– Sécate los ojos -le dijo mistress Achillea-. Aleko se acerca. Toma. -Sacó un pañuelo de celulosa del bolsillo de su delantal, se volvió y gritó:- Aleko, amor mío, tráeme un cigarrillo, hazme este pequeño favor. Están en el dormitorio.
– Ya lo has visto, Ethel -dijo el Levendis mientras regresaba hacia la casa-, su verdadera intención es convertirme en un sirviente.
– ¿Por qué lo llamáis el Levendis? -preguntó Ethel mientras utilizaba el pañuelo-. ¿Vive para el placer únicamente? Siempre parece tan preocupado.
– Preocuparse, ése es su placer. ¿Por qué te has echado a llorar de repente?
– Lo contrario de él. Lloraba porque, de pronto, me he sentido feliz.
– Lo que no comprendo, y perdóname, es que puedas renunciar a este niño. Alguna pequeña bestezuela, bueno, no soy una boba con respecto a niños. ¡Pero éste! Míralo cómo sonríe otra vez. Como si tuviera un secreto.
– Lo tiene -dijo Ethel. Miró hacia la casa. Aleko no se veía por parte alguna-. ¿Puedo confiar en ti? -preguntó.
– Si se trata del niño, puedes.
– Quiero que te lo quedes aquí todo un día. No dejes que salga de tus manos, suceda lo que suceda. Encuentra algún motivo. Inventa lo que sea. Yo volveré mañana y me lo llevaré. ¿Harías eso por mí, mistress Achillea?
– Con tristeza por perderlo, con alegría porque creo que vas a hacer lo que es debido. Me llamo Anthea.
– Anthea. Tengo algunas cosas que hacer, y entonces…
– Vuelve Aleko -susurró mistress Achillea-. No tienes que decir nada más. Yo guardaré al niño contra quien sea.
– No se lo digas a Aleko.
– No le cuento nada importante.
– ¿De qué estáis hablando? -preguntó el Levendis cuando se aproximó-. Las mujeres siempre estáis murmurando.
– Bobadas de mujeres -respondió Anthea-. Nada.
– Una persona no murmura sobre nada -la corrigió el Levendis-. Ni una mujer hace eso. ¿Qué es lo que estabais diciendo que yo no podía escuchar?
– Que tienes miedo de Costa Avaliotis.
– Eso es razonable. Ese hombre está loco. Por otro lado, yo no le tengo miedo. Yo no tengo miedo de nadie.
– Cuando él te llama, tú ya corres con tu «Chevy».
– Calla, mujer, o a fe de Dios, que me voy a casa.
– Anthea, me voy -dijo Ethel-. Acompáñame hasta el auto.
Cuando cruzaron el portal del jardín, Anthea pasó su brazo alrededor de la cintura de Ethel, en demostración de afecto, y Ethel devolvió la caricia dando las gracias. Justo antes de que Ethel pusiera en marcha el auto, Anthea se inclinó y la besó.
– Ten cuidado -le dijo.
Regresó entonces al patio posterior, se sentó junto al cochecito, y espantó una mosca que había en la red.
El Levendis habló:
– Habrás notado que ni tan siquiera ha cogido al chico -dijo-. Ni una sola vez en los brazos. ¡Estas mujeres norteamericanas! ¡Corazones de hielo! Una gata se preocupa más.
El Sara se había ido, el embarcadero estaba vacío. Nadie, entre los que Ethel preguntó, sabía adonde había ido o cuándo regresaría.
– Como las aves -se tranquilizó Ethel-, todas las embarcaciones vuelven a puerto.
Pero mientras contemplaba el rectángulo de agua sucia en donde había estado el Sara, comenzó a dudar.
En el pasillo del hospital se encontró nuevamente con el contable de Petros. El hombre giró la cabeza, y cuando ella se alejaba de su lado, gritó con voz histérica.
– ¡Enfermera! ¡Enfermera! -La enfermera que pasaba en aquel momento se volvió. – Petros no quiere verla. -El contable señaló con el dedo a Ethel.
– Pero yo sí quiero verlo a él -dijo Ethel -. Enfermera, por favor, entre en esta habitación y pregúnteselo. Dígale que es Ethel. Ethel.
¡Ethel! ¡Ethel! A la mañana siguiente de la primera noche, hicieron otra vez el amor y Ethel recordaba que Peetie le había pedido que pusiera los brazos alrededor de su cuello, y sentada, Petros la había levantado de tal modo que ella estaba a caballo encima de los fuertes muslos de él. En esta posición, y él todavía dentro de ella, Petros se había incorporado de la cama, con las manos debajo de ella, sujetándola fuertemente contra él, y la llevó hasta el espejo.
– Mira bien -había dicho-, para que nunca olvides a quién perteneces y cómo van a ser las cosas de ahora en adelante. Mira y recuerda.
Ella miró y pensó que la imagen en el espejo resultaba grotesca, incluso ridicula, pero cuando miró la cara de Petros y se dio cuenta de cuánto significaba para él poseerla, Ethel se mantuvo allí donde él la tenía, y no sonrió.
– Ethel -había dicho él-. ¡Ethel! ¡Ethel! -como si ésas fuesen las únicas palabras que conocía.
– No quiere ver a nadie -dijo la enfermera al regresar.
– Dígale la verdad -dijo el contable-. No quiere verla a ella. No a nadie. A ella precisamente.
Dando una rápida vuelta alrededor del hombre, Ethel entró en la habitación de Petros, y deseó no haberlo hecho. Sus heridas no eran profundas pero sí numerosas. El único vendaje descolorido alrededor de su cuello era lo menos importante. A través de un tubo se estaba introduciendo en la corriente sanguínea de Petros un antibiótico en una solución estéril. Después de todo, había sido un cuchillo usado para despellejar animales. Dos heridas, abiertas todavía, estaban cubiertas con gasas y medicamento, y sangraban. El cuerpo de Petros estaba sujeto a la cama para que no pudiera moverse y desplazar alguno de los vendajes.
El contable entró detrás de Ethel y comenzó a tirar de ella para sacarla, pero un gesto de la mano libre de Petros le ordenó que la dejara.
Petros entonces indicó a Ethel que se acercara, y cuando ella lo hizo, que se inclinara hasta su boca de modo que él pudiera hablarle.
Ella se inclinó, muy cerca, y murmuró:
– Procura perdonarme, Peetie, por favor, intenta perdonarme.
Ella lo miraba directamente a los ojos cuando él le escupió en la cara. Después de lo cual siguió mirándola en silencio.
Ella continuó con la cabeza inclinada, aceptando el castigo.
La enfermera, que había estado vigilando desde la puerta, acompañó a Ethel hasta fuera de la habitación.
En casa de Costa, no había nadie. Ethel, sintiéndose de nuevo como una extraña, esperó a Noola en su auto durante dos horas.
Noola vio a la joven, pasó por su lado y entró en la casa.
Al cabo de unos minutos, Ethel se obligó a cruzar el destrozado pavimento, a través de los arbustos y las plantas que Costa había trasplantado de la tumba de su padre.
La puerta estaba cerrada. Ethel llamó.
Oyó pasos en zapatillas. Oyó que se detenían.
– No puedes entrar -le dijo Noola gritando a través de la puerta.
– Sólo un minuto, Noola, por favor.
Noola abrió la puerta, sin esperar preguntas o excusas.
– Ahora ya sé lo que siempre supe -dijo, y cerró la puerta.
– ¿Dónde está Costa? -gritó Ethel-. Quiero hablar con él. Un minuto solamente. Para decirle adiós. Entonces no me verás nunca más.
– Has destrozado a todos los de aquí -dijo Noola. Y también pasó el pestillo violentamente.
A la misma hora, aquella misma tarde, Teddy regresó de su misión en el mar. Dejó caer su maleta en el portaequipaje de su «Pinto» y, en vez de ir a su alojamiento, se dirigió a casa de su amiga Betty. Betty no estaba, pero tuvo un presentimiento de dónde podría hallarla. Estaba en la lavandería del barrio.
– Vamos a casarnos -le dijo mientras regresaban a casa de ella-. Para citar a mi viejo: «He decidido por los dos.»
Betty, tan cuidadosa y controlada como Teddy, se quedó sorprendida ante el atrevimiento. Pero sabía que era el momento de besarlo.
Decidieron concederse un final de semana en la playa próxima de Ponte Vedra. Encontraron una bonita habitación con ventana que daba al agua. El motel, construido con argamasa coquina [24], relucía con su color rosado bajo el sol de la tarde. Cogidos de la mano, caminaron por la playa al atardecer. Después se fueron a la cama.