La gente había asumido que las aerosferas debían ser obra de la inteligencia, pero en realidad, nadie —o, al menos, nadie dispuesto a compartir sus conocimientos sobre el tema— tenía ni idea. La megafauna podía saber algo pero, para frustración de eruditos como Uagen Zlepe, las criaturas como Yoleus se encontraban tan y tan lejos del período Inescrutable que, con cualquier propósito práctico, el mundo también podría haber sido sinónimo de «sinceridad», o un «parlanchín de corazón simple».
Uagen se preguntó a qué velocidad estaba cayendo en ese momento. Tal vez si lo hacía demasiado rápido, volaría directamente hacia el bolígrafo, se lo clavaría y se mataría. ¡Qué deliciosa ironía! Y qué dolor. Comprobó la velocidad de caída en una pequeña pantalla situada en un rincón de sus gafas. Era de veintidós metros por segundo, y su tasa de descenso estaba aumentando de forma lenta y progresiva. Ajustó su velocidad a una constante de veinte.
Volvió a fijar su atención en el gran abismo azul que se extendía al frente y por debajo, y localizó el bolígrafo, que se tambaleaba de forma mínima mientras caía, como si algo o alguien invisible estuviera garabateando una espiral con él. Uagen consideró que se acercaba al objeto a un ritmo satisfactorio. Cuando se encontró a pocos metros de él, redujo ligeramente la velocidad, hasta encontrarse al nivel del instrumento, no más rápido de lo que una pluma caería a través del aire fresco.
Uagen cogió el bolígrafo. Intentó detener su caída de la forma más impresionante, como lo haría una persona de acción (pese a ser un estudioso erudito, también era alguien ávido de aventura, por inverosímil que eso pudiera parecer), dando una vuelta en el aire hasta situar los pies por debajo, donde las cuchillas propulsoras de los brazaletes se enfrentaron a la resistencia del aire. En retrospectiva, la posibilidad de haberse mutilado él mismo era bastante alta. Pero, en lugar de ello, simplemente perdió todo control y empezó a dar caóticas volteretas en el aire, gritando y maldiciendo, intentando mantener la cola enrollada y alejada de las cuchillas propulsoras, desprendiéndose de nuevo, sin querer, del bolígrafo.
Extendió sus extremidades y esperó a que sus movimientos adquiriesen cierta regularidad, tras lo que volvió a adoptar una posición aerodinámica para retomar el control de la caída y recuperar el objeto. Alcanzó a ver un vago indicio de la silueta de Yoleus, muy, muy arriba, y un pequeño contorno —lo suficiente cercano como para ser una forma y no un simple punto— en diagonal ascendente. Parecía Praf 974. Y allí estaba el bolígrafo; encima de él, abandonando su caída en espiral y reemprendiendo su actitud de proyectil de ballesta. Uagen utilizó los controles de sus puños para reducir la potencia de los propulsores.
El bramido del viento aminoró; el bolígrafo cayó suavemente en su mano. Lo fijó a un lateral de la placa de escritura y volvió a usar los controles de la muñeca para relanzar los motores de las cuchillas propulsoras. La sangre le subió a la cabeza, añadiendo un nuevo rugido a sus oídos, sumado al del viento, que oscurecía y emborronaba el azul panorama. Su collar, un regalo cortesía de su tía Silder, de antes de marcharse, se deslizó bajo su barbilla.
Dejó que las cuchillas propulsoras volasen libremente durante un momento, y luego volvió a alimentar los motores. Sentía la cabeza pesada y cargada, pero aquello era lo peor que había experimentado hasta entonces. Su precipitada caída en picado se convirtió en un lento planeo, con el denso aire como ayuda para mantener su estabilidad. Finalmente, se detuvo. Pensó en intentar equilibrar su posición mediante los motores de los brazaletes de los tobillos. Activaría la capa y se dejaría flotar hacia arriba.
Se quedó allí, suspendido e inmóvil, mientras los motores giraban con dificultad en el denso ambiente.
Entrecerró los ojos.
Había algo allí abajo, a mucha distancia, pero aún perceptible entre la neblina. Una silueta. Una enorme silueta que ocupaba aproximadamente la misma parte de su campo visual que su mano estirada, pero tan lejana que apenas era visible en la nebulosa. Uagen fijó la vista, miró hacia otro lado y volvió a mirar hacia abajo.
Definitivamente, allí había algo. Desde la aleteada forma de un dirigible, parecía otro behemotauro, aunque Yoleus había mostrado que Muetenive los había conducido a un nivel inhabitual, dolorosa y discutiblemente bajo, casi sin precedentes, con lo que Uagen consideró muy extraña la posible presencia de otra de aquellas gigantescas criaturas tan por debajo incluso de la pareja del cortejo. Por otro lado, la forma tampoco parecía la habitual. Tenía demasiadas aletas y, en plano —bajo la circunstancia de estar mirando hacia abajo y por la espalda—, tenía aspecto de ser asimétrica. Muy poco usual. Incluso alarmante.
Se oyó un aleteo cerca.
—Aquí está tu gorro.
Uagen se volvió a mirar a Praf 974, que batía las alas lentamente en la densidad del aire y sostenía en el pico el gorro con borla.
—Ah, gracias —repuso él, cogiendo con fuerza la prenda.
—¿Tienes el bolígrafo?
—Mmm, sí, sí, lo tengo. Mira allí abajo. ¿Ves algo?
Praf 974 fijó la vista en la dirección indicada. Finalmente, dijo:
—Hay una sombra.
—Sí, ¿verdad? ¿Te parece que pudiera ser un behemotauro?
—No —contestó la intérprete, girando la cabeza.
—¿No?
La intérprete giró la cabeza hacia el otro lado.
—Sí —dijo.
—¿Sí?
—No y sí. Los dos a la vez.
—¡Ah! —Uagen volvió a mirar hacia abajo—. Me pregunto qué será.
—Y yo también. ¿Volvemos al Yoleus?
—Mmm, no sé. ¿Crees que debemos hacerlo?
—Sí. Hemos caído a mucha distancia. No veo el Yoleus.
—Oh. Vaya. —Uagen miró hacia arriba. Claramente, la silueta gigante de la criatura había desaparecido entre la niebla—. Ya veo. O, mejor dicho, no veo. Ja, ja.
—Efectivamente.
—Mmm…, pero sigo preguntándome qué es eso de allí abajo.
El sombrío contorno de aquel ser gigante parecía inmóvil. Las corrientes de aire casi lo hacían desaparecer entre la niebla en ciertos momentos, dejando solo a la predisposición del ojo el hecho de que seguía allí. Y luego volvía, se distinguía, pero seguía sin mostrar nada más que una forma, una sombra de un azul más profundo que el del inmenso abismo de aire que tenían por debajo.
—Deberíamos regresar al Yoleus.
—¿Crees que tendrá alguna idea de lo que es eso?
—Sí.
—Parece un behemotauro, ¿no?
—Sí y no. Quizá esté enfermo.
—¿Enfermo?
—Herido.