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Eve le había robado los Manuales a Margaret. Y yo… Bueno, prácticamente había hecho lo mismo. El Aquelarre tiene una biblioteca. Los libros se guardan en una estancia cerrada de la casa de Margaret Levine. Con aviso previo, las brujas pueden consultar la colección. Algunos libros no pueden ser sacados de su casa, mientras que otros pueden tomarse prestados. Para llevarse uno prestado es preciso llenar una tarjeta y devolver el libro en el curso de una semana. Creo que la única razón por la que las Hermanas Mayores no han exigido multas por el retraso en la devolución es porque yo soy la única que pide prestado algo. A las brujas del Aquelarre no les está siquiera permitido entrar en la habitación y examinar la colección. Margaret tiene una lista adherida en la parte interior de la puerta, de la que ellas deben elegir sus libros. Sólo las Hermanas Mayores y la líder del Aquelarre pueden entrar en esa estancia.

Hace tres años, mientras yo fastidiaba a Margaret en busca de un libro mejor de referencias acerca de hierbas, alguien llamó a la puerta de entrada y ella se alejó para contestar, abandonando así la biblioteca. Fue como dejar a un chico frente a una alacena abierta repleta de dulces y caramelos. En cuanto se fue, yo me metí en el recinto. Sabía exactamente lo que quería: los libros de hechizos prohibidos.

Ahora, lo que quería eran respuestas. Más que eso, tenía la esperanza, por leve que fuera, de que Savannah tuviera razón y al mismo tiempo no la tuviera, de que estuviera en lo cierto con respecto a la existencia de un Manual que revelaría los hechizos que yo poseía ahora, pero que se equivocara al creer que el Aquelarre lo había destruido.

Llegamos a casa de Margaret, un edificio de dos plantas en Beech. Opté por la puerta de atrás, como cortesía y para que a ella no la asustara el hecho de que yo me presentara en el umbral de su casa para que todo East Falls me viera. Ser la paria de la ciudad hace que las visitas sociales resulten muy molestas.

Persuadí a Savannah de que esperara afuera con Cortez. Savannah entendía a su tía abuela suficientemente bien como para saber que Margaret hablaría con más libertad conmigo si yo estaba sola.

Llamé al timbre. Un minuto después Margaret espió por la cortina. Le llevó otro minuto decidir si abrir o no la puerta. Incluso cuando lo hizo, sólo abrió la puerta interior y mantuvo una mano sobre el pomo de la puerta mosquitera.

– No deberías estar aquí -susurró.

– Ya lo sé.

Abrí la puerta mosquitera y entré. Fue una grosería, lo sé, pero no tenía tiempo para mayores delicadezas.

– ¿Dónde está Savannah? -preguntó.

– A salvo. Necesito hablar contigo acerca de algunos Manuales.

Ella hizo una pausa y después espió por encima de mi hombro y paseó la vista por el jardín, como si yo hubiera llevado todo un séquito de reporteros conmigo. Cuando no vio a nadie, cerró la puerta y me condujo al salón, que estaba lleno de cajas con libros.

– Por favor, no te fijes en el desorden -pidió-. He estado organizando las donaciones para la venta de libros de la biblioteca. Una tarea que me destroza los nervios. Absolutamente horrible.

Pensé en sugerirle que cambiáramos de lugar y que ella manejara las Misas Negras y los muertos vivientes durante un tiempo, pero sabiamente cerré la boca y me limité a asentir con expresión compasiva.

Margaret, una voluntaria, era la jefa de bibliotecarias de la biblioteca de East Falls (abierta dos noches por semana y los sábados por la tarde). Ocupaba ese cargo después de jubilarse como bibliotecaria de la Escuela Secundaria de East Falls. Esto podría dar la impresión de que Margaret Levine era una tímida viejecita con un rodete color gris acero y gafas de alambre, pero no. Margaret medía cerca de un metro ochenta de estatura y, en su juventud, había sido acosada por cada firma de modelos de Boston. A los sesenta y ocho años seguía siendo hermosa, con piernas y brazos largos y una belleza que su desgarbada sobrina nieta parecía obvio que iba a heredar. El único defecto físico de Margaret era una ciega insistencia en teñirse el pelo color negro azabache, un color que debió de favorecerle a los treinta, pero que ahora le confería un aspecto algo ridículo.

El único rasgo típico de las bibliotecarias que Margaret poseía era la timidez. No la timidez calculada de un intelectual, sino la timidez vacía de los, bueno… de los intelectualmente débiles. Siempre he creído que Margaret decidió ser bibliotecaria no porque amara los libros sino porque eso le permitía parecer inteligente mientras se ocultaba del mundo real.

– Victoria está muy enojada contigo, Paige -me dijo mientras quitaba algunos libros de una silla-. No deberías trastornarla así. Su salud no es buena.

– Mira, necesito hablar contigo acerca de un par de Manuales que me llevé prestados de la biblioteca. -Me quité la mochila del hombro, la abrí y saqué los libros-. Estos.

Ella frunció el entrecejo. Después sus ojos se abrieron de par en par.

– ¿De dónde los sacaste?

– De la biblioteca del piso superior.

– Se supone que no debes tenerlos, Paige.

– ¿Por qué? Oí decir que no funcionan.

– Y es así. Nosotros no deberíamos tenerlos, pero tu madre insistió en que los guardáramos como reliquias históricas. Yo me olvidé por completo de ellos. Dámelos y me ocuparé de preguntarle a Victoria qué quiere que haga con ellos.

Volví a meter los libros en mi mochila.

– No puedes llevártelos -dijo-. Son propiedad de la biblioteca.

– Entonces múltame. Ya tengo muchos problemas con Victoria, así que quedarme con estos libros no tendrá importancia.

– Si ella llega a enterarse de…

– En ese caso, no se lo digamos. Ahora, cuéntame, ¿qué sabes tú acerca de estos Manuales?

– Que no funcionan.

– ¿De dónde salieron?

Ella frunció el entrecejo.

– De la biblioteca, por supuesto.

La charla no parecía llevarme a ninguna parte. Me bastó una mirada al rostro de Margaret para tener la certeza de que no me estaba ocultando nada. Ella no sabría cómo hacerlo. Así que le expliqué lo que Eve le había dicho a Savannah acerca de esos libros.

– Oh, eso es una tontería -aseguró Margaret agitando sus dedos largos-. Una verdadera tontería. Como sabes, esa muchacha no estaba en sus cabales. Me refiero a Eve. No estaba nada bien. Siempre buscando camorra, tratando de aprender nuevos hechizos, acusándonos de impedir que progresara, lo mismo que…

– Lo mismo que hacéis conmigo -dije.

– No he querido decir eso, querida. Yo siempre te he tenido afecto. Es, cierto, eres un poco impetuosa, pero no te pareces nada a esa sobrina mía…

– Está bien -dije. Y, para mi sorpresa, lo estaba. Yo sabía que no me parecía nada a Eve y tampoco quería parecerme, pero la comparación no me resultó tan humillante como me habría parecido tiempo antes. Proseguí-: Has dicho que estos hechizos no funcionan, ¿no es así? ¿Cómo puede ser, entonces, que yo pueda lanzar con éxito cuatro de ellos?

– Eso no es posible, Paige. No empieces a contar historias…

– ¿Quieres que te lo demuestre? -Saqué el primer Manual de mi bolso, lo abrí en una página marcada y se lo arrojé-. Toma, síguelo en el texto. Es un hechizo de bola de fuego.

Margaret cerró el libro con fuerza.

– No te atrevas a…

– ¿Por qué? Has dicho que estos hechizos no funcionan. Yo digo que sí. Y creo saber por qué.

– Sé sensata, Paige. Si funcionaran, ¿por qué habríamos de ocultarlos?

Y eso, creo, fue la cosa más inteligente que Margaret Levine dijo jamás. Nadie estaba ocultando nada. El Aquelarre realmente no creía que esos hechizos funcionaran; de lo contrario, no los habrían ocultado. Qué horrible me parecía tener que reconocer que el grupo designado para apoyar y ayudar a las brujas fuera capaz de destruir su fuente más poderosa de magia.

– Quiero ver los Manuales -dije-. Todos.