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– En una conversación pública, entre el emisor y el receptor hay otra presencia, pero no de control y censura (nada más íntimo que la censura) sino la del esfuerzo que hace la vida por vivir. Esto que ahora voy a decirles quiero que sea palabra pública y también reconocimiento de que a menudo mis comparecencias fueron solo intimidad volcada, loor de transacciones.

Mientras bebía agua empezó a notar un revuelo leve en algunos asientos.

– Una vicepresidenta, como cualquier otro representante si no es ingenuo, y no muchos lo son, se pregunta a menudo cuánto vale en política el factor humano. Sabe que poco. Muy poco. ¿Debe una palabra como «traición» ser usada en política? ¿Traicionó Felipe González a los votantes que le habían dado un poder con mandato al usarlo para revertir, precisamente, las cláusulas del mandato y hacer lo contrario de lo que se le había pedido? ¿O fue González un instrumento, un hombre de paja a bordo de un tren que no puede salirse de las vías a no ser que descarrile y empiece un sistema distinto? ¿No es revelador que el único gesto verdaderamente significativo de un político occidental, el único momento en que parece mostrarse como individuo que se atiene a unos principios y no fluye en la corriente, sea la dimisión? ¿No dice esto que el rechazo sería el único espacio para el factor humano en nuestras democracias?

Alguien entraba por el pasillo y se acuclillaba junto a su jefe de gabinete, otra persona se dirigía a un cámara. La vicepresidenta tomó aire y sintió cómo al soltarlo su voz cobraba resonancia y firmeza.

– ¿Estoy yo traicionando al presidente, que me ha concedido una despedida íntima, al procurar convertirla en pública? Pero ¿no es el presidente la voluntad popular, pública, y no estoy hablando yo aquí y ahora por haberlo sido? Por otro lado, ¿qué quiere decir yo, hasta qué punto puede mi factor humano tomar esta decisión? ¿No será tal vez el agotamiento de un sistema que está destrozando todo cuanto edificamos en común lo que habla ahora a través de mí?

Fuera de la Moncloa habían comenzado las llamadas de teléfono, los twits y los avisos. Luciano y Julia subieron el volumen de la televisión del hospital para que la enferma de al lado también pudiera oírlo. En la guarida de Curto apenas cabían: Helga y la vikinga, el chico, Amaya, todos se ocupaban de mantener las conexiones en streaming gracias a los dos cámaras y la periodista de la organización con quienes Amaya se había puesto de acuerdo. En el sanatorio de pájaros se oían las carcajadas crecientes del Irlandés.

– Puede que ustedes esperen ahora una teoría de la conspiración, querrán que les revele quién movió los hilos, quiénes son los responsables. Sin embargo, están a la vista. Soñamos con la conspiración porque implicaría la existencia de un orden, y eso nos calma. Gentes que piensan a largo plazo, gentes que estudian y se organizan, proyectan y actúan. Esas gentes existen, desde luego; el dinero acumulado facilita la organización. Pero no están unidas. Nuestra política hoy es forcejeo, no hay otra palabra más noble para definirla, ni más misteriosa. Fuerzas que intentan vencer resistencias, y lo hacen las más de las veces de forma grosera, sin respetar las reglas pues, si nadie las cree, ¿quién las va a defender? Forcejean más y hieren más y vencen los que más han acumulado, cuanto más forcejean y vencen, más acumulan y más siguen teniendo. Desde el otro lado hay pequeños avances, escarceos que no logran dar un vuelco a la situación.

Al final de la frase notó que fallaba el micrófono. La vicepresidenta lo golpeó con los dedos, miró hacia la cabina de sonido y volvió a probarlo sin éxito.

Despacio, fijando solo la mirada en el suelo, salió de detrás del atril. Mejor así, las palmas de las manos a la vista, el cuerpo erguido sin nada delante. Aclaró la garganta, elevó cuanto pudo la voz:

– Mi cese ha sido fruto de un forcejeo que les voy a contar, pero no se engañen, no hay misterio ninguno, el motivo podría haber sido cualquier otro. Haber perdido esta batalla no me dignifica más, y desde luego, no me disculpa de nada. Durante un tiempo el presidente se planteó la nacionalización, real, no parcial ni temporal, de las cajas. Yo me ocupé con otras personas de ese proyecto y hemos perdido. Como saben, se acaba de anunciar una privatización parcial de las cajas con fondos públicos que tendrá lugar a lo largo de cinco años. No les oculto que para obtener esa victoria se han ejercido presiones miserables, y en la medida de lo que sé, que no es todo ni es quizá un sesenta por ciento, ha habido golpes bajos, juego sucio, violencia. Hay, dijo alguien, una diferencia entre creerte, incluso estar en la obligación de creerte, tus razones, e imaginar que te las crees. Este gobierno solo imagina que las cree, cuando lo imagina, a veces solo hay cinismo. Ya nadie ignora que el bienestar general tal como lo hemos conocido es imposible de sostener. Pero continuar con el expolio de lo común mientras aumenta el control de la ciudadanía y se recorta su capacidad de decidir no debe ser la única opción, no puede serlo. Es nuestro país, el espacio temporal de nuestras vidas, es nuestro derecho a organizar un bienestar distinto y compartirlo.

– Ha vuelto el sonido -dijo alguien del público.

La vicepresidenta miró hacia el micrófono pero siguió ahí.

– Casi he terminado -dijo-. Habrá quien piense que si he roto la apariencia con estas pocas palabras es por rencor, o porque ya me voy. Pudiera ser. Como me dijeron una vez, «cada uno en su terminal». En la mía, más que rencor lo que hay es remordimiento. En cuanto a la vicepresidenta, se ha ido. Ya no les represento, ya mi voz y mis actos son como los suyos; junto a ustedes espero no ser cobarde ahora, y trabajar.

Tras dos días de titulares y cierto revuelo mediático, el discurso de la vicepresidenta cayó en el olvido. El proceso de reconversión de las cajas en bancos continuó. El sistema integrado de interceptación telefónica se mantuvo operativo para un número elevado de comunicaciones detectándose, en algunas terminales, movimientos no previstos de pequeña magnitud. Y seguimos errando en esas nieblas.

Agradecimientos

Sin los conocimientos de código, redes y hardware de Juan Carlos Borrás, sin las conversaciones con Luis Molina, Carlos Sánchez-Almeida, Sofía García Hortelano, César de Vicente, Santiago Alba, Fernando Cembranos, Alberto Montero, Roberto Enríquez, Miguel Fortea y Mariano Vázquez, y sin los cafés con Pilar, Angeles, Miguel y Fernando, no existiría esta historia.

Belén Gopegui

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