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A continuación, comprobé la existencia de Jacobs, Sandford y Schwab en Internet. Encontré varias referencias en la lista de sitios de estudios de abogados en LA. Todas las menciones eran discretas y ninguna alentaba nuevos negocios. No parecía la clase de firma legal que un policía de Wisconsin vería anunciada en un programa de televisión de medianoche. Muy extraño, pero para averiguar más tendría que esperar hasta el día siguiente.

Al amanecer se me presentó un nuevo dilema: qué hacer con Savannah. No pensaba permitirle ir al colegio sabiendo que Leah estaba en la ciudad. Y tampoco pensaba llevarla conmigo. Decidí dejarla con Abigail Alden. Abby era una de las pocas brujas del Aquelarre a quien le encomendaría a Savannah, alguien que la protegería sin hacer preguntas y que no les diría nada a las Hermanas Mayores.

East Falls quedaba a sólo unos sesenta y cinco kilómetros de Boston. Sin embargo, a pesar de su cercanía, la gente de aquí no trabajaba en Boston, no hacía sus compras en Boston y ni siquiera iba a conciertos o a ver obras de teatro en Boston. A la gente que vivía en East Falls le gustaba la forma de vida de su pequeña ciudad y luchaba ferozmente contra cualquier invasión de esa malévola gran urbe del sur.

También se oponía a incursiones de cualquier otra clase. Esta región de Massachussets abunda en hermosos pueblos, llenos de maravillosos ejemplos de arquitectura de Nueva Inglaterra. Entre ellos, East Falls ocupaba un lugar prominente como uno de los mejores. Cada edificio del centro se remontaba por lo menos a doscientos años atrás y era cuidado y mantenido con esmero, según lo exigían las ordenanzas de la ciudad. Rara vez se veían turistas en East Falls. La ciudad no sólo no promocionaba el turismo sino que trabajaba activamente para evitarlo. A nadie se le permitía abrir un hotel, una posada o un bed and breakfast, ni ninguna clase de tienda que pudiera atraer turistas. East Falls era sólo para los residentes de East Falls. Ellos vivían allí, trabajaban allí, y ninguna otra persona era bienvenida en la ciudad.

Hace cuatrocientos años, cuando el Aquelarre llegó por primera vez a East Falls, era un pueblo de Massachussets en el que reinaban los prejuicios religiosos, la estrechez de miras, la intolerancia y una moralidad farisaica. En la actualidad, East Falls sigue siendo un pueblo de Massachussets en el que imperan los prejuicios religiosos, la estrechez de miras, la intolerancia y una moralidad farisaica. Durante los juicios a brujas de Nueva Inglaterra mataron aquí a cinco mujeres inocentes y tres brujas del Aquelarre, entre ellas una de mis antecesoras. Entonces, ¿por qué sigue allí el Aquelarre? Ojala lo supiera.

No todas las brujas del Aquelarre vivían en East Falls. La mayoría, como mi madre, se habían mudado más cerca de Boston. Cuando yo nací, mi madre compró una pequeña casa victoriana de dos plantas situada en un amplio terreno junto a un suburbio antiguo de Boston, una pequeña comunidad maravillosamente unida. Cuando ella falleció, las Hermanas Mayores insistieron en que me mudara a Last Falls. Como condición para darme la custodia de Savannah, querían que yo viviera donde ellas pudieran controlarnos de cerca. En aquella época tan triste de mi vida, tomé esa condición como excusa para paliar recuerdos muy dolorosos. Durante veintidós años mi madre y yo habíamos compartido aquella casa. Después de su muerte, cada vez que oía ruido de pasos, una voz, el sonido de una puerta que se cerraba, pensaba: es mamá…, y luego caía en la cuenta de que no era así y que eso nunca volvería a suceder. Así que cuando me pidieron que vendiera, lo hice. Ahora lamento mi debilidad, tanto haberme sometido a sus exigencias como renunciar a una casa que significaba tanto para mí.

El abogado de Leah iba a celebrar la reunión en la oficina del Estudio de Abogados de los Cary en East Falls. Eso no era nada extraño. Los Cary eran los únicos abogados de la ciudad y ponían su despacho a disposición de cualquier letrado visitante por un precio razonable; una muestra de la típica mezcla de la hospitalidad de una ciudad pequeña y del sentido comercial de una gran ciudad.

Los Cary de East Falls eran abogados muy célebres. Según se dice, incluso estuvieron presentes durante los juicios a brujas que se realizaron en East Falls, aunque los rumores están divididos sobre cuál de las partes defendieron ellos.

En la actualidad, el estudio tenía dos abogados: Grantham Cary y Grantham Cary hijo. El único asunto legal al que me había enfrentado en East Falls tuvo que ver con la transferencia del título de mi casa, un tema que llevó Grantham hijo, quien me invitó a tomar un trago después de nuestro primer encuentro, lo cual no habría supuesto ningún problema si su esposa no hubiera estado en el piso inferior ocupando el escritorio de recepción.

Desde que los Cary eran abogados, siempre habían ejercido su profesión en una mansión colonial monstruosa de tres plantas ubicada en plena calle principal. Yo llegué a la casa a las diez menos diez. Una vez dentro, observé la posición de cada uno de los empleados. Lacey, la esposa de Gratham hijo, se encontraba frente al escritorio del piso principal, y una serie de preguntas corteses me confirmaron que ambos Grantham estaban en el piso superior, en sus respectivas oficinas. Bien. Era poco probable que Leah intentara algo sobrenatural habiendo humanos tan cerca.

Después de cumplir con el requisito inevitable de dos minutos de conversación trivial con Lacey, me senté en una silla junto a la ventana del frente. Diez minutos después, se abrió la puerta de la sala de reuniones y apareció un hombre con un traje de tres piezas hecho a medida. Apuesto, con el estilo pulcro y artificial de un muñequito Ken. Decididamente, era un abogado.

– ¿Señora Winterbourne? -preguntó al acercarse a mí con el brazo extendido-. Soy Gabriel Sandford.

Al ponerme de pie y mirar a Sandford a los ojos supe con certeza por qué se iba a ocupar del caso de Leah. Gabriel Sandford no era sólo un abogado de Los Ángeles. No, era algo mucho peor que eso.

Una estrategia brillante, cuatro siglos demasiado tarde

Abriel Sandford era un hechicero. Lo supe en cuanto lo miré a los ojos; un reconocimiento visceral e inmediato. Ésta es una peculiaridad específica de nuestras razas. Sólo necesitamos mirarnos a los ojos para que una bruja reconozca a un hechicero y un hechicero reconozca a una bruja.

Las brujas son siempre mujeres y los hechiceros, hombres, pero los hechiceros no son el equivalente masculino de las brujas. Somos dos razas separadas, con diferentes poderes que, no obstante, tienen elementos en común. Los hechiceros puede lanzar hechizos de brujas, pero con una potencia reducida, del mismo modo en que nuestra capacidad para utilizar embrujos de hechiceros es parcial.

Nadie sabe cuándo se originaron los hechiceros y las brujas ni cuál surgió en primer lugar. Al igual que la mayoría de las razas sobrenaturales, han estado aquí desde los inicios de la historia, comenzando con un puñado de personas «dotadas» que se convirtieron en una raza como tal, todavía lo suficientemente poco numerosa como para ocultarse del mundo de los humanos, pero bastantes para formar su propia microsociedad.

Las referencias más tempranas acerca de las brujas auténticas demuestran que se las valoraba por sus habilidades curativas y mágicas, pero en la Europa medieval las mujeres con esos poderes eran vistas con creciente recelo. Al mismo tiempo, el valor de los hechiceros comenzó a incrementarse cuando los aristócratas competían por tener sus propios «magos» privados. Las brujas no necesitaban lanzar hechizos con pronósticos meteorológicos para saber de qué lado soplaba el viento y crearon para ellas un papel nuevo en ese nuevo orden mundial.