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Eran casi las ocho y media cuando salí del restaurante. Me detuve en el hotel -ningún mensaje- y luego seguí caminando hasta llegar a la Novena Avenida. Tiempo atrás había una taberna en la esquina, Antares and Spiro's, que ha pasado a ser hoy un mercado de verduras y frutas.

Me dirigí al centro, pasé delante de Armstrong, atravesé la calle 55 y, cuando el disco cambió, crucé la avenida y alcancé St. Paul's tras haber dejado atrás el hospital. Caminé paralelo a uno de sus lados y bajé por las pequeñas escaleras que dan al sótano. Un letrero colgaba de la puerta, aunque hacía falta buscarlo para darse cuenta de su presencia.

Dos letras: A.A. por Alcohólicos Anónimos.

Apenas habían empezado cuando entré.

Me encontré con tres mesas dispuestas en forma de U, con gente sentada alrededor de ellas y una docena de sillas alineadas al fondo de la sala. A un lado, las bebidas refrescantes estaban colocadas en otra mesa. Tomé una taza de plástico que llené de café. A continuación me senté en una de las sillas del fondo. Un par de personas me saludaron con un gesto de cabeza que devolví.

El conferenciante sería de mi edad aproximadamente. Vestía un traje de tweed encima de una camisa de franela a cuadros. Contó la historia de su vida desde sus primeros tragos adolescentes hasta que conoció el programa y no volvió a probar gota de alcohol. De eso hace cuatro años. Se había casado varias veces, destrozado algunos vehículos, perdido unos cuantos empleos, y reparado en diversos hospitales. Luego había dejado la bebida y comenzó a asistir a las reuniones y su vida mejoró.

– Mi vida no mejoró -corrigió-. Yo mejoré mi vida.

Muy a menudo repetían lo mismo. Hablaban mucho, decían muchas de esas cosas y uno acababa por entender siempre lo mismo. A pesar de todo las historias eran interesantes. Ellos se sentaban enfrente de Dios y de todo el mundo y te hablaban de sus malditos asuntos.

Habló durante media hora. Luego hubo una pausa de diez minutos durante la que pasaron el platillo para cubrir los gastos. Dejé un dólar. A continuación me serví otra taza de café y unas pastas. Un individuo con una vieja chaqueta de militar me saludó por mi nombre. Recordé que se llamaba Jim y le devolví el saludo. Me preguntó que tal me iban las cosas y le contesté que todo iba muy bien.

– Tú estás aquí y estas sobrio -terció-. Eso es lo importante.

– Sin duda.

– Cualquier día que acabas sin un trago es un buen día. Los días se suceden sin beber. Lo más difícil del mundo del alcohólico es no beber y tú lo estás haciendo.

Salvo que se equivocaba. Hacía diez días que había salido del hospital. Estuve sin beber durante dos o tres días, luego tomé el primer trago. La mayor parte del tiempo bebía uno, dos, o tres vasos y me mantenía bajo control, pero el domingo por la noche, había agarrado una buena ingestión con bourbon en un bar de la Sexta Avenida donde esperaba no encontrar a nadie conocido. No me pude acordar de cómo salí del bar y de cómo volví a casa, pero el lunes por la mañana, temblaba como una hoja, tenía la boca pastosa y me sentía como un resucitado.

Esto no se lo dije.

Transcurridos los diez minutos empezaron el coloquio. Las personas decían sus nombres, se reconocían alcohólicos y agradecían al conferenciante por su testimonio. Proseguían explicando en qué manera se identificaban con el hablante o recordaban algunas imágenes de su tiempos de borrachos o exponían alguna dificultad con la que debían enfrentarse en su lucha por llegar a ser un sobrio total. Una joven, no mucho mayor que Kim Dakkinen habló de los problemas con su novio, y un homosexual entrado en los treinta narró una pelea que sostuvo con un cliente de su agencia de viajes. La historia era divertida y fue recibida con un torrente de risas.

Una mujer comentó:

– No hay nada más sencillo que renunciar al alcohol. Sólo basta con no beber, asistir a las reuniones y cambiar de una vez la asquerosa vida que lleváis.

Cuando me tocó el turno de hablar dije, simplemente:

– Mi nombre es Matt. No tengo nada que decir.

La reunión acabó a las diez. Me detuve en el bar de Armstrong y me senté en la barra. Dicen que no debe entrar en un bar si quieres dejar la bebida, pero me sentía bien en Armstrong y el café era bueno. Si tenía que beber, bebería y me daba igual el sitio que fuera.

Cuando salí, la primera edición del News ya estaba a la venta. Lo compré y subí a mi habitación. Seguía sin haber ningún mensaje del protector de Kim Dakkinen. Telefoneé de nuevo a su servicio donde me aseguraron que mi mensaje había sido transmitido. Dejé otro mensaje diciendo que era importante que se pusiera lo más rápidamente posible en contacto conmigo.

Me duché, cogí el albornoz y leí el periódico. Siempre leo las noticias nacionales e internacionales pero nunca me puedo concentrar en ellas. Es necesario que los asuntos sean de pequeña escala y que sucedan cerca de casa para que me sienta interesado.

Ese día había algo que me interesaba. En el Bronx, dos muchachos habían arrojado a una joven mujer a los raíles de un tren del metropolitano que llegaba en ese momento. La mujer había permanecido tendida completamente y, a pesar de que seis vagones pasaron por encima de ella hasta que el tren se detuvo, logró salir sin un rasguño.

En West Street, cerca de los muelles de Hudson, una prostituta había sido asesinada a navajazos.

En Corona, un alto cargo policial seguía en estado grave. Hace dos días había sido atacado por dos hombres que le golpearon con barras de hierro y le robaron su arma. Tenía mujer y cuatro hijos menores de diez años.

El teléfono seguía sin sonar. No esperaba que lo hiciera. No encontraba ninguna razón por la que Chance tuviera que responder a mis mensajes a no ser la curiosidad y quizás se acordase de a dónde la curiosidad había llevado al gato. También pude haberme hecho pasar por poli -Sr. Scudder era más fácil de olvidar que inspector Scudder- pero prefería no jugar a ese juego sino tenía necesidad de ello. Sabía que las personas lanzaban conclusiones fáciles, pero no quería ayudarles a ello.

De manera que la única solución que me quedaba era buscarle. Lo que tampoco me desagradaba. Al menos estaría haciendo algo. Mientras tanto los mensajes que le dejé le grabarían mi nombre en su mente.

El inaccesible señor Chance. Casi pensaba que tenía un teléfono instalado en su coche de chuloputas, en su bar, en su trastienda de pieles y en su sombrilla de color rosa. Lo que hace la clase.

Leí las páginas deportivas y volví de nuevo a la crónica de la fulana asesinada en el Village. La noticia era muy escueta. No figuraba ni el nombre ni descripción alguna de la víctima. Sólo decían que tenía veinticinco años.

Llamé al News para preguntar si conocían el nombre de la víctima. Me respondieron que esa información era confidencial. Sin duda la familia no había sido avisada. Llamé al sexto comisariado, pero Eddie Koehler no estaba de servicio y él era mi único contacto allí. Saqué mi agenda, pero pensé que sería muy tarde para llamarla; debía estar dormida y, de todas maneras, como la mayor parte de las mujeres de esta ciudad eran fulanas, no había ningún motivo para pensar que había sido ella la que habían asesinado junto a la autopista de West Side. Me guardé la agenda, la volví a sacar diez minutos después y marqué su número.

Le dije:

– Kim, soy Matt Scudder. Me preguntaba si ha tenido la oportunidad de hablar con su amigo después de nuestra charla.

– No. ¿Por qué?

– Esperaba encontrarle a través de la operadora de su servicio. Pero no creo que se acordara de mí, de manera que mañana tendré que salir a buscarle. ¿Usted nunca le comentó que se iba a largar?

– Ni una palabra

– Ya veo. Si lo ve antes que yo, actúe como si no estuviera pasando nada. Si la llama o se citan en algún sitio llámeme inmediatamente.