Выбрать главу

Los militares que había en la prisión eran ciento veinticinco. Cuando vinieron a decirle que todos estaban ya en el patio formados se puso en pie y después de pasarse la mano por la frente echó a andar. Al salir al patio no pudo distinguir más que el cuadrilátero intensamente azul del cielo estrellado y una línea borrosa de seres humanos a lo largo de uno de los negros paredones.

—Habrá que traer luz —dijo el responsable.

—No; no hace falta —replicó Valero que sentía la penumbra como un alivio.

El ascua del cigarrillo de un miliciano le sirvió de punto de mira. Su voz dura hendió las sombras.

—¡Ciudadanos militares! —gritó.

Hubo una pausa.

—¡Ciudadanos militares! —repitió—. La República os ha privado de la libertad que disfrutabais en su daño. Estáis en prisión por haber sido acusados de enemigos del pueblo y del régimen. En circunstancias normales los delitos que se os imputan serían sometidos a los tribunales ordinarios, pero la guerra, que ha llegado ya a las puertas mismas de Madrid, impide la función normal de la justicia. Se os va a someter inmediatamente a una justicia de guerra inexorable. Sabedlo bien. Pero sea cual fuera la índole de los delitos contra el Estado republicano que hayáis cometido, podréis reivindicaros en el acto y recobraréis la libertad. El ejército del pueblo necesita jefes y oficiales competentes y valerosos que le lleven a la victoria. Los que quieran eludir la dura sanción que por su pasada conducta ha de recaer sobre ellos, los que deseen recobrar su libertad y su categoría dentro del ejército, los que no quieran ser juzgados como traidores a su Patria y a su gobierno legítimo, los que acepten el honor de defender la revolución con las armas en la mano, ¡un paso al frente!

En la línea borrosa de los prisioneros pudo percibirse un débil estremecimiento. Nadie se movió, sin embargo. Ni una de aquellas sombras osó destacarse. Valero recorrió con la mirada la fila inmóvil. ¿Blanqueaba en la penumbra una cabeza cana? No quiso saberlo y cerró los ojos.

—¡Ciudadanos militares! —agregó—. La República os hace su último requerimiento. ¡Los que quieran salvar sus vidas, un paso al frente!

Nadie se movió. Cada vez más rígidas y distintas, aquellas sombras parecían de piedra.

—¡Aún es tiempo! —gritó por vez postrera Valero con patética entonación—. ¡Los que no quieran morir, un paso al frente!

Ninguno lo dio. Valero se echó hacia atrás horrorizado. En aquel momento la voz de Arabel susurró en su oído:

—Basta ya. Has hecho todo lo que podías por esa canalla. Déjame a mí ahora.

Los milicianos empezaron a maniobrar en el patio. Petardearon la noche los motores de los camiones. Y ya hasta que fue de día los perros estuvieron aullando y ladrando desesperadamente.

El parte oficial consignaba al día siguiente que a consecuencia del bombardeo aéreo habían muerto doscientas veintidós personas. Figuraban en el parte los nombres y apellidos de un centenar de víctimas y al final decía textualmente: «Los ciento veinticinco cadáveres restantes no han sido identificados».

LA GESTA DE LOS CABALLISTAS

Cogidas del diestro por Currito, el espolique del marqués, piafaban y herían con la pezuña los guijarros del patio las cuatro jacas jerezanas de los señoritos, lustrosa el anca, cuidados los cabos, vivo el ojo, estirada la oreja, espumeante el belfo, prieta la cincha, el rifle en el arzón de la silla vaquera.

Volteaba alegre el esquilón en la espadaña del caserío. En la gañanía y sus aledaños, los mozos, con el sombrero de ala ancha echado sobre el entrecejo sombrío y la escopeta entre las piernas, aguardaban sentados en los poyos de piedra y con los caballos arrendados a que se dijese la misa de los señores.

Repantigado en su sillón frailuno, cuando el pasaje de la misa se lo permitía, de pie o con una rodilla en tierra y la noble testa inclinada, cuando el misal lo mandaba, el señor marqués presidía el oficio divino teniendo a su derecha a la tía Conchita y detrás, tiesos como husos, a sus tres hijos varones, José Antonio, Juan Manuel y Rafaelito, tres hombres como tres castillos con sus chaquetillas blancas, sus zahones de cuero, la calzona ceñida, las espuelas de plata, la fusta jugueteando entre las manos cuidadas. El pae Frasquito iba y venía a pasitos cortos haciendo sus rituales simulacros delante de una hornacina abierta en el muro del amplio comedor, donde de ordinario se decía la misa de los señores en un altarcito portátil que Oselito, el sacristán, ponía y quitaba todas las mañanas después de haber servido allí mismo el desayuno. Al otro extremo de la vasta pieza oían también la misa el administrador, don Felipe, el aperador Montoya y el manijero Heredia. Por el hueco del torno asomaban la cabeza las mujeres de la cocina, una vieja y dos mocitas ganosas de recoger siquiera fuese de refilón la bendición del pae Frasquito. Una gran espiral de humo azul, atravesada por un rayo de sol muy tendido, perfumaba el tibio ambiente con el olor de la alhucema fresca que Oselito quemaba en el incensario. En la misa de los señores se quemaba alhucema y no incienso porque al señor marqués le molestaba el olor del incienso y el pae Frasquito no era demasiado intransigente en estas menudencias litúrgicas

Con los últimos amenes y persignados se fueron a fregar las mujeres, se quitó el «traje de luces» el cura, blandió Oselito el apagavelas y el señor marqués y sus tres hijos se calaron los anchos sombreros cordobeses, sujetándoselos con los barboquejos, y salieron al patio, donde Currito, el espolique, les esperaba con los caballos. José Antonio, el hijo mayor, le tuvo la silla al padre mientras montaba. A una distancia respetuosa evolucionaban los cuarenta mozos de la mesnada con sus caballos de labor y sus escopetas. Los dos guardas jurados, bandolera y tercerola, se metían entre la tropa de caballistas para darles las últimas instrucciones. El señor marqués, a caballo en el centro del patio, presenciaba cómo se organizaba y ponía en marcha su tropilla. Sus hijos le daban escolta mientras el aperador y el manijero, sus lugartenientes, iban y venían resolviendo las dificultades que a última hora se presentaban. Cuando ya todo estuvo dispuesto salieron a despedir a los expedicionarios el pae Frasquito y la tía Concha. Detrás de ellos, el coro de las mujeres de la cocina lloriqueaba discretamente. La tía Conchita, con sus setenta años, era la única mujer de la ilustre familia que quedaba en el cortijo. Las hijas y las nueras del marqués estaban en Biarritz, Cascaes y Gi-braltar desde antes de que comenzase la guerra. Pero la tía Concha, que no le tenía miedo a nada ni a nadie, no había querido marcharse.

—¿Qué, pae Frasquito, no se atreve usted a ser de la partida?

—Mucho me gustaría ir a la caza de esos bandidos rojos, pero no me atrevo por temor de los hábitos. Luego dicen que los curas somos belicosos y sanguinarios…

—Vamos, pae Frasquito, déjese de escrúpulos y véngase con nosotros. Si los rojos le cogen a usted, no van a andarse con muchos miramientos para rebanarle el pescuezo.

Ni corto ni perezoso, el pae Frasquito, que lo estaba deseando, pidió una escopeta y una canana que se ciñó sobre la sotana, cambió el bonete por un sombrero cordobés y saltó gallardamente al lomo de un caballejo.

—Conste —dijo— que el pae Frasquito no le tiene miedo ni a los rojos ni a los negros.

El marqués, torciendo el busto desde la silla, se encaró con su gente que ya se ponía en marcha. Hubiese querido pronunciarles una brillante arenga. Temió hacerlo mal y se contentó con un ademán y un grito. —¡Viva España! —exclamó. —¡Y la Virgen del Rocío! —añadió el cura. Contestaron los caballistas tremolando los sombreros y la tropilla se puso en marcha. Delante, en descubierta, iban los dos guardas jurados seguidos por los tres hijos del marqués con el aperador y el manijero. Luego marchaba el marqués llevando a un lado al cura y al otro al administrador, y tras ellos, a pie, Currito, el espolique, y Oselito, el sacristán. Venía después la masa compacta de los caballistas, todos ellos asalariados del marqués, vaqueros, yegüerizos, pastores, gente del campo nacida y criada a la sombra del cortijo y del marquesado.