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Sólo que Cal retenía el millón hasta que Jesse saliera de sus vidas.

Y había conservado el dossier. Si Jesse volvía a respirar el aire de Washington, acabaría en manos de investigadores federales. Éstos no tenían por qué saber nada de la participación de Cal o Harris para detenerlo.

– Ir al FBI no te salvará -dijo Cal.

– No les he dicho nada. Sólo pensé que si investigaban… -Harris tomó un trago de café deseando poder entender sus motivos. Cuando se había puesto en contacto con Andrew Rook tres semanas atrás, el plan le había parecido muy lógico y sensato. Ahora ya no lo sabía-. Supongo que esperaba que Jesse se pensaría dos veces el matarnos si yo hablaba con el FBI.

– ¿Lo sabe él?

Harris negó con la cabeza.

– No lo creo.

– Eres un blando retorcido. Intentas salvar tu pellejo, eso es todo.

– Si le hubieras sido fiel a Bernadette… -Harris apartó el café y se hundió en la silla de madera barata. Se sentía viejo y apagado. Había violado muchas promesas a lo largo de los años… a su ex mujer, sus hijos, sus amigos. A sí mismo-. No quiero que la pillen en el fuego cruzado.

Cal apretó visiblemente los dientes.

– No la pillarán.

Cal miró la mesa.

– Pero no fue el miedo a la humillación lo que te metió en la órbita de Jesse, ¿verdad, Cal? -sonrió con amargura-. Buscabas acción. El riesgo. El mismo impulso que te hizo llevar a tu joven amante a la casa de Bernadette te metió en el lío en el que estás ahora.

– ¿Habrías preferido que capitulara y dejara que Jesse enseñara las fotos a todo el mundo? ¿Cómo habría ayudado eso a tu buena amiga Bernadette?

Las fotos eran muy descriptivas. Harris las había visto. Cal Benton copulando con una hermosa y joven ayudante del Congreso en el dormitorio que antes había compartido con su esposa. Eran el tipo de escena que no sólo lo arruinaría a él sino también a la ayudante y a Bernadette. La autoridad de ésta en el tribunal se vería mermada con aquellas imágenes en la cabeza de la gente.

Pero Cal no había cooperado con Jesse Lambert por razones nobles… ni para protegerse a sí mismo. Le gustaba vivir al límite. Jesse había visto eso en él y lo había aprovechado para arrastrarlo a su mundo de chantaje, extorsión y fraude.

– Yo le seguí el juego a Jesse -dijo Cal-. Y ahora presiono con fuerza porque eso es lo único que él entiende. Tú no me engañas, Harris. A ti te importa un bledo la santa de mi ex mujer.

– ¿Qué quieres de mí?

– Quiero que dejes de hablar con el FBI.

– No les he dicho nada importante.

– Mejor. No lo hagas -Cal lo miró a los ojos-. No puedes vacilar. Sigue conmigo. Sé lo que hago.

– No, no lo sabes -Harris no recordaba haberse sentido nunca tan cansado-. No tienes ni idea.

Cal hizo un gesto de impaciencia.

– Entonces escóndete; deja a Jesse de mi cuenta.

– Ya me he escondido. Sólo esta noche… -se interrumpió porque no quería explicar sus actos-. Nadie sabe dónde estoy.

– ¿Rook?

Harris negó con la cabeza.

– Nadie.

Cal se dejó caer en su silla aliviado.

– Eso está bien, Harris. Excelente.

– Pero mi consejo sigue siendo que le des a Jesse el dinero y el dossier que tienes suyo.

– Él no sabrá si he hecho copias de la información, o si la he guardado en la cabeza. No, lo que hemos hecho, hecho está, Harris. Tengo su dinero. Y tengo suficiente para encerrarlo décadas. Cooperará.

Harris no lo creía así. Pero Cal ya estaba en pie.

– Vete, Harris. Deja que yo me ocupe de Jesse -sonrió; había recobrado su arrogancia y confianza-. Escóndete.

Harris no contestó y Cal se marchó. Harris recordó cuando estaba en los tribunales, donde tenía la atención y el respeto de todos los presentes. Se había jugado su reputación, esa vida, por debilidad, avaricia y la búsqueda constante de emociones. Pero había aprendido algunas cosas durante esos años. Podía reconocer a un hombre violento cuando lo veía.

Y creía que Jesse Lambert era un hombre muy violento.

Veinte minutos más tarde, Harris salía de un taxi enfrente de un bloque pobre de una calle pobre del sureste de Washington. Había ido allí la noche anterior después de su encuentro con Andrew Rook, aterrorizado de las consecuencias de sus propios actos. Había tenido una mala corazonada todo el día y eso era lo que lo había llevado al bar de Georgetown. Su miedo lo hacía descuidarse.

El olor a excrementos de perro impregnaba el aire húmedo de la noche. ¿Por qué la gente no podía limpiar lo que hacían sus animales? Con un siseo de desaprobación, Harris abrió la entrada separada a su pequeño estudio apartamento, en un ala lateral del ruinoso edificio. Oía a alguien vomitando calle abajo. Gracias a la buena administración de un fideicomiso familiar por un asesor financiero que lo odiaba, Harris seguía en posesión de una hermosa casa en una calle prestigiosa de Georgetown. Pero no podía volver allí, al menos de momento.

Abrió la puerta y la cerró con fuerza tras de sí para bloquear los vómitos, los coches, el calor y el hedor. Respiró hondo para dejar que el aire fresco y su aislamiento le calmaran los nervios tensos.

– ¿Sientes lástima de ti mismo, Harris?

La voz del diablo.

– Yo la sentiría en tu lugar -siguió diciendo el intruso con voz tranquila.

Jesse Lambert.

Harris reconoció la arrogancia, el acento duro. Ni en sus peores momentos podía él estar a la altura de la pura maldad de aquel hombre.

– ¿Qué haces aquí? -su voz le sonó chillona y asustada incluso a él-. Sal donde pueda verte.

– Desde luego -Jesse se situó en el umbral de la pequeña entrada. Detrás de él, el estudio apartamento, que se alquilaba por días y a veces por horas, estaba oscuro y dejaba su rostro en sombras-. No creas que el FBI vendrá a salvarte, Harris. No te han encontrado. No eres lo bastante importante para que te tengan vigilado.

– Porque no les he dicho nada. ¿Qué quieres?

Jesse vestía completamente de negro. Su pelo era negro entreverado de gris. Se había dejado crecer la barba. Era un hombre cuarentón y parecía salvaje, como si acabara de bajar de las montañas o de un barco pirata.

Pero sus ojos eran prácticamente incoloros, sin alma.

Jesse sostenía un cuchillo en la mano. Con aire casual, como si no quisiera que supusiera una amenaza.

Harris no era experto en armas, pero sabía que no era un cuchillo de cocina. Un lado de la hoja era de sierra y el otro liso. Los dos cortarían. Sin duda era un cuchillo de asalto de algún tipo.

– No necesitas eso -dijo.

– Me temo que sí -Jesse pasó el pulgar por el borde liso de la hoja como si quisiera probar, ver su propia sangre-. Un cuchillo es rápido y silencioso. En muchas situaciones es más útil que una pistola. Estás de acuerdo, ¿no es así, Harris?

Éste intentó ignorar los fuertes latidos de su corazón e invocó los últimos restos de su dignidad y de su honor. Se había dejado atrapar y manipular por ese hombre y por Cal Benton, por su propia avaricia y sus compulsiones, por su necesidad de melodrama.

– Para ti, juez Mayer -dijo con firmeza.

Jesse soltó una carcajada, un sonido hueco que no transmitía placer ni camaradería.

– Eso me gusta. Irás al patíbulo con la cabeza alta, ¿verdad?

– Preferiría no ir al patíbulo.

– Un poco tarde, juez Mayer.

– Supongo que sí -repuso Harris sin pestañear-. Hice un trato con el diablo.

– Oh, sí -los ojos incoloros y sin alma brillaron y su luz pareció bailar en la hoja del cuchillo. Jesse bajó la voz-. Es verdad.

Mayer respiró hondo.

– No tengo tu dinero ni sé dónde está. Es la verdad. Traicionarte no fue idea mía.