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¿Asegurarnos de que viva? ¡Pero si tendrá suerte si aguanta esta noche!

Bueno, si recogemos a algún médico que esté menos jodido que él, nos aseguraremos de que lo atiende a él en primer lugar. Mientras tanto, es cosa vuestra. Botiquín. Os daré raciones extra si sobrevive. Ah, y no lleva nada que valga la pena.

¡Eh! Nosotros queremos una parte del rescate. ¡Eh!

Se habían caído en el interior del cráter. El vehículo se deslizaba a toda velocidad. Una gran explosión los había hecho volcar en el barro. Se habrían matado de no haber llevado los trajes. Algo golpeó con fuerza su casco, destruyendo los auriculares y atestando el visor de una luz cegadora. Se lo quitó como pudo y este cayó rodando al interior de la gran piscina formada en el fondo del cráter. Más explosiones. Atrapado e inmovilizado en el barro.

Entregado, no haces más que dar por el saco, ¿lo sabías?

¿Qué ha sido eso?

Y yo qué coño sé.

El destructor terrestre, sin cabina, con una estela de humo y una de sus grandes orugas segmentadas en la pendiente del cráter, rodó a trompicones hacia el interior. Worosei había conseguido esquivar todos los escombros y se había salvado. Intentó liberarlo, pero cayó cuando la máquina se deslizó encima de él, Quilan profirió un grito al hundirlo en el suelo el colosal peso del destructor, y sus piernas quedaron atrapadas al chocar contra algo duro. Se rompió varios huesos.

Vio marcharse a la pequeña nave que la condujo a la nodriza, y la puso a salvo. El cielo seguía salpicado de destellos y le zumbaban los oídos con las detonaciones. El destructor terrestre hizo que el suelo temblase al explotar su munición, y cada estallido le producía un tremendo dolor. La lluvia no cesaba y le empapaba el rostro y el pelaje, camuflando sus lágrimas. El nivel del agua del cráter aumentaba, ofreciéndole una forma alternativa de morir, hasta que una nueva explosión de la máquina sacudió el suelo e hizo brotar una bocanada de aire desde el centro de la mugrienta piscina, cuyo contenido se empezó a escurrir, formando un hondo túnel. Aquel lado del cráter también se desmoronó y el morro del destructor terrestre se inclinó hacia abajo, la parte posterior se elevó y la máquina pivotó sobre él, zambulléndose con furia en el orificio y provocando una nueva serie de explosiones.

Quilan intentó arrastrarse con ayuda de sus manos, pero no pudo. Empezó a tratar de excavar para liberar sus piernas.

A la mañana siguiente, un equipo de búsqueda y rescate de los Invisibles lo encontró en el barro, semiconsciente, rodeado de un hoyo poco profundo que había cavado en torno a sus piernas, pero aún incapaz de poder liberarse. Uno de sus miembros le propinó varias patadas en la cabeza y le apuntó directamente a la frente con una pistola, pero éltodavía sacó fuerzas para decir en voz alta su título militar y su rango. Los Invisibles tiraron de él, librándolo del abrazo del barro e ignorando sus gritos, lo arrastraron pendiente arriba y lo lanzaron a la parte posterior de un vehículo medio destrozado, junto con el resto de los muertos y de los que agonizaban.

Avanzaban lo más despacio que parecía posible, con los que iban a morir confinados en un vagón cuya vida tampoco parecía lo suficientemente larga como para completar el viaje. El camión había perdido las puertas traseras en lo que fuera que hubiera desembocado en la imposibilidad de avanzar a una velocidad poco mayor que la de caminar. Cuando lo movieron y limpiaron la sangre de sus ojos, pudo ver las llanuras de Phelen tras de sí. Eran tierras negras y quemadas, que se extendían hasta donde abarcaba la vista. De cuando en cuando, ráfagas de humo manchaban el horizonte. Las nubes eran negras o grises, y a veces caían cenizas como lluvia suave.

Pero la lluvia real arreciaba con fuerza cuando el vehículo se encontraba en una zona de la carretera situada por debajo del nivel de las llanuras, transformando la vía en un arroyo gris e invadiendo la puerta trasera y el compartimento posterior del camión. Habían levantado a Quilan, que gemía de dolor, y lo habían sentado en uno de los bancos de la parte de atrás. Consiguió mover un brazo y la cabeza, no sin mucha dificultad, para contemplar con impotencia cómo tres de los heridos que lo acompañaban morían en sus camillas, engullidos por la marea gris. Él y uno de los otros gritaron, pero aparentemente, nadie los oyó.

El camión empezó a girar precipitadamente de un lado al otro, deslizándose sin rumbo en el barrizal. Quilan levantó la vista, asustado, hacia el abollado techo mientras el agua mugrosa se arremolinaba sobre los cuerpos sumergidos, a la altura de sus rodillas. Se preguntó si realmente le importaba o no morir, y decidió que sí porque tenía una posibilidad de volver a ver a Worosei. Entonces, el camión se estabilizó y encontró tracción, saliendo lentamente de las aguas y recuperando el camino entre rugidos.

La mezcla de ceniza y agua empezó a escurrirse de la parte posterior, dejando al descubierto los cadáveres, rebozados en gris, como si llevaran sudarios.

El camión tomó varios desvíos para esquivar hoyos y cráteres. Atravesó dos puentes improvisados entre tambaleos. Se cruzó con otros vehículos que circulaban en dirección contraria a la suya y, en una ocasión, un par de naves supersónicas pasaron en vuelo raso por encima de él, levantando polvo y cenizas. Nadie lo adelantó en ningún momento.

Quilan fue mínimamente atendido por dos camilleros de los Invisibles, que tenían órdenes de vigilarlo. En realidad, eran Desoídos, una casta por encima de los Invisibles, perteneciente a la ideología de los Leales. Ambos parecían alternar impredeciblemente entre el alivio de que fuera a sobrevivir y pudieran obtener un pellizco del rescate y el fastidio de que hubiera sobrevivido. En su cabeza, los bautizó como Mierda y Pedo, y se enorgulleció de no poder recordar sus verdaderos nombres.

Fantaseaba. Básicamente, fantaseaba con la idea de reunirse con Worosei sin que ella se hubiese enterado de que él había sobrevivido, de forma que el encuentro supusiese una completa sorpresa. Intentaba imaginar el aspecto de su rostro, la sucesión de expresiones que vería en ella.

Por supuesto, jamás sucedería así. Ella estaría igual que él, si las circunstancias fueran inversas; intentaría por todos los medios averiguar qué le había ocurrido a él, con la esperanza, por vana que pudiera parecer, de que hubiera sobrevivido gracias a cualquier milagro. Así, lo descubriría, o alguien se lo comunicaría cuando se difundiese la información sobre su huida, y él no vería esa expresión en su rostro. No obstante, podía imaginar todo aquello y se pasaba las horas haciéndolo, mientras el camión traqueteaba y gruñía en su trayecto a través de las calurosas llanuras.

Les había dicho su nombre, una vez que hubo conseguido articular palabra, pero nadie pareció prestarle la menor atención; lo único aparentemente importante era que se trataba de un noble, con la marca y la armadura que lo acreditaban. Tampoco estaba seguro de la conveniencia de recordarles cómo se llamaba. Si lo hacía, y se lo comunicaban a sus superiores, tal vez Worosei tardaría menos en descubrir que permanecía con vida, pero también tenía aquella parte supersticiosa y cautelosa que temía hacerlo, porque se imaginaba que alguien se lo decía a ella (satisfaciendo aquella presunta vana esperanza) e imaginaba la expresión de su rostro en ese momento, pero también se imaginaba muriendo después de aquello, porque no habían podido curar sus lesiones y cada vez se sentía más débil.