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Habían bautizado a los cañones con el nombre de los dedos y el último y más pequeño, que solo se erguía cuarenta metros sobre las olas, se llamaba el Pulgar. La altura de los otros variaba entre los cien y doscientos metros y tenían más o menos la misma circunferencia allí donde el mar bañaba de forma incesante sus bases, afilando un poco las cumbres de basalto.

Se había comenzado a construir sobre ellos cuatro mil años antes, cuando la familia que gobernaba la zona había construido un castillo pequeño de piedra en el cañón más cercano a la cima del acantilado y había unido los dos por medio de un puente de piedra. A medida que crecía el poder de la familia, también crecía el castillo, hasta que comenzaron las obras en otro cañón, y luego en otro más, y otro.

El complejo de la fortaleza se fue extendiendo por varios pináculos de roca, unidos por una sucesión de puentes, al principio de madera, después de piedra y más tarde de hierro y acero, y se convirtió en un centro de gobierno, un lugar de oración y peregrinaje y un templo de saber. Con el transcurrir de los siglos y los milenios se había ido colonizando de forma permanente cada cañón, de una forma u otra, todos salvo el Pulgar; incluso había sido fortaleza durante algún tiempo, equipada con pesadas armas navales durante un siglo más o menos. Poco a poco, los cañones habían ido creciendo hasta convertirse en una ciudad cuya mayor parte estaba en la costa, extendiéndose por el páramo que había tras los acantilados.

En su momento había sufrido el mismo destino que un puñado de ciudades de todo el globo, durante la última guerra de Unificación, mil quinientos años antes, al caer bajo el ataque de unas cabezas nucleares que habían destruido por completo un cañón, reducido a la mitad la altura de otro y dejado un cráter con la forma de un ocho gigante abierto en los acantilados, donde se encontraba la mayor parte de los distritos del continente.

Jamás se había reconstruido la ciudad. Los cañones, aislados del continente por los dos cráteres, quedaron abandonados durante siglos; lugar de turismo morboso y hogar solo de unos cuantos ermitaños y un millón de aves marinas. Dos de los cañones se convirtieron en monasterio durante una de las fases más religiosas de Chel; después, los Servicios Combinados los habían requisado para convertirlos en base de entrenamiento y lo habían reconstruido todo salvo los puentes que los conectaban con el continente antes de salir del mundo y abandonar el complejo antes de que estuviera terminado; allí dejaron los cañones aparcados y al cuidado de unos vigilantes.

Y entonces, se había convertido en su hogar.

Quilan se apoyó en un parapeto y contempló la gola blanca de la espuma que bañaba la base del Dedo Corazón del Varón, trescientos metros más abajo. Desde allí arriba el agua parecía lenta, pensó. Como si cada ola estuviera cansada tras el largo viaje a través del océano, desde donde quiera que nacieran las olas.

Llevaba allí un mes de dos lunas. Lo estaban entrenando y evaluando. Seguía sin saber nada de la tarea que tenía por delante, salvo que se suponía que era una misión suicida. Seguía sin ser seguro que él fuera a participar. Sabía que era uno más y que había varios competidores por tan dudoso honor. Ya había accedido a someterse a un borrado de memoria si no lo elegían, un borrado que lo dejaría convertido, al parecer, en otro monje más traumatizado por la guerra y metido en el retiro de Cadracet, luchando por asumir sus experiencias.

La coronel Ghejaline estaba presente más o menos la mitad del tiempo, supervisando su entrenamiento. Su instructor principal en las artes y técnicas de casi todo lo marcial era un macho lleno de cicatrices, fornido y taciturno, llamado Wholom. Parecía soldado, o ex soldado, aunque no admitía rango militar alguno. El otro tutor de Quilan se llamaba Chuelfier y era un macho viejo y frágil de pelo blanco, cuyos años y flaqueza parecían desprenderse de su cuerpo cuando estaba enseñando.

Había unos cuantos especialistas del Ejército a los que veía cada pocos días y que era obvio que también vivían en el complejo, un puñado de sirvientes de varias castas y un número de Invisibles ciegos que habían permanecido fieles a las antiguas costumbres durante la guerra de Castas.

Quilan veía a los ciegos dedicarse a sus obligaciones, con la parte superior del rostro cubierta por la banda verde de su rango; andaban a tiendas con una familiaridad natural o utilizaban los chasquidos agudos que emitían con las garras para navegar entre los espacios de hormigón y los rincones tallados en la roca del cañón. Ser ciego allí, con la caída de las rocas y el océano, era, pensó Quilan, confiar siempre en las paredes y en el cuidadoso diseño de la estructura.

No se le permitía salir de su cañón. Sospechaba que algunos de aquellos camaradas-adversarios que no había visto, aquellos a los que podían elegir para la misión en su lugar, estaban en alguno de los otros cañones, al otro lado de los largos puentes cerrados que los Servicios Combinados habían construido entre las columnas de roca.

Levantó un brazo y se estudió las garras desenvainadas. Giró el brazo a izquierda y derecha. Jamás había tenido tantos músculos, nunca había estado tan en forma. Se preguntó si de verdad tenía que estar en la mejor forma física posible para esa misión o si el Ejército, o el que estuviera en realidad detrás de todo aquello, se limitaba a entrenarlos por costumbre.

Había una gran plaza circular de armas en lo más alto del cañón, en el lado que daba al mar. Estaba abierta por los lados, pero cubierta por unos toldos blancos que parecían antiguas velas de barco. Allí le habían enseñado esgrima y lo habían entrenado con una ballesta, con armas de proyectiles y con los primeros rifles de láser. Le inculcaron los puntos más sutiles, y los no tan sutiles, de la lucha con cuchillos, y con garras y dientes. Se había aclarado que la lucha cuerpo a cuerpo difería cuando uno se enfrentaba a otra especie, pero no se había ido más allá.

Un pequeño equipo de médicos llegó volando un día y lo llevó a un hospital grande, aunque obviamente poco utilizado, tallado en la roca, muy por debajo de los edificios del cañón. Lo equiparon con un Guardián de Almas optimizado, pero ese fue el único implante que tocaron o introdujeron. Había oído hablar de agentes y personas que realizaban misiones especiales y a las que se les adaptaba dispositivos de comunicación con conexiones en el cerebro, glándulas nasales detectoras de venenos, sacos productores de venenos, sistemas armamentísticos subcutáneos…; la lista era larga, pero él, al parecer, no iba a recibir nada de eso. Se preguntó por qué.

En un momento dado, se insinuó que el que realizara la misión quizá no estuviera solo del todo. También se preguntó por eso.

No todo su entrenamiento y educación fue marcial; por lo menos la mitad de cada día lo pasaba volviendo a ser estudiante, sentado en un sillón ondulado aprendiendo en pantallas o escuchando a Chuelfier.

El anciano lo instruyó en historia chelgriana, en filosofía de la religión tanto antes como después de la sublimación parcial del Puen-Chelgriano, y en la historia descubierta del resto de la galaxia y sus otros seres inteligentes.

Aprendió más de lo que jamás se había imaginado que querría o necesitaría saber sobre lo que hacían los Guardianes de Almas y cómo lo hacían y sobre cómo eran el limbo y el cielo. Aprendió en qué esferas la antigua religión se había mostrado demasiado imaginativa o se había equivocado sin más en sus suposiciones y principios, en qué había inspirado al Puen-Chelgriano y por tanto se había convertido en realidad y dónde la habían desbancado. No tuvo ningún contacto directo con ninguno de los desaparecidos, pero llegó a entender el más allá mejor que nunca. A veces, sabiendo que casi no quedaba duda de que Worosei jamás experimentaría nada de aquella gloria creada, tenía la sensación de que lo habían elegido solo para torturarlo, que todo aquello no era más que una charada elaborada y cruel para encontrar el cuchillo de la pérdida de Worosei, enterrado para siempre en su carne, y retorcerlo con todo su poder.