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Después del almuerzo, mientras Cortez hacía algunas llamadas de tipo legal relacionadas con la visita de las del Departamento de Servicios Sociales, yo decidí despejarme practicando algunos hechizos. Saqué los Manuales de mi mochila y los puse en otro bolso que escondí en el segundo compartimiento debajo del suelo de mi dormitorio. Llegaba a la entrada cuando alguien llamó a la puerta principal.

Retrocedí y volví a poner la mochila en su escondite. Cuando llegué a la entrada, Cortez ya desactivaba sus hechizos trabapuertas. Cuando traté de abrir, le hice señas.

– Ya la tengo.

Él vaciló un momento y luego se puso detrás de mí cuando yo abrí la puerta. Eran dos policías del Estado. Probablemente los había visto antes -el destacamento del condado no era numeroso-, pero ya había superado el punto de molestarme en vincular nombres con caras.

– ¿Sí? -pregunté a través de la puerta mosquitera.

El agente de más edad dio un paso adelante pero no hizo ningún intento de abrir la puerta ni de exigir que lo dejáramos pasar. Tal vez disfrutaba de tener un público más amplio. Lamentablemente para él, la mayor parte del gentío y los equipos de televisión ya no estaban, aunque los muchachos con las videocámaras habían regresado.

– El municipio de la ciudad nos pidió que escoltáramos a estas buenas personas a su puerta.

Dio un paso atrás. Un hombre y una mujer, a los que yo conocía sólo vagamente, dieron un paso adelante.

– Los concejales Bennett y Phillips -presentó el hombre, sin indicar quién era quién-. Nos gustaría comunicarle… -Hizo una pausa, carraspeó y luego levantó la voz para beneficio de los grupos que presenciaban la situación… -Nos gustaría comunicarles una petición del Ayuntamiento de la ciudad de East Falls. -Hizo una pausa de efecto-. El municipio ha decidido, con gran magnanimidad, despojarla de esta propiedad por un valor de mercado justo.

– Despo… ¿ha dicho usted despojarme…?

– Por un valor de mercado justo -repitió él con voz un poco más alta. Miró en todas direcciones para estar seguro de que tenía la total atención de su público-. Además de los gastos de mudanza. Es más, estimaremos el valor de su casa tal como estaba antes de que sufriera ningún daño.

– ¿Por qué directamente no me cubren de alquitrán y de plumas?

– Tenemos una petición. Una petición firmada por más del cincuenta por ciento de la población votante de East Falls. Solicitan que usted, a la luz de los recientes sucesos, considere la posibilidad de mudarse de aquí, y con sus firmas avalan el generoso ofrecimiento de la ciudad.

La mujer desplegó un rollo de papel y, como si se tratara de una especie de bando medieval, dejó que el extremo cayera al suelo. En él vi docenas de nombres, nombres de personas que yo conocía: vecinos, dueños de tiendas, personas con las que yo había trabajado en cenas de beneficencia en Navidad, padres de chicos que asistían a la misma escuela que Savannah, incluso maestras que le habían enseñado… Todos pedían que me mudara. Que me fuera.

Tomé la lista, la rasgué por la mitad y arrojé la otra mitad en las manos de los concejales.

– Llévenle esto al municipio y díganles dónde se pueden meter su generosa oferta. Mejor aún, díganles a todos los que figuran en esta lista que será mejor que se acostumbren a verme, porque no pienso irme de aquí.

Y di un portazo.

Me quedé un momento de pie entre el salón y la entrada, inmóvil allí como sujeta por un hechizo. No hacía más que ver esa lista y repetir mentalmente los nombres. Gente que yo conocía. Gente que creí que me conocía. Desde luego, no me conocían bien. Pero yo no era una desconocida. Había ayudado en cada evento escolar y de caridad. Les había comprado dulces a cada boy scout. Había donado mi tiempo, mi dinero, mis esfuerzos, cualquier cosa que hiciera falta, dondequiera que hiciera falta, todo porque sabía lo crucial que era para el futuro de Savannah que yo me integrara en East Falls. Y, ahora, ellos pasaban todo eso por alto y me daban la espalda. No sólo eso sino que me echaban de la ciudad.

Sí, lo que había sucedido en East Falls era terrible: el atroz descubrimiento del altar satánico y sus gatos mutilados, el abominable horror de la muerte y el funeral de Cary. Yo no culpaba a la ciudad por no correr en mi ayuda con comida y condolencias. Todos se sentían confundidos, todos tenían miedo. Pero hacer un juicio tan flagrante, decir «no te queremos aquí», un rechazo así dolía mucho más que cualquier epíteto gritado por un desconocido.

Cuando finalmente logré salir de mi trance, atravesé la habitación y me desplomé en el sofá. Savannah se sentó junto a mí y me puso una mano sobre la rodilla.

– No los necesitamos, Paige. Si ellos no nos quieren aquí, que se vayan al carajo, podemos tomar su dinero y conseguir un lugar mejor. A ti te gusta Boston, ¿no? Siempre dijiste que era allí donde querrías que viviéramos, y no en este basural de mala muerte. Nos mudaremos allí. Las Hermanas Mayores no podrán quejarse. Es culpa de la ciudad, no nuestra.

– Yo no me iré.

– Pero, Paige…

– Tiene razón, Savannah -intervino Cortez-. A estas alturas, sería como confesarse culpable. Cuando esto termine, Paige puede reconsiderar la oferta si le apetece. Hasta entonces, no podemos tener en cuenta esa posibilidad. -Su voz se suavizó-. Ellos están equivocados, Paige. Tú lo sabes y sabes también que no te mereces esto. No les des la satisfacción de permitirles que te trastornen.

Cerré los ojos y me los tapé con las manos, deteniendo así las lágrimas incipientes.

– Llevas razón. Tenemos trabajo que hacer.

– No hay nada que debamos hacer ahora mismo -dijo Cortez-. Te sugiero que descanses.

– Iré a practicar mis hechizos. ›

Cortez asintió.

– Lo entiendo. Quizá yo podría… -Se frenó en seco-. Sí, es una buena idea. Practicar hechizos te ayudará a no pensar en otras cosas.

– ¿Qué era lo que ibas a decir?

Cogió su agenda de la mesa baja.

– Había un par de hechizos… que pensé que… Bueno, quizá más adelante, cuando hayamos hecho más llamadas y tú hayas tenido un poco de tiempo para ti… Si no tienes inconveniente, hay algunos hechizos de brujas acerca de los cuales me gustaría hacerte algunas preguntas.

Hojeó su agenda, la vista fija en cada página, como si no estuviera aguardando una respuesta. No pude evitar sonreírme. Ese hombre podía manejar con una autoconfianza implacable a policías homicidas, a reporteros sedientos de sangre y a muertos que caminaban, pero bastaba que la conversación cambiara a algo tan remotamente personal como pedirme que habláramos de hechizos para que, de pronto, pareciera tan aturdido y confundido como un escolar.

– Te enseñaré los míos si tú me enseñas los tuyos -dije-. Hechizo por hechizo, eso sí me parece justo. ¿Trato hecho?

Levantó la vista de su agenda con una expresión cómplice en los labios.

– Trato hecho.

– Haz tus llamadas, entonces, y dame una hora para despejarme. Después hablaremos.

Él estuvo de acuerdo y yo me dirigí al piso inferior.

Transcurrió una hora. Una hora de prácticas, una hora de fracasos. ¿Es que no había en el mundo alguna fuerza benévola que recompensara la perseverancia y las buenas intenciones? Si un ser así existía, ¿no podía bajar ahora la vista y observarme, compadecerse de mí y decir: «Démosle aunque sea una recompensa miserable a esa pobre criatura?».

Un buen hechizo de muerte para proteger a Savannah… Eso era todo lo que yo pedía. Bueno, de acuerdo, si existía alguna fuerza benévola allá arriba, probablemente no estaría dispuesta a darle a nadie el poder de matar. Pero yo necesitaba saber cómo hacerlo. ¿No podía quienquiera que fuera el ser supremo que gobernaba la brujería realizar una cosa así? Sí, ya lo sé. Si una entidad así existía, probablemente ya me estaría diciendo muerto de la risa: «¡Esos hechizos no funcionan, tontita!».