Mientras esa marea de gente rodeaba el vehículo, comprendí que estábamos expuestos a la posibilidad real de quedar atrapados.
Agarré el manillar de mi puerta y la abrí con todas mis fuerzas, sin importarme a quién golpeaba. Salté del coche y agarré a Savannah cuando ella se bajó.
– Señora Winterbourne, ¿usted…?
– ¿Usted ha…?
– … acusaciones de…
– Paige, ¿qué hace usted…?
El ruido incomprensible de las preguntas me golpeó como un viento de ochenta kilómetros por hora y casi me arrojó de vuelta al coche. Oí voces, palabras, gritos, que se fusionaban en una única voz vociferante. Recordé que Cortez había dicho que se reuniría con nosotras delante del coche. ¿Dónde estaba la parte delantera del coche? Tan pronto como me alejé un poco del vehículo, la gente me rodeó y el ruido me envolvió. Una serie de dedos se me clavaron en el brazo. Pegué un salto hacia atrás y en ese momento vi a Cortez junto a mí, con una mano en mi codo.
– Sin comentarios -dijo y me sacó de la refriega.
La multitud me soltó durante un momento, pero luego volvió a engullirme.
– ¿…usted…?
– … muertos vivientes…
– … Grantham Cary…
– … dragones y…
Abrí la boca para decir «Sin comentarios», pero de mi boca no salió ningún sonido. En cambio, sacudí la cabeza y dejé que Cortez lo dijera por mí.
Cuando logró liberarnos nuevamente, atraje a Savannah más cerca de mí y le ceñí la cintura con mi brazo. Ella no se resistió. Traté de mirarla, pero todo lo que nos rodeaba se movía tan rápido que sólo alcancé a verle una mejilla.
La muchedumbre trató de nuevo de encerrarnos, pero Cortez consiguió abrirse paso y nos arrastró con él. Habíamos avanzado unos tres metros cuando ese tropel de gente aumentó. Otras personas se unieron a los de los medios y el tono de esa única voz que gritaba pasó de una excitación predatoria a una furia feroz.
– ¡Asesina!
– ¡Satánica!
– ¡Bruja!
Un hombre apartó bruscamente a una periodista que estaba en nuestro camino y se plantó delante de Cortez. Su mirada era salvaje y tenía los ojos inyectados en sangre. De sus labios voló un salivazo.
– ¡Bruja del demonio! Hija de puta asesina…
Cortez levantó una mano hasta la altura del pecho. Por un momento pensé que iba a golpearlo. En cambio, sencillamente chasqueó los dedos. El hombre se tambaleó hacia atrás, tropezó con una mujer mayor que estaba parada detrás de él, y después la insultó y la acusó de haberlo empujado.
Cortez nos guió a través de la brecha que iba abriendo. Si alguien no se movía con la rapidez suficiente, él lo hacía a un lado con los hombros. Si trataban de cerrarnos el paso, chasqueaba los dedos al nivel de la cintura y con eso los obligaba a retroceder con la fuerza suficiente para que pensaran que alguien los había empujado. Al cabo de cinco minutos interminables, finalmente llegamos al porche de casa.
– Entrad -ordenó Cortez.
Él giró velozmente y nos empujó a Savannah y a mí mientras bloqueaba los escalones del porche. Yo traté de abrir la puerta cerrada con la llave, y mentalmente busqué un hechizo, algo que pudiera distraer o ahuyentar a esa turbamulta hasta que Cortez pudiera entrar en la casa. Repasé todo mi repertorio y comprendí que no tenía nada con ese fin… Sí, conocía algunos hechizos agresivos, pero mi selección era tan limitada que no tenía ninguno que se adecuara a la situación que estábamos viviendo. ¿Qué iba a hacer? ¿Lograr que una persona se desmayara? ¿Hacer caer una lluvia de bolas de fuego? Ellos ni se darían cuenta de lo primero, y lo segundo atraería demasiada atención. La líder rebelde del Aquelarre, tan orgullosa de sus hechizos prohibidos, se sentía impotente, completamente indefensa.
Mientras entrábamos en la casa, Cortez consiguió frenar a la multitud bloqueando físicamente esos escalones angostos, con una mano plantada a cada lado de la barandilla. Esto duró apenas el tiempo suficiente para permitirnos cruzar la puerta. Hasta que alguien empujó con mucha fuerza y un hombre fornido dio un golpe contra un hombro de Cortez. Cortez retrocedió justo a tiempo para evitar ser derribado. Sus labios se movieron y, por un momento, el gentío se detuvo frente a los escalones, frenado por un hechizo de barrera.
Cortez corrió entonces hacia la puerta y anuló el hechizo antes de que se volviera obvio. Y la hilera delantera de la multitud se tambaleó hacia adelante.
Abrí de par en par la puerta mosquitera. Cortez la sostuvo. Y mientras entraba como una exhalación, alcanzamos a ver que una sombra pasaba por encima de su cabeza. Un hombre joven saltó la barandilla. El hechizo voló de mis labios antes de que tuviera siquiera tiempo de pensar. El hombre se frenó en seco y su cabeza y sus extremidades pegaron un salto hacia atrás. Entonces el hechizo de traba se quebró, pero él ya había perdido impulso y cayó sobre el porche a cierta distancia de la puerta. Cortez cerró primero la puerta mosquitera y después la interior.
– Buena elección -aprobó.
– Gracias -dije yo, evitando mencionar que era mi única opción y que tuve suerte de que hubiera surtido efecto, aunque sólo fuera por pocos segundos. Cerré bien la puerta, lancé un hechizo de traba y otro perimetral y me dejé caer contra la pared-. Por favor dime que no tendremos que volver a salir… nunca más.
– ¿Significa eso que no podremos pedir una pizza para la cena? -gritó Savannah desde el salón.
– ¿Tú tienes los cincuenta dólares para la propina? -respondí-. Ningún repartidor de pizza conseguirá pasar a través de esa turba por menos de eso.
Savannah lanzó una exclamación, mitad grito, mitad chillido. Cuando corrí hacia ella murmuró algo que no pude entender. El cuerpo de un hombre voló por el pasillo que conducía al dormitorio y la primera parte suya que golpeó contra la pared fue la cabeza. Se oyó primero un crujido y luego un golpe seco cuando se desplomó en el suelo sobre la alfombra. Cortez pasó corriendo junto a Savannah y se arrodilló a un lado del hombre.
– Está fuera de juego -dijo-. ¿Lo conocéis?
Miré al individuo -un hombre de edad mediana, calva incipiente, cara comprimida- y sacudí la cabeza. Mi vista subió por la pared hasta el agujero de diez centímetros con grietas que se irradiaban hacia afuera como una araña gigantesca.
– Leah -dije-. Está aquí…
– Yo no creo que Leah haya hecho esto -me respondió Cortez.
Se hizo un momento de silencio y después miré a Savannah.
– Él me sorprendió -se excusó.
– ¿Tú has hecho eso?
– Tiene excelentes reflejos -se admiró Cortez mientras sus dedos se movían hacia la parte posterior de la cabeza del individuo-. Es posible que tenga traumatismo craneal. Le aparecerá un buen chichón. Pero nada serio. ¿Os parece que veamos a quién tenemos aquí?
Cortez lo fue palpando y finalmente extrajo una billetera del bolsillo posterior del pantalón. Cuando miré hacia Savannah, ella retrocedió hacia su cuarto. Me disponía a seguirla cuando Cortez me entregó una tarjeta para que la examinara.
Al cogerla, sonó el teléfono. Di un salto y sentí que cada uno de mis nervios crispados volvía a la vida. Con una imprecación, cerré los ojos y esperé hasta que el teléfono dejara de sonar. El contestador automático tomó la llamada.
– ¿Señora Winterbourne? Habla Peggy Daré, del Departamento de Servicios Sociales de Massachusetts…
Enseguida abrí los ojos.
– Nos gustaría hablar con usted acerca de Savannah Levine. Estamos un poco preocupados…
Corrí hacia el teléfono. Cortez trató de cortarme el paso y apenas si me pareció oír que decía algo acerca de prepararnos y después devolver la llamada, pero no pude escucharlo. Me apresuré hacia la cocina, levanté el receptor y oprimí la tecla STOP del contestador automático.