Выбрать главу

– ¿Y el perro de su amigo?

– No, no es eso.

– ¿Cómo está tan seguro?

El tono del comisario se modificaba, Roubaud lo sintió y se encogió en la silla.

– En el periódico -repitió.

– No, Roubaud, es otra cosa.

Danglard acababa de llegar, eran las seis de la mañana y Adamsberg le indicó que se instalase. El capitán se desplazó en silencio y se situó frente al teclado.

– Ya veo -dijo Roubaud recuperando la seguridad-, me amenazan, un pirado trata de matarme pero es conmigo con quien se meten.

– ¿A qué se dedica? -preguntó Adamsberg suavizando el tono.

– Trabajo en la sección de linóleos de unos grandes almacenes de muebles, detrás de la Gare de l'Est.

– ¿Está casado?

– Estoy divorciado desde hace dos años.

– ¿Hijos?

– Dos.

– ¿Viven con usted?

– Con su madre. Tengo derecho de visita los fines de semana.

– ¿Cena fuera o en su casa? ¿Sabe cocinar?

– Depende -dijo Roubaud un poco desconcertado-. A veces me hago una sopa y un plato congelado. A veces bajo al café. Son demasiado caros los restaurantes.

– ¿Le gusta la música?

– Sí -dijo Roubaud, un poco perdido.

– ¿Tiene una cadena, una tele?

– Sí.

– ¿Ve el fútbol?

– Sí, evidentemente.

– ¿Entiende?

– Bastante.

– Nantes-Burdeos, ¿lo ha visto?

– Sí.

– No jugaron mal, ¿verdad? -dijo Adamsberg, que lo había visto.

– Si usted lo dice -dijo Roubaud con una mueca-, jugaron más bien flojo y terminó con un empate. Ya se veía venir desde la primera mitad.

– ¿Ha seguido las noticias en el descanso?

– Sí -dijo Roubaud maquinalmente.

– Entonces -dijo Adamsberg sentándose ante él-, ya sabrá que cogimos ayer por la noche al sembrador de la peste.

– Es lo que dijeron -murmuró Roubaud confuso.

– En ese caso, ¿qué es lo que le asusta?

El tipo se mordió los labios.

– ¿Qué le da miedo? -repitió Adamsberg.

– No estoy seguro de que sea él -soltó el hombre con voz vacilante.

– ¿Sí? ¿Usted entiende de asesinos?

Roubaud se mordió completamente su labio inferior, con los dedos hundidos en los pelos de su torso.

– ¿Soy yo el amenazado y es conmigo con quien se mete? -repitió-. Tenía que haberlo sabido. Los policías, en cuanto se les llama, te cuelgan el muerto, es lo único que saben hacer. Tenía que habérmelas arreglado yo solo. Uno quiere ayudar a la justicia y he aquí el resultado.

– Pero va a ayudar, Roubaud, y mucho, incluso.

– ¿Sí? Creo que se está haciendo la picha un lío, comisario.

– No te las des de avispado, Roubaud, porque no eres lo suficientemente listo para eso.

– ¿Ah, no?

– No. Pero si no quieres ayudarme, te volverás a tu casa como has venido. A tu casa, Roubaud. Si tratas de irte por las ramas, te llevaremos a tu domicilio. Allí esperarás tu muerte.

– ¿Desde cuándo los policías me dictan adónde debo ir?

– Desde que me jodes. Pero vete, Roubaud, eres libre. Lárgate.

El hombre no se movió.

– ¿Tienes miedo, eh? ¿Tienes miedo de que te estrangule con el cable de muescas como a los otros cinco? Sabes que no podrás defenderte. Sabes que te atrapará donde quiera que estés, en Lyon, en Niza o en Berlín. Eres el objetivo. Y sabes por qué.

Adamsberg abrió su cajón y después desplegó ante el hombre las fotos de las cinco víctimas.

– ¿Sabes que vas a reunirte con ellos, eh? Los conoces, a todos, y por eso tienes miedo.

– Déjeme en paz -dijo Roubaud volviéndose de lado.

– Entonces, lárgate. Vete.

Pasaron dos largos minutos.

– Bueno -se decidió el hombre.

– ¿Los conoces?

– Sí y no.

– Explícate.

– Digamos que los conocí una noche, hace mucho tiempo, siete u ocho años. Bebimos unas copas juntos.

– Ah, sí. Bebisteis unas copas juntos y por eso os eliminan de uno en uno.

El hombre transpiraba, y el olor de su sudor inundaba toda la habitación.

– ¿Quieres un café? -preguntó Adamsberg.

– Sí.

– ¿Con algo de comer?

– Sí.

– Danglard, dígale a Estalère que traiga todo eso.

– Y tabaco -añadió Roubaud.

– Cuenta -repitió Adamsberg mientras Roubaud se reanimaba con ayuda de un café con leche muy azucarado-. ¿Cuántos erais?

– Siete -murmuró Roubaud-. Nos encontramos en un bareto, se lo juro.

Adamsberg contempló de inmediato sus grandes ojos negros y vio que un poco de verdad había pasado con este «se lo juro».

– ¿Qué hicisteis?

– Nada.

– Roubaud, tengo al sembrador en la celda. Si quieres, te meto con él, cierro los ojos y no hablamos más. En una media hora, estás muerto.

– Digamos que le apretamos las tuercas a un tipo.

– ¿Por qué?

– Queda lejos. Nos pagaron para que ese tipo soltase algo, eso es todo. Había robado en una tienda y tenía que devolverlo. Le apretamos las tuercas, era el trato.

– ¿El trato?

– Sí, nos habían contratado. Un trabajillo, ya sabe.

– ¿Dónde le «apretasteis las tuercas»?

– En un gimnasio. Nos dieron la dirección, el nombre del tipo y el nombre del bareto donde debíamos reunimos. Porque no nos conocíamos de nada.

– ¿Ninguno de vosotros?

– No. Éramos siete y nadie se conocía. Nos habían pescado separadamente. Un tipo listo.

– ¿Dónde os habían pescado?

Roubaud se encogió de hombros.

– En lugares donde se encuentran tipos a los que no les importa apretarle las tuercas a otros por pasta. No es complicado. A mí me pescaron en un pub de mierda en la Rue Saint-Denis. Se lo juro, yo no me meto en ese tipo de negocios desde hace años. Se lo juro, comisario.

– ¿Quién te pescó?

– No lo sé, todo estaba puesto por escrito. Una chica me dio la carta. Papel elegante, limpio. Me fié.

– ¿De parte de quién?

– Se lo juro, nunca supe quién nos había contratado. Demasiado listo, el jefe. Debimos haber pedido más.

– Entonces os reunisteis los siete y fuisteis a buscar a vuestra víctima.

– Sí.

– ¿Cuándo fue?

– Un 17 de marzo, un jueves.

– Y os lo llevasteis a ese gimnasio. ¿Y después?

– Ya lo he dicho, mierda -dijo Roubaud agitándose en su silla-. Le apretamos las tuercas.

– ¿Eficaz? ¿Soltó lo que tenía que soltar?

– Sí, terminó telefoneando. Dio toda la información.

– ¿De qué se trataba? ¿Pasta? ¿Droga?

– No lo supe, lo juro. El jefe debió de quedar satisfecho puesto que no volvimos a oír nada al respecto.

– ¿Os pagaron bien?

– Sí.

– Le apretasteis las tuercas, ¿eh? ¿Y el tipo lo soltó todo? ¿No dirías más bien que lo torturasteis?

– Le apretamos las tuercas.

– ¿Y vuestra víctima os hace pagar ocho años más tarde?

– Eso es lo que creo.

– ¿Por haberle apretado las tuercas? ¿Estás de cachondeo, Roubaud? Vas a volverte a casa.

– Es la verdad -dijo Roubaud agarrándose a la silla-. ¿Para qué mierda íbamos a torturarlos si no tenían estómago? Se cagaban sólo de vernos.

– ¿Ellos?

Roubaud se mordió de nuevo el labio inferior.

– ¿Eran varios? Espabila, Roubaud, siento que tenemos prisa.

– Había una chica también -murmuró Roubaud-. No tuvimos elección. Cuando fuimos a coger al tipo, estaba con su novia, ¿qué más daba? Nos los llevamos a los dos.

– ¿Le apretasteis también las tuercas a la chica?

– Un poco. Yo no, lo juro.

– Mientes. Sal del despacho, ya no quiero verte. Enfréntate a tu destino, Kévin Roubaud, yo me lavo las manos.

– No fui yo -dijo Roubaud susurrando-, lo juro. No soy un animal. Soy un poco borde si me provocan pero no como los otros. Yo sólo me reía un poco y les guardaba las espaldas.