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Enero

Dos asesores de la vicepresidenta comprobaron los datos del documento. No solo la edad del piloto, aparecida en todos los periódicos, sino también la escasa experiencia del copiloto, hecho en el que ningún medio de comunicación había reparado, seguramente por tratarse de un hombre no demasiado joven; también eran exactos los datos referidos a la escasez de personal y a los vuelos realizados por parejas de pilotos poco adecuadas. Cuando se distribuyeron las copias, Julia Montes se vio en la tesitura de explicar cómo había obtenido esa información; se limitó a decir que la fuente era confidencial.

Apremiada por lo inmediato, olvidó el asunto hasta la llegada de los tres representantes de la aerolínea. La reunión fue más tensa de lo que esperaba. Atribuían la causa última del accidente a la orografía del aeropuerto; si se hubieran construido las pistas lejos de los desniveles de terreno, como por otra parte recomendaban diversas instituciones aeronáuticas internacionales, el avión habría tenido un aterrizaje de emergencia pero sin que se produjera ninguna explosión.

La vicepresidenta citó otras instituciones que aprobaban la ubicación e insistió en la necesidad de saber qué había fallado. La discusión encallaba en cada tramo, los representantes de la aerolínea daban por supuesto que el gobierno, ya fuera por omisión, ya por insuficiencia en las infraestructuras, aceptaría compartir la culpa. La vicepresidenta interrumpió el tira y afloja para ofrecerles un café.

Hubo un par de minutos de titubeo, asentimiento y espera.

– Solo.

– Con leche, por favor.

– Yo también solo, gracias.

Entretanto la vicepresidenta abrió un cajón, sacó el documento de la flecha y tiró una imaginaria moneda al aire. Como era imaginaria, le dijo a la moneda: que salga cara, y salió. La vicepresidenta tomó de nuevo la palabra.

– Hemos sabido -dijo acariciando el papel- que el piloto del avión siniestrado había presentado dos escritos de queja a la compañía. Nos sorprende que este hecho no se haya dado a conocer.

Los representantes de la compañía se miraron con desorden en el rostro. Después, la reunión se suavizó. Solo al final, cuando ya se despedían, el representante de mayor rango se acercó a la vicepresidenta.

– Me ayudaría mucho conocer de dónde procede esa filtración.

– Es un dato que no puedo darle -contestó la vicepresidenta con un rastro de preocupación que el representante no llegó a advertir.

Aquella noche al llegar a casa Julia Montes sintió, como no le ocurría desde hacía meses, la prisión de su cargo. Deseaba bajar a la calle y entrar en el cibercafé de la siguiente manzana. Pero no podía hacerlo sola; menos aún, con escolta. En momentos complicados de su vida había logrado mantener lejos de la prensa algunos acontecimientos: una enfermedad, una relación personal. Entonces no fue difícil pedir la colaboración de quienes la rodeaban. Pero ¿por una flecha, por un capricho absurdo e imprudente? Ni siquiera podía contárselo a sus amigos más cercanos, porque le habrían reprochado el riesgo que estaba corriendo y ella habría sabido que el reproche era justo.

Ah, dejar de ser vicepresidenta una hora. Iría al cibercafé, escribiría en un buscador los códigos y palabras que había copiado la primera vez que vio a la flecha en acción. Aunque seguramente no eran más que fragmentos de programas, a lo mejor le daban una pista sobre el tipo de persona que estaba al otro lado. Podía llamar a su hermana en Zaragoza, pero qué iba a decirle ella a no ser que jugaba con fuego. Se acordó entonces de Max, su sobrino de veintidós años. Por suerte no vivía con sus padres sino en un piso de estudiantes en Madrid. Max estaba terminando una ingeniería informática y, además, si prometía no contar nada, lo cumpliría.

– Hola, ¿está Máximo?

– Soy yo, ¿quién eres?

– Hola Max, soy Julia, tu tía.

– ¡La vice!

– La vice. ¿Estás ocupado?

– No. Tengo una película puesta, pero la paro ahora mismo.

– ¿Es buena? -Y la vice deseó que sí, que fuera buena, y dar marcha atrás en todo.

– No mucho.

De acuerdo, le digo que venga.

– ¿Podrías venir un rato a casa?

Max aceptó. Veinte minutos después el escolta, avisado, le abría el portal. La vice le esperaba arriba, con la puerta abierta.

– Ven, pasa. ¿Quieres tomar algo?

Melena corta, de perfil a veces podía parecer una chica. No era alto y su cara lampiña le aniñaba. Julia temió haber cometido un error llamándole, pero apenas se encogió de hombros. De perdidos al río. Y entró en materia:

– Tengo un intruso en mi ordenador.

– ¿Un virus?

– No. Es un intruso, alguien que me habla.

– ¿Una persona?

– Sí, eso parece.

– Ya, ¿quieres que te reinstale el sistema operativo?

– Pues no, por ahora. Pero quiero precaverme. Si llega un momento en que necesito quitarlo, saber qué tendría que hacer.

– El hacha. En el mundo anglosajón lo llaman scram, el apagado de emergencia de un reactor nuclear, pero también vale para cuando hay que hacer algo de forma expeditiva, cerrar todas las puertas y ventanas muy rápido. Son tres pasos, ¿te los apunto?

– Sí…, apúntalos. De todas formas, no se trata de cerrar puertas y ventanas. Eso me dejaría incomunicada. Lo que quiero es poder borrarlo, que no vuelva.

– Borrarlo, menuda cosa. -Max bebió cerveza y la miró-. Eso nunca es fácil, ¿no? Te cansas de un amigo y no puedes hacer que se desmaterialice. Ahí sigue. Puedes dejar de coger el teléfono cuando llame, o eliminar algunos archivos, pero él sigue existiendo, si quiere irá a buscarte, o no hará nada.

La vice escondió las manos dentro de las mangas largas del jersey. Era un gesto de repliegue que había abandonado deliberadamente en la vida pública. De hecho, el largo de manga de la mayor parte de sus blusas y chaquetas se quedaba en el antebrazo, como si quisiera dar la sensación de estar siempre remangada, dispuesta a hacer frente a cualquier tarea. Solo en su casa, o a veces reunida con sus colaboradores más cercanos, aún regresaba a aquella costumbre adolescente de meter las manos en el caparazón.

– ¿Tú eres un hacker? -preguntó.

– No. Aunque también te digo que una de las primeras normas de un hacker es no ir por la vida presumiendo de serlo.

– Háblame de ellos. ¿Qué buscan en los ordenadores de los demás?

– Más que en ordenadores, los hackers penetran en sistemas. No suelen buscar a la persona que hay detrás de la máquina, sino solo la máquina. Buscan agujeros, fallos.

– Pues visto así, es un poco siniestro, cenizo, vaya. Una especie de gusto por lo mal hecho.

– Depende -dijo Max-, A veces los fallos de un monstruo ayudan a librarse de él. Buscan los fallos porque les permiten rebasar límites que, según piensan, no tendrían que estar ahí.

– Se aprovechan de los errores ajenos.

– Puede ser. Pero tienen sus reglas. No actuar por venganza ni por intereses personales o económicos. No dañar un sistema intencionadamente. No hackear sistemas pobres que no puedan reponerse de un ataque fuerte.