En el instante mismo en que Joss concluía trabajosamente aquella larga descripción, Decambrais descolgaba su teléfono para transmitirla sin tardanza a Adamsberg.
– Estamos metidos hasta el cuello -resumió Decambrais-. El tipo ha terminado las primicias. Describe el mal como si estuviese realmente instalado en la ciudad. Pienso en un texto de principios del siglo XVII.
– Reléame el final, por favor -pidió Adamsberg-. Lentamente.
– ¿Hay gente con usted? Oigo ruido.
– Unos sesenta periodistas que se impacientan. ¿Y con usted?
– Un grupo más denso que de costumbre. Casi una pequeña muchedumbre, montones de rostros nuevos.
– Anote los antiguos. Trate de establecer una lista de habituales, tantos como recuerde, tan preciso como pueda.
– Cambia según las horas del pregón.
– Haga lo que pueda. Pida a los permanentes de la plaza que lo ayuden. El del café, el de las planchas, su hermana, la cantante, el pregonero, todos aquellos que saben.
– ¿Piensa que está aquí?
– Creo que sí. Es de ahí de donde ha salido, y ahí se queda. Cada hombre en su agujero, Decambrais. Reléame ese final.
– Aquel que desee preservarse del ataque de la infección que tome la precaución de hacer fijar sobre su puerta el talismán de la cruz de cuatro puntas que alejará con seguridad el contagio de su casa.
– Llamada a la población para que pinte por sí misma el cuatro en las puertas. Va a borrar las pistas.
– Justamente. Dije siglo XVII pero tengo la impresión de que, por primera vez y por necesidades de la causa, tenemos aquí fragmentos inventados. Engañan, pero yo los creo falsos. Algo no funciona en el estilo, al final.
– ¿Por ejemplo?
– Esa «cruz de cuatro puntas». Nunca he encontrado esa expresión. El autor quiere designar expresamente un cuatro, quiere que nadie se equivoque, pero pienso que ha forjado ese pasaje con todos sus elementos.
– Si el extracto ha sido dirigido a la prensa, al mismo tiempo que a Le Guern, corremos el riesgo de que nos desborden, Decambrais.
– Un instante, Adamsberg, escucho el naufragio.
Se hizo un silencio de dos minutos, después Decambrais reapareció al otro lado de la línea.
– ¿Y bien?
– Todos salvados -dijo Decambrais-. ¿Qué había apostado?
– Todos salvados.
– Al menos hoy hemos sacado eso en limpio.
En el momento en que Joss descendía de su caja para ir a tomar el café con Damas, Adamsberg penetraba en la gran sala y se encaramaba sobre el pequeño estrado que le había preparado Danglard, con el forense a su lado, y el proyector dispuesto a funcionar. Se enfrentó a la tropa de periodistas y a los micrófonos tendidos y dijo:
– Espero sus preguntas.
Una hora y treinta minutos más tarde, la rueda de prensa había terminado y había resultado bastante bien. Adamsberg consiguió, respondiendo suavemente y punto por punto, neutralizar las dudas que planeaban sobre los tres muertos negros. En medio de la sesión, había cruzado la mirada con Danglard y había deducido de su gesto tenso que algo acababa de descarrilar. Las filas de sus oficiales se habían aclarado discretamente. En cuanto la reunión hubo concluido, Danglard cerró la puerta del despacho detrás de ellos.
– Un cadáver en la Avenue de Suffren -anunció- metido bajo una camioneta con su ropa amontonada. No lo hemos descubierto hasta que el conductor arrancó para irse a las nueve y quince minutos de la mañana.
– Mierda -dijo Adamsberg dejándose caer sobre una silla-. ¿Un hombre? ¿De treinta y tantos?
– Una mujer, menos de treinta y tantos.
– La única pieza que no encaja. ¿Vivía en uno de esos jodidos edificios?
– El número catorce de la lista, en la Rue du Temple. Lo cubrieron de cuatros hace dos semanas, excepto la puerta del apartamento de la víctima, en el segundo derecha.
– ¿Primeras informaciones?
– Se llama Marianne Bardou. Soltera, padres en Corrèze, un amante de fin de semana en Mantes, otro algunas noches en París. Era vendedora en un ultramarinos de lujo en la Rue du Bac. Una mujer bonita, muy deportista, inscrita en varios gimnasios.
– Supongo que no se encontraba allí con Laurion, ni con Viard, ni con Clerc.
– Se lo hubiese dicho.
– ¿Salió ayer por la noche? ¿Le dijo algo al agente que estaba de guardia?
– Aún no lo sabemos. Voisenet y Estalère han salido para su domicilio. Mordent y Retancourt están en la Avenue de Suffren, lo esperan.
– Ya no sé quién es quién, Danglard.
– Son sus adjuntos, hombres y mujeres.
– ¿Y la joven? ¿Fue estrangulada? ¿Estaba desnuda? ¿Tenía la piel tiznada de negro?
– Como los otros.
– ¿No hubo violación?
– No parece.
– Avenue de Suffren, bien escogido. Uno de los rincones más desiertos de la ciudad por la noche. Da tiempo a descargar cuarenta cuerpos sin ponerse nervioso. ¿Por qué bajo un camión, en su opinión?