Выбрать главу

Su mentor y consejero era Fronipel, el monje más anciano que sobrevivió a la guerra. Se había escondido de los Invisibles en un bidón de cereales de uno de los sótanos, y había permanecido allí durante dos días después de la invasión del monasterio por parte del destacamento de los Leales, ignorando que ya estaba a salvo. Demasiado débil como para salir de allí, casi murió deshidratado de no haber sido porque los soldados lo descubrieron al organizar un operativo de búsqueda para localizar algún posible Invisible rezagado.

En las zonas que sus hábitos dejaban al descubierto, el pelo del anciano monje era escaso y áspero. Tenía otras partes del cuerpo casi desnudas que permitían ver su agrietada piel grisácea. Se movía con dificultad, especialmente cuando el clima era húmedo, lo que resultaba habitual en Cadracet. Sus ojos, escondidos tras unas antiguas gafas, parecían proyectados, como si hubiera una especie de humo gris entre las dos esferas. El viejo monje llevaba su decrepitud sin un atisbo de orgullo ni desdén. En aquella era de regeneración corpórea y órganos de recambio, semejante decadencia no podía sino ser voluntaria, o incluso deliberada.

Normalmente, hablaban en una pequeña celda vacía destinada a tal fin. Solo contenía un asiento ondulado en forma de ese y una pequeña ventana.

El anciano monje tenía la prerrogativa de utilizar el primer nombre de sus acólitos, de forma que llamaba Tibilo a Quilan, lo que le hacía sentir de nuevo como un niño. Imaginó que ese sería precisamente el propósito. A su vez, él debía dirigirse a Fronipel como Custodio.

En ocasiones siento… siento celos, Custodio. ¿Es eso una locura? ¿O algo malo?

¿Celos de qué, Tibilo?

De su muerte. De que ella muriese. Quilan miró por la ventana, incapaz de enfrentarse a los ojos del monje. Desde allí, las vistas eran prácticamente idénticas a las de su propia celda. Si pudiera pedir una sola cosa, pediría su regreso. Creo que ya he asumido que eso es imposible, o muy poco probable al menos, pero, ¿sabe? Ya casi no queda nada seguro. Esto es otra cosa; todo es contingente en nuestros días, todo es provisional gracias a nuestra tecnología y nuestra comprensión.

Quilan miró a los ojos nebulosos del anciano monje.

Antiguamente prosiguió la gente moría y eso era todo. Se podía albergar la esperanza de reencontrarse con alguien en el cielo, pero cuando uno moría, moría. Era simple, era definitivo. Y ahora… Agitó la cabeza con furia. Ahora la gente muere y los Guardianes de Almas la reviven, o la llevan al cielo que sabemos que existe, sin necesidad alguna de la fe. Tenemos clones, cuerpos regenerados (yo mismo estoy regenerado en mi mayor parte)… A veces me despierto y pienso si sigo siendo yo. Sé que se supone que uno es su mente, su juicio y su pensamiento, pero no creo que sea tan fácil. Agitó de nuevo la cabeza y se secó la cara con la manga de su hábito.

Entonces, sientes celos de eras más tempranas.

Quilan guardó silencio durante unos momentos y dijo:

Esto también. Pero estoy celoso de ella. Si no puedo tenerla conmigo, solo me queda el deseo de no vivir. No es un deseo de matarme, sino de no haber sobrevivido. Si no puedo compartir mi vida con ella, quiero compartir su muerte. Y no puedo, por eso siento envidia. Celos.

Las dos cosas no son lo mismo, Tibilo.

Lo sé. Algunas veces, lo que siento es… no estoy seguro… como un débil anhelo por lo que no tengo. En ocasiones es lo que creo que quiere decir la gente cuando utiliza la palabra envidia, y otras veces son auténticos y rabiosos celos. Casi la odio por haber muerto sin mí. Quilan negó con la cabeza, casi sin creer lo que estaba diciendo. Era como si sus palabras, al fin expresadas ante otro, dieran forma a unos pensamientos que no había querido reconocer hasta esconderlas incluso de sí mismo. Miró al anciano monje a través de sus lágrimas. Pero yo la quería, Custodio. La quería.

Estoy seguro de que así es, Tibilo asintió Fronipel. Si no, no estarías sufriendo de esta manera.

Quilan volvió a apartar la mirada.

Ya ni siquiera lo sé con seguridad dijo. Afirmo que la quería, creo que lo hacía, estaba seguro de hacerlo, pero, ¿realmente era así? Tal vez lo que realmente siento es culpabilidad por no haberla querido. No lo sé. Ya no sé nada.

El anciano monje se rascó una de sus calvas.

Sabes que estás vivo, Tibilo, y que ella está muerta, y que podrías verla de nuevo repuso.

¿Sin su Guardián de Almas? No lo creo, señor. Ni siquiera estoy seguro de creer en verla de nuevo aunque se hubiera recuperado dijo Quilan, mirándole a los ojos.

Como tú mismo has dicho, vivimos en una era en la que los muertos regresan, Tibilo.

Ambos sabían que llegaba un momento en el desarrollo de cualquier civilización que viviese durante un tiempo suficiente en el que sus habitantes podían registrar sus condiciones mentales, y realizar una lectura efectiva de una personalidad que podía ser almacenada, duplicada, leída, transmitida y, finalmente, instalada en cualquier dispositivo u organismo complejo y compatible.

En cierto sentido, era la postura reductivista real más radical; un conocimiento de que la mente nacía de la materia y podía ser definida de la forma más absoluta y fundamental en términos materiales, y como tal, no era válida para todo el mundo. Algunas sociedades habían alcanzado el horizonte de ese conocimiento y se habían encontrado al límite del control que implicaba, solo para darse la vuelta, no dispuestas a perder los beneficios de las creencias que podían verse amenazadas por semejante desarrollo.

Otros pueblos habían aceptado el intercambio y lo habían sufrido, perdiéndose en caminos que parecían fiables, incluso loables en su momento, pero que finalmente les condujeron a la extinción definitiva.

La mayoría de sociedades que se habían adherido a aquellas tecnologías se implicaron y cambiaron para afrontar las consecuencias. En lugares como la Cultura, dichas consecuencias se traducían en que la gente podía hacer copias de seguridad de sí misma justo antes de emprender alguna acción peligrosa, podía crear versiones de su propia mente que podían ser utilizadas para enviar mensajes o vivir una gran variedad de experiencias en muchos lugares distintos y con una enorme diversidad de formas físicas o virtuales. Cualquiera podía transferir su personalidad completa a un cuerpo o dispositivo distintos al suyo, o podía fusionarse con otros individuos equilibrando la individualidad conservada contra una totalidad consensual en dispositivos específicamente concebidos para tal intimidad metafísica.

Entre los miembros del pueblo chelgriano, el curso de la historia había divergido de la norma. El dispositivo que se les emplazaba, el Guardián de Almas, rara vez era utilizado para revivir a un individuo. En lugar de ello, lo usaban para asegurarse de que el alma, la personalidad del que moría, era apta para ser aceptada en el cielo.