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Al apartar la vista de los muchachos para buscar a Cortez, los gritos de uno de los dos se volvieron airados. El otro le propinó un puñetazo en la mandíbula. La botella voló de la mano del primer muchacho y golpeó el hombro de una mujer sentada. Cuando la mujer pegó un grito, su marido se puso de pie de un salto con los puños en alto.

Cortez se acercó corriendo desde el otro lado del gentío. Yo agité los brazos para pedirle que se detuviera y para tratar de transmitirle que la pelea no tenía nada que ver con el hechizo. Entonces alguien me vio. Y un grito se elevó hasta mí.

Trastabillé hacia atrás. Una pelota de barro golpeó contra el cristal de la ventana. Alguien gritó. Los gritos perdieron su tono de excitación y se volvieron furiosos, hasta que finalmente parecieron alejarse de la ventana.

– Ve a mi habitación -ordené.

Savannah apretó los dientes y miró hacia el techo.

– ¡Te he dicho que te vayas a mi cuarto!

No se movió. Los gritos se volvieron frenéticos. Alguien lanzó un ladrido. Agarré a Savannah del brazo y la arrastré a mi dormitorio, lejos del frente de la casa. Después corrí al salón.

Entreabrí las cortinas con la esperanza de ver a Cortez y comprobar que estaba bien. Tan pronto moví la tela, algo golpeó el cristal. Caí hacia atrás, con la cortina todavía en las manos. Cuando levanté la vista, un hombre estaba aplastado contra la ventana. Dos mujeres con aspecto de matronas lo sostenían por el pelo mientras una tercera le aporreaba el estómago. Dejé que la cortina cayera y corrí a la puerta de calle.

Hace tiempo salí con un aficionado al fútbol. Cierta tarde, cuando veíamos por televisión un partido que se jugaba en Europa, se armó un alboroto tremendo. Yo me quedé observando la pantalla, horrorizada, incapaz de creer que semejante estallido de violencia pudiera ocurrir por algo tan trivial como un acontecimiento deportivo. La escena que tenía lugar ahora en el exterior de casa me recordó aquel tumulto. Tenía que ayudar, hacer algo. Si esto se parecía en algo a la revuelta que había visto, la gente terminaría lastimada, y una de esas personas podría ser el individuo inocente que había salido solamente para tratar de impedirlo.

Salí enseguida al porche delantero. Nadie notó mi presencia. La multitud se había transformado en un hervidero, en una masa compacta de cuerpos que golpeaban, pateaban, mordían, arañaban. Un desconocido atacaba a otro desconocido mientras los demás se acurrucaban en el suelo y trataban de protegerse del ataque. Alrededor de media docena de personas había logrado escapar del amontonamiento y observar desde lejos lo que acontecía, como si les resultara imposible apartarse de la situación.

Desde la ventanilla de un coche, la lente de una cámara tomó la escena. Tuve que reprimir el impulso de acercarme, arrancarle la cámara y destrozarla contra el pavimento. No sé por qué, pero incluso con todo lo que estaba sucediendo, eso fue lo que más me molestó. Después de lanzarle una mirada feroz al conductor, comencé a buscar a Cortez entre el gentío.

Encontrar a una persona en medio de ese mar de gente era como localizar a un amigo en la liquidación de un Día del Descubrimiento de América. Me subí al porche para ver mejor y me acerqué a la barandilla. Mientras lo hacía, me di cuenta de que me estaba haciendo así más visible de lo que mi seguridad exigía. También pensé que eso sería lo mejor que podía hacer: desviar la atención del gentío al poner en evidencia el objeto de su vigilancia desde hacia tanto tiempo.

– ¡Eh! -grité-. ¿Alguien quiere una entrevista?

Nadie giró siquiera la cabeza. No, tachad eso. Alguien sí lo hizo: Cortez. En ese momento sostenía con fuerza a un hombre fornido para impedir que atacara a una mujer de edad avanzada. Cortez tenía al individuo sujeto con una llave, pero el hombre debía de pesar por lo menos cuarenta y cinco kilos más que él, y cada vez que balanceaba un brazo, Cortez volaba por el aire. Salté de la barandilla y corrí hacia el campo de batalla.

Me resultó sorprendentemente fácil avanzar por entre la multitud. Bueno, sí, algunos puñetazos volaron hacia mí, pero como yo seguía moviéndome, mis supuestos atacantes se toparon con blancos menos activos. Con un hechizo de confusión, a nadie le importa a quién ataca, siempre y cuando pueda atacar a alguien.

Cuando llegué junto a Cortez sujeté a la mujer mayor para conducirla a un lugar seguro.

– ¡Bruja asquerosa! -gritó-. ¡Quítame de encima tus manos inmundas!

Me clavó las uñas en la cara y me pegó un puñetazo en el estómago y, cuando me doblé en dos, me derribó al suelo. Un hombre tropezó contra mi cuerpo tendido boca abajo, se enderezó y siguió corriendo. Cuando intenté ponerme de pie, el hombre que Cortez sujetaba se soltó y echó a correr entre el gentío detrás de la mujer anciana. Yo intenté sujetarlo, pero Cortez me agarró del brazo.

– No podemos -jadeó y se secó la sangre de la boca-. No sirve de nada. Tenemos que anular el hechizo. ¿Tú conoces la forma de hacerlo?

– No. -Vi a una mujer arrastrándose entre la gente y tratando de esquivar los golpes-. No parece afectarles a todos.

– Sí que les afecta. Todos están confundidos. Sólo que algunos no reaccionan de manera tan violenta.

– Entonces llevaré a esas personas a un lugar seguro. Tú sigue trabajando con tu contrahechizo.

Corrí hacia la mujer que se arrastraba, la ayudé a ponerse de pie y la guié por entre la multitud. Al llegar a la calle, ambas la cruzamos y la dejé sentada del otro lado de la acera antes de regresar. Tardé varios minutos en encontrar a otra persona que trataba de escapar y varios más sacarla de allí.

Al regresar comprendí que mi misión era algo parecido a salvar del matadero a cachorros de focas sin sus madres. Mientras yo rescataba a una persona, por lo menos otras dos eran golpeadas hasta dejarlas inconscientes. O bien el contrahechizo de Cortez no estaba teniendo efecto o la violencia había cobrado suficiente impulso como para seguir funcionando por su cuenta.

– Pensabas que te podías escapar, ¿no? -dijo una voz junto a mi oído. Era uno de los salvacionistas. Me estrelló una Biblia en la cara-. ¡Vete de aquí, Satanás!

Una mano me agarró el brazo. Cuando traté de ver quién era me encontré con los ojos en blanco de una mujer joven.

– ¡Perra! -me gritó-. ¡Mira lo que le hiciste a mi camisa! -La cogió y tiró de la pechera hacia afuera con tanta fuerza que la costura cedió. Estaba cubierta de mugre y de sangre. Más sangre le cubría la mano. En el otro puño blandía un cortaplumas del Ejército, con su hoja afilada también cubierta de sangre.

Sin pensarlo siquiera, traté de apoderarme del cortaplumas. Su filo me cortó la palma de la mano. Pegué un grito y caí hacia atrás. Cortez apareció entonces y sujetó a la mujer. Ella se giró y lo atacó. Esa hoja afilada y cortante se hundió en el costado de Cortez. Ella se la extrajo y se apartó un poco para lanzar una segunda estocada.

Lancé un hechizo de traba, que detuvo a la mujer en mitad de su ataque. Me arrojé sobre ella, la derribé y le quité el cortaplumas. En ese momento se quebró el hechizo y la mujer comenzó a luchar, a patear y a gritar. Cortez cayó de rodillas y trató de ayudarme a sujetarla, pero la adrenalina pareció triplicar la fuerza de esa mujer y fue como tratar de someter a un animal salvaje. Los dos lanzamos hechizos de traba, pero ninguno tuvo éxito. Si tan sólo pudiéramos calmar a la gente. Sí, desde luego: un hechizo tranquilizador. Lancé uno, después otro, y lo seguí recitando sin fin hasta sentir que las piernas de la mujer cedían debajo de mí.

– Eh-dijo-, qué estás haciendo… Suéltame. ¡Ayuda! ¡Fuego!

Alrededor de nosotros, la gente había dejado de luchar y caminaba en círculos, secándose las narices ensangrentadas y murmurando cosas confusas.