– Mil, de acuerdo. Pero necesitaré la llave de la carbonera para llegar hasta aquí, y la de la puerta de metal del patio.
– No hay problema. La carbonera ya no se usa. Nadie puede quejarse. Además, siendo usted un periodista… No hay cuidado.
El hombre entregó las dos llaves a Cloister y le pidió que se las devolviera a su hijo cuando hubiera terminado su labor y sus visitas a la cripta. El jesuita quiso entonces quedarse solo, para tomar unas notas de voz y hacer algunas fotografías. El padre del conserje aceptó de buen grado la petición. Su curiosidad por ver lo que hacía o decía: no era tan grande como su deseo de regocijarse en el golpe de suerte que había tenido. Subió con gran esfuerzo por la escalera de metal y se marchó, no sin antes sopesar la posibilidad de contarle algo más a aquel periodista de tan abultada cartera. El sabía la verdadera historia de cómo el director del hotel mató a su esposa. Una historia que su padre le contara en tantas ocasiones, siempre en tono de confidencia. El modo en que se produjo el asesinato en aquel lugar oculto.
Pero no. Era algo demasiado terrible. El director del hotel y su mujer estaban haciendo el amor sobre el altar, cuando él, que estaba debajo, sacó un cuchillo de caza y se lo clavó a ella en la vagina. Luego tiró del mango y le desgarró por completo el vientre. La mujer murió en medio de un enorme charco de sangre que chorreó sobre el suelo otrora sagrado… No, decididamente no debía contarle eso a nadie, ni siquiera por un buen dinero. Los muertos, muertos están. No hay que profanar sus secretos.
Ya completamente solo en la cripta, Cloister se acercó a la cruz tirada en el suelo y la levantó hasta apoyarla en un muro, como debía estar, boca arriba. Luego respiró hondamente aquel aire rancio y ahogó una arcada. El haz de la linterna reflejaba las innumerables motas de polvo que llenaban el espacio. En ese ambiente, el jesuíta se dispuso a incorporar aquel nuevo descubrimiento a los datos de su investigación.
Capítulo 21
New London.
La iglesia de San Pedro y San Pablo estaba situada en una zona portuaria del norte de New London, junto a unas vías de tren paralelas a la Interestatal Noventa y Cinco. Su párroco, de origen polaco, era un hombre piadoso al que esa noche se le resistía el sueño. Cansado ya de dar vueltas en la cama, había decidido bajar a la iglesia y, a esas horas tardías, estaba sentado en uno de los bancos de madera frente al altar, en espera de que el sueño acudiera por fin para expulsar al pertinaz insomnio.
El día había sido frío, pero nada en él hizo prever la tormenta que se inició al final de la tarde. Llovía con una intensidad asombrosa. Resultaba difícil recordar alguna otra ocasión en la que lo hubiera hecho con tanta violencia. El agua caía del cielo formando una barrera casi sólida. El corazón benévolo del párroco se apiadó de los pobres infelices que estuvieran por las calles. Ningún rincón de la ciudad debía continuar seco. Sin embargo, sí lo estaba el interior de su iglesia. Allí, el golpeteo de la lluvia sonaba amortiguado, con una cadencia arrulladora. El sacerdote notó que los párpados comenzaban finalmente a pesarle. Unos minutos después, se durmió.
En su sueño había un hermoso valle donde se levantaba una ermita. El blanco inmaculado de un rebaño de ovejas que pastaba a su alrededor completaba la escena pastoril. Las ovejas no se inquietaron cuando empezó a repicar la campana de la ermita. El párroco pensó que era la llamada para la misa vespertina, pero vio que la puerta del templo estaba cerrada. No había nadie dentro, aunque las campanas siguieron tocando y tocando, con una insistencia que empezaba a resultar molesta.
Los ojos del sacerdote se abrieron poco apoco. Se sentía desorientado. No era consciente aún de que se había quedado dormido en su iglesia. Los últimos retazos del sueño se desvanecían. Sólo recordaba que en él había un persistente repicar de campanas. Todavía algo confuso, tardó en percibir que llamaban a la puerta.
– ¡Ya va! ¡Ya va! Va usted a quemar el timbre… -dijo el sacerdote, irritado con quien acababa de despertarle.
Recorrió el pasillo interior de la iglesia con pasos rápidos. Frente a la puerta de madera, se ajustó la tira de la bata que llevaba sobre el pijama, antes de abrir. Una ráfaga de lluvia y un viento gélido entraron en la iglesia cuando lo hizo. Al párroco se le ocurrió la absurda idea de que los traía consigo aquella mujer, cuya silueta se alzaba delante de sus ojos y a la que no reconoció, aunque no fuera una extraña.
– ¿Qué es lo que quiere? -dijo el sacerdote, de un modo muy poco amable.
– Confesión, padre. Necesito confesarme. Ahora mismo.
– ¿Seguro que no puede esperar hasta mañana? No creo que esté usted en peligro de muerte como para pedir que la confiesen a estas horas.
La mujer esbozó una amarga sonrisa y replicó en tono angustiado:
– Le juro por Dios que lo necesito. Ahora.
– Ande, ande, pase. Está usted calada -dijo el cura, haciéndose a un lado para dejarla entrar-. Y no use el nombre de Dios en vano.
– Gracias, padre Litwa.
La familiaridad con la que la mujer pronunció su nombre fue como un bálsamo para el sacerdote. Hizo desaparecer de un plumazo su mal humor y su trato formal.
– ¿Quién eres, hija mía? ¿Te conozco?
– Audrey Barrett… La pequeña Audrey.
– La pequeña… Oh, ya me acuerdo. La familia Barrett, claro. ¡Qué cabeza la mía! Tú y tus padres no faltabais a misa un solo domingo ni una sola fiesta de guardar. No te había reconocido, perdóname. Ha pasado tanto tiempo…
– Sí. Llevo veinte años sin volver a New London.
– ¡Pues menudo día que has elegido para regresar! Hace una noche de mil demonios.
– Oh, sí, los demonios andan sueltos -dijo ella, enigmáticamente.
– Dame tu gabardina y el gorro. Los pondré a secar.
– Déjelo, padre.
– Pero están empapados…
– Es igual. No voy a quedarme mucho tiempo.
– Como quieras.
El sacerdote la llevó hasta la nave de la iglesia.
– Siéntate y cuéntame por qué has venido hasta aquí, en esta noche horrible, para confesarte. ¿Tan graves son tus pecados?
Los dos tomaron asiento en unos de los bancos de madera. Audrey suspiró. Ese simple gesto fue suficiente para que el sacerdote percibiera su angustia. A Audrey le asaltaron de nuevo las dudas. Su mente estaba confusa, y variaba de un extremo al otro, sin darle tregua. Un momento antes quería confesarse a toda costa, pero ahoia se dijo que estaba engañándose a sí misma y que eso carecía de sentido. Después de lo que había hecho y de lo que había ocurrido, era ingenuo pensar lo contrario.