Выбрать главу

Llamó al Irlándes.

– Hola, soy yo, tengo que hablar contigo.

– ¿Tú?

– Sí, ya sabes. Me estás haciendo la vida imposible.

El Irlandés, que había reconocido la voz del chico desde el principio, no pudo menos que sonreír con ironía: son tantas las personas a quienes hago la vida imposible.

– Ahora no puedo verte -dijo-. Mañana a las nueve y media de la noche. Donde la otra vez.

– Prefiero un café.

– Pero yo no.

– Propón tú, entonces, un sitio neutral.

– No estamos negociando. Si quieres verme, yo elijo dónde. No es una propuesta.

– A las nueve y media allí -dijo el chico, y colgó con rabia.

Luego llamó a la guarida de Curto. Pese a ser las dos de la mañana, oyó a Curto decir:

– II tuo Curto al habla.

– Soy Crisma.

– Lo sé, ¿quién me iba a llamar a estas horas desde una cabina?

– ¿Puedo ir a verte?

– ¿Ahora? No, chico, a no ser que te estén apuntando con una pistola. Mañana, a las diez de la noche.

– Las diez es muy tarde.

– ¿Las ocho?

– Perfecto. Gracias, Curto.

– ¿Gracias? Mejor besos con lengua, si no te importa.

El chico salió de la cabina de mejor humor. Entró en el metro silbando, sin miedo, aunque ahora ya siempre llevaba el destornillador en el bolsillo.

Julia y el presidente abandonaron la sombra de los árboles para llegar al helicóptero. Los pocos metros que recorrieron bastaron para que sus trajes inmaculados y sus rostros cambiasen a causa de las arrugas y el sudor. Era la una del mediodía y el pequeño helipuerto de la Moncloa parecía un panel solar. Julia entró primero en el helicóptero. Minutos antes había consultado la agenda del presidente y sabía que no era cierto que ese viaje fuese el único momento del día en que podrían hablar. La elección del helicóptero era por tanto la de un campo de batalla. Un lugar donde el estruendo obligaba a usar auriculares y micrófono, dejando muy poco espacio para los argumentos, las dudas. La frecuencia del canal en que se comunicaban tenía además constantes interferencias.

Cuando el ruido, casi idéntico al que anuncia el despegue de un avión, llenó la cabina, el presidente habló a su micrófono, sin mirar a Julia:

– Abandona. No es el momento, no tiene sentido seguir.

Ella dejó vagar la mirada hacia el suelo que habían abandonado, las carreteras, los edificios.

– Si no es ahora, ¿cuándo?

– No lo sé, Julia. De momento basta con que el país no se hunda.

– Tarde o temprano habrá que tomar una medida con las cajas, acabaremos entregando el dinero de todos a unos pocos otra vez.

– Hay personas haciendo propuestas. Se estudiarán.

– Lo importante, decías, es reducir el poder del sector financiero que está empujando para desmantelar el estado del bienestar. ¿Ya no lo es? Dijimos que en lo más duro tendría aún más sentido.

– No puedo.

– Parece que hablamos por teléfono, y a lo mejor cada uno con una persona distinta -dijo ella. Y seguía mirando el suelo a lo lejos, cuadrículas desiguales de tierra seca.

– Estás hablando conmigo. Y yo soy el mismo, Julia. No empieces tú también con eso.

– Si hay personas haciendo propuestas, ¿por qué descartas la nuestra?

– Tus sondeos han levantado todas las alarmas.

– Hablas como un periodista, presidente. «Todas las alarmas», ¿qué quieres decir? Dime cuáles, cuántas. ¿Has recibido alguna llamada? ¿Te han presionado? ¿Tan poco valemos? ¿Tan poco estás dispuesto a hacernos valer?

Las miradas de ambos estaban ahora fijas en el respaldo de los asientos de los pilotos y en el trozo de cielo azul claro, casi blanco, que se distinguía al frente.

– Conoces las presiones tan bien como yo. Y no es que no te haya entendido, Julia, es que no quiero entenderte. Este sitio no es bueno para discutir.

– Si se trata de obedecer, ya lo sabes, soy disciplinada -dijo Julia. Apoyó la sien en el cristal, ahora volaban bastante cerca de los edificios, dentro de quince minutos habrían llegado.

– Me alegra porque necesito tu apoyo en algo que no va a gustarte. He suprimido el Ministerio de Igualdad. Se hará público mañana.

Julia cambió de canal, no quería seguir oyéndole. Prefería las voces de los pilotos, el estado de los motores, las alarmas. Después de tantos años trabajando juntos eliges este sitio para darme algo que ni siquiera son órdenes, simples comunicados, me informas sin razones ni posibilidad de apelación. Volvió a cambiar de canal.

– Es un ministerio con un presupuesto ridículo, ¿qué ganas suprimiéndolo?

– Paz social, Julia, necesito toda la que pueda conseguir. Conozco tus argumentos pero la decisión está tomada.

Julia se quitó los cascos y sacó un bloc que utilizaban cuando no querían correr ningún riesgo de ser oídos.

– Presidente, sabes que deberías convocar elecciones.

Él lo leyó y buscó con cierta prisa el bolígrafo en el bolsillo de su camisa. Escribió y le entregó el bloc de nuevo.

– ¿Me dices eso tú?

– ¿Quién si no? Te eligieron para hacer una política. Las circunstancias han cambiado, ahora consideras que no debes hacerla. Disuelve las Cortes, di a los ciudadanos que te dieron su apoyo para un proyecto, y que la situación requiere, en tu opinión, medidas muy distintas, opuestas, y que les pides su apoyo otra vez.

– Tu razonamiento es impecable en un mundo idílico. Pero no en este.

¿Estás seguro?, pensó Julia, pero ya no lo escribió. Arrancó la hoja y la fue partiendo en trozos muy pequeños. Luego cerró los ojos. Habían empezado el descenso.

Luciano Gómez leía el periódico en el bar de siempre, mientras esperaba el café. El camarero se acercó para decirle que alguien preguntaba por él al teléfono. Extrañado, inquieto, Luciano se acercó a la barra y allí le pasaron el auricular.

– Lo que estás haciendo es un atropello. Recuerda: cuando vienen, vienen a por lo que más quieres.

Luego oyó el chasquido que indicaba que habían colgado. Se le revolvió el estómago.

– ¿Sabes desde qué número han llamado? -preguntó al camarero.

– No, es un aparato antiguo.

– No me sirvas el café. Me marcho.

– ¿Malas noticias? ¿Te puedo ayudar?

– No, no, solo es algo urgente.

El sol que rebotaba en las carrocerías de los coches aparcados le deslumbró, seguía teniendo mal cuerpo. Escaparates con ropa, un supermercado, una tienda de móviles, una clínica dental, una panadería. Su único hijo estaba en Alas- ka, en Anchorage, no creía que fueran a llegar hasta él. Pero con Julia era distinto. Sería fácil esperarla cerca del trabajo y darle un susto, o hacerle daño. Se sentó en el primer banco, sacó el móvil y llamó a Julia. Ella tenía el suyo desconectado. Le extrañó. Tuvo miedo un instante, y echó a andar más deprisa. Iré a buscar a Julia, presentaremos una denuncia por amenazas y nos encerraremos en casa. Se apoyó en una cabina de cristal dedicada a la venta de cupones de lotería mientras encendía su pipa. El hombre de dentro era ciego, aunque pareció mirarle. Hablaría con la vicepresidenta por la tarde, entonces ya habría vuelto de recibir los cuerpos de los soldados muertos en la base aérea de Torrejón. Podía no ser más que una broma, una forma de meterle miedo sin ninguna consecuencia. Pero no te convenzas, sabes que esto va en serio.