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– ¡Fuera!

Ese grito de Zach los salvó. Fue lo único bueno que hizo en toda esa noche maldita.

Salieron del edificio acompañados por el ruido ensordecedor de la alarma de incendios. No tardaron en encenderse varias luces a su alrededor. Los gestos somnolientos de las caras que asomaban por las puertas se convertían casi al instante en otros de alarma. «¡Fuego!», se oía gritar cada vez a más voces. El Harvard Hall ardía de un extremo a otro.

Ignoraban si alguien los había reconocido, porque ya no llevaban puestos los pasamontañas. Aunque en este momento no era ésa su mayor preocupación. Querían alejarse lo más rápido posible. No del fuego, sino de aquel pobre hombre ardiendo. Y de sus gritos, que ya debían de haber cesado para siempre.

Huyeron sin pensar adonde iban. Por eso, en vez de dirigirse de vuelta al coche, corrieron en sentido contrario. No se dieron cuenta hasta que apareció ante ellos la estatua de John Harvard. Leo no se acercó esta vez para tocarle el pie en busca de suerte. Nunca más volvió a hacerlo después de aquella noche.

El rostro de la estatua pareció observarlos con una severidad que antes no mostraba. Había en él una recriminación muda por lo que habían hecho y por la mentira bajo la que tendrían que ocultarlo durante el resto de sus vidas. Una mentira más para la «Estatua de las Tres Mentiras», sobre cuya cabeza ondeaba la bandera con el escudo de Harvard y su lema: «VERITAS», la Verdad.

Capítulo 9

Padua, Italia

Nunca antes una sensación tan apabullante de soledad había inundado el pecho de Albert Cloister como la que sentía frente a los gruesos muros del monasterio de Santa Justina, construido hacía más de mil años. Un milenio disuelto en el torrente inexorable del tiempo. Una infinidad de cosas que se habían ido mientras aquellas piedras labradas permanecían, íntegras y en su sitio. El frío, el calor, la lluvia, la nieve, todo fue y se marchó. Una mano invisible oprimía el corazón del sacerdote, yun vértigo extraño de vaciedad se había instalado dentro de su ser. Estaba tranquilo, con la tranquilidad que precede a menudo a las convulsiones y a los más cruciales acontecimientos.

– Pase, por favor, padre -saludó la voz casi inaudible de un exiguo monje que había salido a recibir a Albert.

El día era espléndido, aunque hacía mucho frío. El aire del interior del monasterio era gélido y húmedo. Después de caminar por un corredor en penumbra, los dos hombres salieron al claustro de columnas góticas, reformado sobre el original románico. A Albert Cloister siempre le había seducido más el estilo románico que el gótico, al revés que a casi todo el mundo. La pesadez de la piedra en bloque compacto, la magnitud de las construcciones, la apariencia de solidez sobria y recta, pura, le hacían preferir los edificios románicos en contraposición con la elevación espigada y estudiadamente hermosa de los góticos. El románico era más noble, más auténtico.

– Fray Giulio lo recibirá en su celda. Hace meses que está postrado en cama. Espero que no le moleste la oscuridad. Sus ojos no toleran la luz. Su enfermedad… Hágase cargo, el mes pasado cumplió ciento diez años.

– ¡Ciento diez! -exclamó Albert en un vehemente susurro que, aun así, retumbó entre los muros de la galería por la que ahora caminaban.

– El Señor ha querido que esté con nosotros todo ese tiempo para inspirarnos y aumentar nuestra fe. Para mí es un santo en vida. Los médicos han dicho que puede morir ya en cualquier momento. El pobre sufre tanto… Aquí es.

El pequeño monje golpeó con los nudillos la puerta de madera de la celda. No esperó respuesta, sino que abrió enseguida y elevó cuanto pudo su vocecilla para anunciar la llegada del jesuita.

– Le traigo al padre que viene de Roma y que es amigo del cardenal Ignatius Franzik.

– Lo estaba esperando. Siéntese por favor.

En la oscuridad sólo rota por la luz que entraba desde la puerta abierta, Albert pudo ver un rostro venerable, enjuto y alargado, lleno de arrugas. El pelo era vaporoso, como una seda de albura incomparable. El anciano monje alzó una mano temblorosa y la giró señalando hacia la única silla que había en la celda, junto a su lecho.

– Gracias, fray Giulio -dijo Cloister-. Espero no importunarle.

– No lo haces, hijo mío. Tu alma está afligida y deseas hacerme preguntas. Espero tener yo las respuestas. Y que esas respuestas sirvan para apaciguar tu espíritu.

Mientras Albert se acomodaba en la silla, el otro monje, el que lo había acompañado, se retiró cerrando la puerta tras de sí. La celda quedó en total oscuridad. Aunque, al poco tiempo, el jesuíta se dio cuenta de que un único rayo de luz penetraba el interior por una rendija en el óculo de la pared que daba afuera.

– El buen Ignatius me ha contado lo que aflige tu alma. La visión de un ser maligno en el fuego, y también las experiencias que has investigado de personas con visiones de un más allá diabólico. Y la frase que se te ha presentado ya en varias ocasiones: «Todo es Infierno». Estás preocupado. Tienes recelo y se despiertan tus dudas. Quieres saber qué significa todo esto, y qué tienes tú que ver en ello.

La voz del anciano sonaba profunda y dulce a la vez. No parecía haber en ella un ápice de miedo a la muerte que, tan próxima, aguardaba a su dueño.

– Confieso que estoy bastante confundido. Muy confundido.

– Es natural que lo estés. Ignatius me ha hablado muy bien de ti. Dice que eres un joven honesto, aplicado, trabajador. Tu fe es sólida aunque eres hombre de ciencia. Quizá el Maligno te haya elegido para crear confusión precisamente por eso. Él ataca a los más fieles a Dios Nuestro Señor. A los que mejor le sirven. A esos, el Demonio los odia con mayor intensidad. No los soporta. Es un misterio por qué el Todopoderoso permite a Satanás obrar en el mundo. Los teólogos no alcanzan a explicárselo. Debe de ser parte de un plan cuyos motivos y objeto no comprendemos. Son los renglones torcidos de una escritura siempre recta.

– Pero mi visión, la frase, los huesos rotos de…

– Todo ello es turbador, lo reconozco. Sin embargo, el bien es superior al mal. Este Valle de Lágrimas es como un infierno que todos hemos de superar antes de llegar a la Gloria. Yo creo que es como el colegio para los niños. Dios quiere que sepamos qué es el dolor para comprender el placer, la alegría y la felicidad. Al igual que un padre deja a su hijo equivocarse y tropezar, no porque no lo quiera, sino precisamente porque lo quiere. Lo deja libre y permite que aprenda por sí mismo.