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Respiraba lenta profundamente, bebiendo mi refresco a sorbos y sujetando mis manos para que no volaran al vodka. Por fin vino a la mesa.

– Tenía razón. Mañana por la noche estará en Garden.

– ¿Los Knicks ya están de vuelta? Creía que aún seguían de gira.

– No en el estadio habitual. Creo que hay un concierto rock. Chance irá a la pelea del viernes por la noche en el Felt Forum.

– ¿Siempre asiste?

– No, pero un peso welter llamado Kid Bascomb, está comenzando y Chance tiene interés en él.

– Tiene acciones invertidas en él.

– Puede. O puede que tan sólo sea un interés puramente intelectual. ¿Qué te hace sonreír?

– La idea de que un chuloputas pueda tener un interés intelectual en la carrera de un peso welter.

– Tú no conoces a Chance.

– No.

– Él no es como los otros.

– Comienzo a creerlo.

– De cualquier forma el hecho de de Kid Bascomb luche mañana no asegura que Chance vaya a estar en el Forum. Pero es probable. Si quieres hablarte te costará el precio de una entrada.

– ¿Cómo haré para reconocerle?

– ¿Nunca le has visto? No, es verdad, acabas de decírmelo. Le reconocerás si es que le ves.

– No entre una multitud enfervorizada. Ni cuando la mitad del pasaje son chulos y jugadores.

Reflexionó un momento y preguntó:

– ¿Esa conversación que vas a tener con Chance le va a contrariar?

– Espero que no.

– Es que suele tener resentimientos con la gente que le señala con el dedo.

– No veo por qué.

– Entonces Matt, te va a costar, el precio de dos entradas. Conténtate de que sea una velada en el Forum y no un campeonato en el ring principal de Garden. Las mejores localidades no te costarán más de diez o doce dólares, quince como máximo. Te saldrá como mucho por treinta.

– ¿Vienes conmigo?

– ¿Por qué no? Treinta por las entradas y cincuenta por el tiempo que pierdo. ¿No creo que tu bolsillo lo soporte?

– Puede, si es que vale la pena.

– Siento que tenga que pedirte el dinero. Si se tratase de un meeting de atletismo no te pediría un centavo. Pero, consuélate, te hubiera pedido cien dólares por un partido de hockey.

– Así que después de todo, tengo suerte. ¿Te veo allí?

– A la entrada. A las nueve, así tendremos tiempo de sobra, ¿no te parece?

– Perfecto.

– Trataré de llevar algún distintivo -dijo-, para que no tengas problemas en encontrarme.

CUATRO

No fue difícil distinguirlo. Llevaba un traje gris perlino con un chaleco rojo brillante sobre una corbata de punto negra y una camisa blanca. Llevaba gafas de sol con montura metálica. Danny Boy escurría el bulto cuando el sol salía -ni sus ojos ni su piel lo soportaban e incluso llevaba gafas de sol durante la noche, a menos de que se encontrara en un sitio con luz muy tenue como el Poogan's Pub o en el Tó Knot. Hace años me dijo que desearía que hubiera un interruptor en el mundo y que con sólo apretarlo cuando uno deseara todo pasara a tinieblas. En ese momento pensé que semejante comentario se podía aplicar a los efectos del güisqui: lo convierte todo en tinieblas, baja el volumen del sonido y redondea las esquinas.

Elogié las vestimentas de Danny Boy.

– ¿Te gusta el chaleco? -dijo-. Hace infinidad de tiempo que no me lo pongo. Quería estar visible.

Yo ya había sacado los billetes. El más cercano al cuadrilátero costaba quince dólares. Compré dos de cuatro dólares y medio que nos hubieran puesto más cerca de Dios que del ring. Franqueamos la entrada y mostré los billetes boca abajo a un acomodador, al mismo tiempo que deslizaba un billete doblado en su mano. Nos acomodó en un par de asientos en la tercera fila.

– Puede que me vea obligado a cambiarlos, caballeros -dijo excusándose-, pero lo más probable es que no y, de cualquier modo, les aseguro que se sentarán al lado del ring.

Cuando se alejó Danny Boy me dijo:

– Siempre existe una manera, ¿no? ¿Cuánto le has dado?

– Cinco pavos.

– Así las localidades te han costado catorce dólares en lugar de treinta. ¿Cuánto crees que hará en una tarde?

– No mucho en una tarde como hoy. Cuando juegan los Knicks o los Ranger debe multiplicar su salario por cinco o por seis en propinas. También es verdad que debe pagar a alguien más.

– Todo el mundo se aprovecha.

– Aparentemente.

– Todo el mundo sin excepción. Incluso yo.

Era un aviso. Le pasé un billete de diez y dos de veinte. Los metió en el bolsillo y echó el primer vistazo en serio al auditórium.

– Por el momento no lo veo -señaló-. Supongo que sólo vendrá al combate de Bascomb. Voy a dar una vueltecita. No te preocupes.

– Como no.

Abandonó su sito y se perdió por la sala. Yo observaba atentamente no sólo con el ánimo de reparar en Chance, sino también para tomar contacto con el público. Mucha de la gente que lo componía podían haber estado en los bares de Harlem la noche previa: chulos, trapicheristas, jugadores, y otras gentes poco recomendables que operaban al norte de Manhattan. Casi todos ellos iban acompañados de mujeres. Había también algunos mañosos blancos; estos llevaban trajes más deportivos, joyas de oro y no traían compañía. Las localidades más baratas estaban ocupadas por un público heterogéneo, el habitual a los eventos deportivos: negros, blancos, sudamericanos; solos, en parejas, en grupos, comían perritos calientes y bebían cerveza en vasos de papel; hablaban, bromeaban y, de vez en cuando echaban un vistazo a lo que ocurría en el cuadrilátero. Aquí y allá vi algún rostro sacado del hipódromo, rostros angulosos, prematuramente envejecidos que sólo los apostadores profesionales pueden llegar a tener. Sin embargo no había muchos. Hoy por hoy, ¿quién apuesta todavía en los combates de boxeo?

Me volvió hacia el ring. Dos muchachos sudamericano, de piel blanca uno y oscura el otro, ponían mucho cuidado en no hacerse daño. Debían de ser pesos ligeros y el blanco parecía tener temperamento y una buena pegada. El combate empezaba a interesarme. En el último asalto el más oscuro empezó a encontrar camino para llegar al mentón del otro. Estaba machacando el cuerpo del contrario cuando sonó la campana. Ganó a los puntos y un grupo de espectadores, agrupados en la misma esquina, protestaron la decisión. Los amigos y familiares del vencido, supuse.

Danny Boy estaba de vuelta cuando terminó el combate. Unos minutos después, Kid Bascomb saltó a las cuerdas y comenzó a boxear en el vacío. Un poco tarde lo hizo el contrario. Bascomb era muy oscuro, musculado, de espaldas anchas y mentón prominente. Su cuerpo parecía estar frotado con aceite por la manera en que brillaba. El muchacho contra el que se enfrentaba era un italiano del sur de Brooklyn llamado Vito Canelli, tenía exceso de grasa en la cintura y parecía tan blanco como el pan, pero yo ya le había visto boxear y sabía que no había que fiarse de las apariencias.

Danny Boy me dijo:

– Hele aquí. En el pasillo central Me volví y vi al acomodador que había aceptado mis cinco pavos acompañar a un hombre y a una mujer a sus localidades. Ella tenía cabellos cobrizos que le caían por la espalda, una piel de porcelana fina y debía medir un metro sesenta y cinco. Su acompañante andaría por el uno ochenta y cinco y noventa kilos de peso. Hombros anchos, cintura estrecha. Sus cabellos eran más cortos que largos y su piel era de un moreno atractivo. Vestía una chaqueta ligera de piel de camello y unos pantalones marrones de franela. Se asemejaba a un deportista profesional, o a un prospero abogado, o a un triunfante hombre de negocios negro.