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¡De algún vecino! El poeta había visto a mi jardinero muchas veces y sólo puedo atribuir esta imprecisión a su deseo (perceptible en otras partes en el manejo de los nombres, etc.) de dar cierta pátina poética, la flor de la lejanía, a figuras y cosas familiares, aunque es posible también que en la luz quebrada lo haya tomado por un extranjero que trabajaba para un extranjero. A ese dotado jardinero yo lo había descubierto por casualidad un día de descanso, en primavera, en que volvía lentamente a mi casa después de una aventura exasperante y molesta en la piscina interna del College. Estaba de pie en lo alto de una escalera verde, ocupándose de la rama enferma de un árbol agradecido, en una de las avenidas más célebres de Appalachia. Su camisa de franela roja estaba tirada en la hierba. Conversamos con un poco de timidez, él arriba, yo abajo. Me sorprendió agradablemente que fuera capaz de relacionar a cada uno de sus pacientes con su propio habitat. Era primavera y estábamos solos en esa admirable columnata de árboles que los visitantes de Inglaterra han fotografiado de punta a punta. Sólo puedo enumerar aquí algunas especies de esos árboles: el robusto roble de Júpiter y otros dos: el hendido por el rayo de Inglaterra, y el nudoso de una isla del Mediterráneo; un tilo, abrigo contra las intemperies, un fénix (ahora palmera datilera), un pino y un cedro (Cedrus), todos insulares; un sicómoro veneciano (Acer); dos sauces, el verde, igualmente de Venecia, y el de hojas escarchadas de Dinamarca; un olmo de pleno verano, con sus dedos de corteza anillados de hiedra; una morera de pleno verano cuya sombra invita al vagabundeo, y el triste ciprés de Iliria.

Había trabajado dos años como enfermero en un hospital para negros de Maryland. Andaba sin un cobre. Quería estudiar jardinería paisajista, botánica y francés ("para leer en el original a Baudelaire y a Dumas"). Le prometí alguna ayuda económica. Empezó a trabajar en mi casa el día siguiente. Era sumamente gentil y patético y demás, pero un poco charlatán y completamente impotente, cosa que consideré desalentadora. Aparte de lo cual era un tipo fuerte y robusto, y yo gozaba muchísimo del placer estético de verlo luchar vigorosamente con la tierra y el césped o manipular delicadamente los bulbos, o colocar las piedras del sendero, cosa que podrá o no ser una linda sorpresa para mi propietario, cuando vuelva sano y salvo de Inglaterra (¡donde espero que ningún loco sediento de sangre le ande al acecho!) ¡Cómo me hubiera gustado hacerle usar (a mi jardinero, no a mi propietario) un grande y alto turbante, y pantalones abullonados y una ajorca. Seguramente lo hubiera vestido siguiendo la vieja idea romántica del príncipe moro, de haber sido yo un rey nórdico… o más bien de haber sido todavía un rey (el exilio se convierte en una mala costumbre). Me regañarás, hombre modesto, por haber escrito tanto sobre ti en esta nota, pero siento que debo pagarte este tributo. Después de todo, me salvaste la vida. Tú y yo fuimos las últimas personas que vimos a Shade vivo, y más tarde admitiste que habías tenido un extraño presentimiento que te hizo interrumpir tu trabajo cuando nos viste salir de entre los arbustos en dirección a la galería donde estaba… (por superstición no puedo escribir con todas sus letras la extraña y sombría palabra que empleaste).

Verso 1000 ( = verso1: Yo era la sombra del picotero asesinado)

A través de la espalda de la camisa de fino algodón de John se podían distinguir manchas de rosa allí donde se pegaba a la piel y alrededor del borde de la divertida camisetita que usaba debajo de la camisa como hace todo buen norteamericano. Veo con una claridad tan atroz un hombro gordo que gira, el otro que se levanta; su greña gris, su nuca arrugada; el pañuelo colorado colgando fláccido del bolsillo del pantalón, en el otro el bulto de la billetera; la ancha pelvis deforme; las manchas de hierba en el fondo de sus viejos pantalones caqui, las costuras gastadas de sus mocasines; y oigo su encantador gruñido cuando se vuelve y me mira, sin detenerse, para decirme algo como: -Tenga cuidado de no dejar caer nada, no es una posta de papeles -o (con una mueca de dolor)-: Tendré que escribir de nuevo a Bob Wells (el alcalde) a propósito de esos malditos camiones del martes por la noche.

Habíamos llegado al lado Goldsworth del camino y el sendero de losas que bordeaba un jardín lateral para desembocar en el camino de grava que conducía de Dulwich Road a la puerta de entrada, cuando Shade observó: -Tiene usted un visitante.

En la galería, de perfil con respecto a nosotros, ha' ía un hombre bajo, rechoncho, de pelo negro, con un traje marrón, de pie, sosteniendo por la correa ridícula un portafolios raído e informe, el dedo curvado todavía hacia el botón de la campanilla que acababa de apretar.

- Lo mataré -murmuré. Recientemente una muchacha con gorra me había obligado a aceptar un montón de folletos religiosos y me había dicho que su hermano, a quien por alguna razón yo me había representado como un adolescente frágil y neurótico, vendría a discutir conmigo acerca de los Designios de Dios y a explicarme lo que yo no hubiera entendido de los folletos. ¡Vaya con el muchacho!

- Oh, lo mataré -repetí en voz baja, tan intolerable era pensar que la voluptuosidad del poema podía quedar postergada. En mi furor y en mi prisa por librarme del intruso, dejé atrás a John que hasta entonces me había precedido, arrastrando los pies pero con bastante entusiasmo hacia el doble placer de la parranda y la revelación.

¿Había yo visto a Gradus antes? Déjeme pensar. ¿Lo había visto? La memoria sacude la cabeza. Sin embargo el matador me aseguró más tarde que una vez desde mi torre que dominaba el huerto del palacio, yo le había hecho un gesto con la mano mientras él y uno de mis antiguos pajes, un muchacho con pelo como viruta, transportaban vidrios embalados desde el invernadero hasta un camión arrastrado por un caballo; pero como el visitante se volviera ahora hacia nosotros y nos traspasara con sus ojos juntos de serpiente triste, sentí tal sacudida de reconocimiento que de haber estado en la cama, soñando, me hubiese despertado con un quejido.

Su primera bala arrancó un botón de la manga de mi blazer negro, otra pasó cantando junto a mi oreja. Es un disparate maligno afirmar que no me apuntaba a mí (a quien acababa de ver en la biblioteca… seamos lógicos, señores, después de todo el nuestro es un mundo racional), sino al caballero de pelo gris que estaba detrás de mí. Oh, me apuntaba a mí pero me erraba todo el tiempo, el incorregible bruto, mientras instintivamente yo retrocedía, gritando y abriendo mis grandes y fuertes brazos (teniendo siempre en la mano izquierda el poema, "siempre aferrado a la inviolable sombra" como dice Matthew Arnold [1822-1888]), en un esfuerzo por detener al loco que avanzaba y de proteger a John, a quien yo temía que por accidente hiriese mientras que él, mi viejo y torpe John, se agarraba a mí y me arrastraba tras él, tras la protección de sus laureles, con el ajetreo solemne del pobre niño cojo que trata de apartar a su hermano espástico de la lluvia de piedras que le arrojan los chicos de la escuela, espectáculo otrora familiar en todos los países. Sentí -siento todavía- la mano de John tanteando en busca de la mía, buscando la punta de mis dedos, encontrándolos para abandonarlos en seguida como si me trasmitiera, en una sublime carrera de postas, el bastón de la vida.

Una de las balas que me erró le dio en el costado atravesándole el corazón. Al no sentir de pronto su presencia a mis espaldas, perdí el equilibrio, y simultáneamente, para completar la farsa del destino, la pala de mi jardinero asestó a Jack el pistolero, desde el otro lado del seto, un tremendo golpe en el cráneo que lo derribó e hizo volar el arma de su mano. Nuestro salvador la recogió y me ayudó a incorporarme. El coxis y la muñeca derecha me dolían mucho, pero el poema estaba a salvo. John, en cambio, yacía boca abajo, con una mancha roja en la camisa blanca. Todavía tuve la esperanza de que no estuviera muerto. El loco se había sentado en el peldaño de la galería, acariciándose aturdido con las manos ensangrentadas, la cabeza que le sangraba. Dejando que el jardinero lo vigilara, corrí a la casa y escondí el inapreciable sobre debajo de las galochas, botas forradas y botas blancas que las niñas habían amontonado en el fondo de un armario del que salí como del extremo del pasadizo secreto que me había permitido salir de mi castillo encantado y de Zembla para llegar a esta Arcadia. Marqué luego en el teléfono el número inn y volví con un vaso de agua a la escena de la carnicería. El pobre poeta había sido puesto ahora boca arriba y yacía con los ojos muertos y abiertos mirando el azul de la tarde soleada. El jardinero armado y el asesino abatido fumaban uno junto al otro en los peldaños. Este, ya fuese porque sufría o porque hubiera decidido representar un nuevo papel, me ignoraba tan absolutamente como si yo fuese un rey de piedra en un corcel de piedra de la plaza Tessera, de Onhava; pero el poema estaba a salvo.