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Y más aún resultaba evidente cuando el grito que había llevado a Cloister hasta allí afloró a los labios del pobre hombre: «TODO ES INFIERNO».

Una hora después de visionar la grabación, el jesuita tenía aún impresas en la retina las imágenes del exorcismo de Daniel, y en sus oídos resonaba la inquietante frase que era ya tan familiar para él. Había pasado decenas de veces otro grito distinto; un grito en el que el viejo jardinero deficiente pronunciaba una frase incomprensible. Al menos incomprensible para Cloister, aunque en cierto modo la cadencia de las extrañas palabras no le resultaba del todo ajena. Podía tratarse de un conjunto de sonidos carente de significación, pero no lo creía así. Ya no creía en el azar ni en las coincidencias. Conectó el equipo de vídeo a su ordenador portátil y capturó el fragmento correspondiente al grito. Luego separó el sonido de la imagen y guardó el archivo de audio para enviarlo por correo electrónico.

Antes cogió su teléfono celular y buscó el número de Doriano Alfieri. El padre Alfieri era el nuevo experto en filología, lingüística y paleografía de los Lobos de Dios, reciente sustituto de otro hombre que había sido toda una leyenda, Giacomo Zanobi. Este último era un caso sorprendente y triste a la vez. A sus sesenta años aún no cumplidos, hablaba con soltura más de treinta lenguas, podía leer en otras cincuenta o sesenta, y conocía en total, más o menos rudimentariamente, alrededor de trescientas. Era un hombre considerado y amable, pero no había manera de entablar una conversación coherente con él. Y no por cuestiones de carácter. Con tanto estudio, algún mecanismo desconocido en su mente se había quebrado, propiciando que se mezclaran en una todas las lenguas que sabía. Algo así como el proceso inverso, en una sola persona, del episodio bíblico de la torre de Babel. Él comprendía perfectamente lo que le decían, pero era incapaz de expresarse en una única lengua delimitada. Eso hacía que casi nunca se le pudiera comprender a la primera, sobre todo cuando utilizaba una mezcolanza de idiomas extremadamente raros, como el sánscrito, el hopi y el volapuk. Sus trabajos como lingüista de prestigio habían estado a punto de caer en una vía muerta. Apartado de los Lobos de Dios por la conveniencia del grupo y por propia voluntad, tenía ahora un ayudante que, con esfuerzo y repeticiones constantes, le permitía seguir adelante en sus investigaciones. Para Cloister fue una pena su pérdida como integrante de los Lobos, pues lo apreciaba mucho.

– Padre Doriano Alfieri al aparato.

La seca frase al otro lado de la etérea línea telefónica sacó a Albert de sus pensamientos.

– Soy Cloister.

– ¡Albert! -dijo el otro sacerdote, el nuevo experto en filología y lingüística, ahora con una voz mucho más afable-. ¿Cómo te va?

– Bien, gracias. En una misión, como casi siempre… Perdona que te moleste, pero tengo una grabación que me gustaría que escucharas.

– Por supuesto.

– No sé si tiene algún sentido. Pero, de tenerlo, necesito saber lo que significa la frase que se oye. Ahora mismo te la envío por correo electrónico. ¿De acuerdo?

– Muy bien. Espero el archivo.

Cloister abrió el programa de correo de su PC, creó un nuevo mensaje, buscó en la libreta de direcciones la del padre Alfieri y le adjuntó el archivo de audio.

– Hecho.

– Muy bien… A ver, déjame que compruebe los nuevos mensajes. Un momento, se está bajando… Lo tengo.

A través del teléfono, Cloister escuchó en silencio cómo su compañero pasaba varias veces seguidas el archivo de audio.

– Lo siento -dijo el padre Alfieri-. No reconozco el idioma. Tiene un patrón lingüístico, no me cabe duda, pero…

– ¿Pero?

– Nada. Dame algo de tiempo y trataré de descifrar el significado. Llámame en media hora. Y, por cierto, vaya sonido. Me ha dado un escalofrío y se me han erizado todos los pelos de la nuca. ¿De dónde lo has sacado?

– Es de un exorcismo. Después vuelvo a llamarte.

Cloister colgó el teléfono esperando no haber parecido descortés con su compañero. Mientras esperaba, aprovechó para poner en orden sus ideas una vez más. Cogió su grabadora digital, transfirió los ficheros de audio al ordenador y fue repasando sus notas de voz. En un documento en blanco escribió lo más relevante. También añadió algunas nuevas cuestiones que habían surgido en su mente y guardó los archivos de sonido en una carpeta cuyo nombre especificaba su contenido y su número de orden, por si necesitaba volver a consultarlos. Nada más acabar de hacerlo, recordó a la doctora Barrett durante el exorcismo. Sobre todo, cómo se había acercado a Daniel hasta poder escuchar lo que él, bajo un estado de enajenación -diabólica o no-, le susurró al oído y que tanto la había alterado. En aquella mujer debía estar encerrado parte del enigma. Su olfato de investigador le decía que así era. Descolgó el auricular del teléfono y marcó el número de la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad.

– Por favor, con la madre Victoria. Soy el padre Albert Cloister.

La voz que había preguntado al otro lado de la línea, respondió que la religiosa no podía ponerse al teléfono en aquel momento porque estaba en un oficio.

– Gracias -dijo Cloister-. No le deje ningún mensaje. La llamaré más tarde.

El sacerdote se quedó pensativo. Tenía unos minutos aún. Sentía su cabeza algo embotada, y optó por darse una rápida y relajante ducha. Puso el agua muy caliente y se metió bajo los chorros humeantes. El vaho ocupó enseguida todo el cuarto de baño, y Cloister perdió la noción del tiempo. Cuando miró su reloj, pudo comprobar que había transcurrido casi una hora desde que telefoneó al padre Alfieri.

Cerró los grifos, se secó a toda prisa y con una toalla alrededor de la cintura, volvió a la mesilla de noche y repitió su llamada al lingüista.

– Hola otra vez, Doriano. Perdona. Siento haberme retrasado. ¿Has encontrado algo?

– Lo siento mucho. No soy capaz de entender ni una palabra. Creo que deberías llamar a Zanobi. Si ese grito tiene algún significado, él es, creo yo, la única persona que puede ayudarte. A mí me ha vencido.

– Sí, tienes razón. Contactaré con Zanobi, a ver si él puede encontrarle algún sentido.

– Que tengas suerte.

– Gracias. Para hablar con Giacomo Zanobi, voy a necesitarla.

– De todos modos -dijo Alfieri a modo de despedida-, si consigo algo nuevo, te llamaré.