Su discurso fue ovacionado con un colosal silencio de sorpresa. Abandonó el escenario entre silbidos y abucheos y pasó la noche en una embajada de la Cultura, a cuyas puertas se agolpó una masa dispuesta a terminar con su vida.
Se embarcó en una nave de la Cultura al día siguiente, y viajó extensamente por allí a lo largo de los siguientes años. Finalmente, estableció su hogar en el orbital de Masaq.
Ziller se quedó allí incluso después de la elección de un presidente ecualitario en Chel, que tuvo lugar siete años después de su marcha. Se llevaron a cabo varias reformas y los Invisibles y las otras castas fueron exoneradas al fin; pero, no obstante, pese a numerosas peticiones e invitaciones, Ziller no había regresado a su hogar, sin dar excesivas explicaciones.
La gente dio por hecho que la razón era que el sistema de castas seguía vigente. Parte del compromiso que habían vendido las reformas de las castas superiores era que los títulos y los nombres de cada casta se conservarían como parte de la nomenclatura legal de cada individuo, y que una nueva ley de propiedad proporcionaría la titularidad de las tierras de clanes a la familia inmediata del superior de cada casa.
A cambio, la gente de cualquier nivel social tendría la libertad, a partir de entonces, de casarse y procrear con quien quisiese, y cada pareja tomaría la casta del designado más alto de los dos, su descendencia heredaría la casta; tribunales de castas electas supervisarían la redesignación de los individuos que solicitasen una casta, y ya no existiría ninguna ley que castigase a aquellos que afirmasen ostentar una casta superior a la suya, con lo que, en teoría, cualquiera podía ser lo que quisiera, aunque un tribunal de justicia insistiese en denominarlos con el apelativo de la casta en la que nacieron o a la que fueron redesignados.
Aquello suponía un colosal cambio en el comportamiento y en las leyes en comparación con el sistema antiguo, pero no dejaba a un lado el sistema de castas, y eso no parecía suficiente para Ziller.
Entonces, la coalición de gobierno de Chel designó a un Castrado como presidente, como símbolo efectivo pero sorprendente del gran cambio que había tenido lugar. El régimen sobrevivió a un intento de golpe de Estado perpetrado por varios oficiales de las Guardias, experiencia gracias a la cual pareció fortalecerse, repartiendo el poder y la autoridad, de manera aún más plena e irrevocable, entre los escalafones más bajos de las castas originales. Pero Ziller, posiblemente más popular que nunca, siguió sin querer regresar. Según sus propias palabras, prefería esperar a ver qué ocurría.
Pero algo horrible sucedió a continuación y él lo supo, y no volvió a casa, ni siquiera tras la guerra de Castas, que estalló nueve años después de su marcha y que fue, por reconocimiento propio, culpa de la Cultura en su mayor parte.
Finalmente, Kabe dijo:
—Mi propio pueblo luchó una vez contra la Cultura.
—Al contrario que nosotros, que luchamos contra nosotros mismos. —Ziller miró al homomdano—. ¿Obtuvieron algún provecho de la experiencia? —preguntó con aspereza.
—Sí. Perdimos mucho; mucha gente valiente, muchas naves nobles. Y no alcanzamos nuestros principales objetivos de guerra directamente, pero mantuvimos nuestro recorrido civilizacional, y ganamos en el sentido de que descubrimos que se puede vivir en armonía en la Cultura, y en que ya no era lo que creíamos y nos preocupaba: una existencia mesurada en el hogar galáctico. Desde entonces, nuestras dos sociedades han mantenido un trato cordial y, en ocasiones, incluso hemos establecido alianzas.
—Vamos, que, al final, no acabaron con ustedes.
—Tampoco lo intentaron. Ni nosotros. Nunca fue ese tipo de guerra y, por otro lado, no es su forma de hacer las cosas, ni la nuestra. En realidad, la de nadie en nuestros días. En cualquier caso, nuestras disputas con la Cultura siempre fueron un derivado de la acción principal, que era el conflicto entre nuestros habitantes y los idiranos.
—Ah, sí. La famosa batalla de las Dos Novas —dijo Ziller con cierto desdén.
A Kabe le sorprendió su tono de voz.
—¿Ya ha terminado los retoques de su sinfonía? —preguntó.
—Casi.
—¿Sigue estando orgulloso de ella?
—Sí. Mucho. No hay ningún problema con la música. No obstante, empiezo a preguntarme si mi entusiasmo se ha llevado lo mejor de mí. Quizá me equivoqué al implicarme tan a fondo con el memento morí de la Mente de nuestro Centro. —Ziller se movió nerviosamente y luego hizo una seña con la mano—. Ah, no me haga caso. Siempre me quedo algo abatido cuando termino una obra de esta envergadura, y debo admitir que siento un cierto grado de nerviosismo ante la perspectiva de dirigirla frente a la cantidad de público estimada por el Centro. Y tampoco tengo claros los complementos esos que el Centro quiere añadir a la música. —Ziller gruñó—. Quizá soy más purista de lo que pensaba.
—Estoy seguro de que todo irá maravillosamente bien. ¿Cuándo tiene el Centro la intención de anunciar el concierto?
—Muy pronto —contestó Ziller, a la defensiva—. Es una de las razones por las que he venido aquí. Pensé que me asediarían si me quedaba en casa.
Kabe asintió lentamente.
—Me alegro de poder ayudarlo —añadió—. Y estoy impaciente por escuchar su obra.
—Gracias. Estoy contento del resultado, pero no puedo evitar sentirme algo cómplice del macabrismo del Centro.
—Yo no lo definiría como macabro. Los viejos soldados rara vez lo son. Deprimido, inquieto y, en ocasiones, morboso, pero no macabro. Este es un asunto civil.
—¿El Centro no es un civil? —preguntó Ziller— ¿El Centro puede estar deprimido e inquieto? ¿Esa es otra de las cosas sobre las que no he sido informado?
—El Centro de Masaq nunca ha estado deprimido o inquieto, hasta donde yo sé —repuso Kabe—. Pero, en una ocasión fue la Mente de un Vehículo General de Sistemas adaptado a la guerra y estuvo en la batalla de las Dos Novas, al final de la guerra, y sufrió una destrucción casi completa de manos de una flota idirana.
—No del todo completa.
—No del todo.
—Entonces, no creen en eso de que el capitán debe morir con el barco.
—Creo que ser el último en abandonarlo se considera suficiente. Pero, ¿se da cuenta? Masaq se lamenta por los que perdió, por todos los que murieron, e intenta compensar su participación en la guerra.
—Ya podrían haberme contado algo de todo esto —murmuró Ziller, negando con la cabeza. Kabe se guardó de comentar que el compositor lo hubiera averiguado todo con relativa facilidad si se hubiera molestado en intentarlo. Ziller dio unos golpecitos a su pipa—. Bien, esperemos que no sufra de desesperación.
—El dron E. H. Tersono está aquí —anunció la casa.
—Ah. Perfecto.
—Justo a tiempo.
—Que pase.
El dron entró flotando por el balcón, reflejando la luz del sol sobre su piel de porcelana rosada y su armazón de petrelumen azul.
—He visto que el balcón estaba abierto. Espero que no les importe.
—En absoluto.
—Escuchando detrás de la puerta, ¿eh? —preguntó Ziller.
El dron se aposentó con delicadeza sobre una silla.
—Estimado Ziller, por supuesto que no. ¿Por qué lo pregunta? ¿Acaso estaban hablando de mí?
—No.
—Bien, Tersono —intervino Kabe—, eres muy amable al visitarnos. Comprendo que debemos ese honor a que traes noticias frescas sobre nuestro enviado.
—Sí. Me han revelado la identidad del emisario de Chel que vamos a recibir —repuso el dron—. Su nombre completo es, y cito textualmente, comandante Tibilo Quilan IV 47° Otoño de Itirewein Llamado-a-Armas-de-Entregados, Orden de Sheracht.
—¡Cielo santo! —dijo Kabe, mirando a Ziller—. Sus nombres completos son aún más largos que los de la Cultura.
—Sí. Un rasgo simpático, ¿verdad? —contestó Ziller. Miró al interior de su pipa, con el ceño fruncido—. Entonces, nuestro emisario es un sacerdote militar. Un rico intermediario, descendiente de una de las familias soberanas, que encontró sentido a su vida alistándose en el Ejército, o a quien arrastraron allí para quitarlo de en medio, y luego encontró la fe, o le pareció políticamente correcto encontrarla. De padres tradicionalistas. Y, seguramente, viudo.
—¿Lo conoce? —preguntó Kabe.
—En realidad, sí. De hace mucho tiempo. Fuimos juntos a la escuela de pequeños. Éramos amigos, supongo, aunque no especialmente íntimos. Perdimos el contacto. Y no he sabido nada de él desde entonces. —Ziller inspeccionó su pipa, con expresión de querer encenderla de nuevo. Pero, en lugar de eso, la volvió a guardar en el bolsillo de su chaleco—. Pero aunque no nos hubiéramos conocido tiempo atrás, el resto de su embrollado nombre revela casi todo lo que hace falta saber. Los nombres completos de la Cultura actúan como direcciones; los nuestros, como historias envasadas. Y, por supuesto, revelan si hay que efectuar una reverencia o merecerla. Nuestro comandante Quilan esperará, con toda seguridad, que nos inclinemos ante él.
—Puede que le haga un flaco favor —dijo Tersono—. Tengo una biografía completa que podría interesarle…
—En realidad, no me interesa —repuso Ziller tajantemente, volviéndose a mirar un cuadro que colgaba de una pared. En él, se mostraban antiguos homomdanos que cabalgaban sobre enormes criaturas de grandes colmillos, ondeando banderas y blandiendo lanzas con aire heroico.
—A mí me gustaría echarle un vistazo después —dijo Kabe.
—Por supuesto.
—Entonces, ¿cuánto tardará en llegar? ¿Veinticuatro o veinticinco días?
—Aproximadamente.
—Espero que esté disfrutando del viaje —concluyó Ziller, con una voz extraña, casi infantil. Escupió sobre sus manos y alisó el revuelto pelaje de sus antebrazos, dejando a la vista las zarpas al hacerlo; sus uñas eran negras y curvadas, del tamaño de un dedo meñique humano, que brillaban bajo la luz solar como cuchillas de obsidiana.
El dron de la Cultura y el homomdano cruzaron una mirada. Kabe bajó la cabeza.