supongo que el día anterior había recibido en su despacho una nota, redactada por mí, en que se contenían informes opuestos a los recibidos por el Embajador, que eran los que Moscú manejaba. Pero en la nota recibida por el doctor Klein, una apostilla de mi mano decía: «En el Cuartel General de la NATO se sospecha la participación en este asunto del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, lo cual es natural que se piense, porque ese Maestro es el nombre inventado por el enemigo para designar lo que no entiende.»

Tomó la palabra el General (no le llamaré de otra manera. ¿Para qué?). Lo hizo con claridad, con rigor, con conocimiento de causa. El Estado Mayor se había alarmado, porque las muestras recibidas del Plan Estratégico, aquello que en otra situación se pudiera interpretar como anzuelo detrás del cual se esconde un vulgar proyecto de estafa, revelaba un conocimiento tan preciso de ciertos datos secretos, que, a partir de aquel momento, todo el sistema defensivo (el vigente), cuya caducidad juzgábamos ya inevitable, quedaba en situación de alarma.

– Sin embargo -dijo Iussupov cuando le fue concedida la palabra-, no conviene descartar la posibilidad de que todo lo existente de ese supuesto Plan se reduzca a esas muestras, que muy bien pueden haber sido elaboradas por alguien inteligente e informado para hacernos creer que el Plan completo existe.

– Es una idea que conviene tener en cuenta -apuntó el doctor Klein-; pero no perdamos de vista que nosotros también hemos elaborado un Plan Estratégico que llegó a las manos de ellos, y éste de ellos que va a llegar a nuestras manos, puede ser la respuesta.

– Yo lo encuentro bastante retorcido -terció, y habló por vez primera, el Secretario.

– ¿Es que conoce usted algo relacionado con el Servicio Secreto y con la política exterior que no lo sea?

Iba a replicar el Secretario, pero el General zanjó la disputa antes mismo de iniciarse.

– ¿Qué más da? No perdamos tiempo. De esta reunión tiene que salir, por lo menos, un proyecto que nos permita actuar una vez que hayamos recibido la aprobación superior.

– ¿Pero usted, General, no tiene autoridad bastante para aprobar lo que aquí se decida?

– En algunos aspectos, sí; en otros, no.

– Supongo -intervino Iussupov-, que se tratará precisamente de aquellos aspectos que exijan una acción inmediata.

– Ésos son, precisamente, los que debo someter a consulta. Cualquier proyecto urgente tiene que pasar al menos por diecisiete despachos, sufrir diecisiete exámenes que dictaminen su urgencia y ser finalmente garantizados por diecisiete firmas.

Yo empezaba a impacientarme. Nadie me había indicado que tuviera algún derecho a intervenir en la conversación, menos aún como protagonista de ella, y hacerlo por mi cuenta habría sido tan inexplicable como la aparición, en aquella sala tan elegante y tan sobria, de la Emperatriz Catalina, aunque no menos necesario, si bien no tan lógico. Por eso precisamente lo hice. Fue una mano que se adelantó, una mano que los demás miraron como la aparición de una serpiente en un lugar donde no suele haberlas; pero como la mano pertenecía a un cuerpo, las miradas siguientes se dirigieron a él, y eran terribles. No me inmuté. Por el contrario, aproveché el silencio indignado (sobre todo el de Iussupov) para decir:

– Empieza a inquietarme la tendencia hacia la fantasía que muestra esta conversación. Todo lo que se ha dicho hasta aquí carece de razón de ser; carece incluso de cualquier clase de realidad que no sea la meramente verbal. Se parte de bases completamente falsas a causa de una imperfecta información. Me permito sugerir a ustedes que, puesto que estoy aquí, se tomen la molestia de interrogarme. Los datos de que carecen, yo los poseo.

Se le interrogará a su debido tiempo, y hasta ese momento, sírvase guardar silencio, coronel Etvuchenko.

– De acuerdo, General. Pero, cuando me llegue el turno, habrá pasado el tiempo concedido para entregar el dinero y recibir a cambio el texto entero del Plan. Por cierto, conviene que preparen un coche. Son varios miles de folios.