El hogar de los Laffey desde la carretera general presentaba el aspecto de una pared construida con un material básicamente de cemento, cuyo color natural se había avivado con un tono de ocre. Una hilera de pequeñas puerta-ventanas se abría en la pared a la altura de un piso, pero no había puerta de entrada visible. Se veía la avenida que rodeaba la casa y desaparecía por detrás de ella.
Había la entrada y un espacio en forma de U, pensado para refugio y esparcimiento familiar, naturalmente inspirada en el patio interior de una hacienda mexicana. Simétricamente, a cada lado de la imponente puerta de entrada había dos ventanas, del suelo al techo, de doble puerta, que daban a terrazas idénticas bordeadas de flores. Una terraza, conducía al comedor y la otra al salón, que raramente era utilizado por nadie excepto por Emma Laffey que permanecía allí sentada ante un enorme aparato de televisión todas las noches de su vida.
Al otro lado de la avenida, tras un seto vivo de arbustos tropicales, una plantación espesa pero bien ordenada de flores rodeaba la piscina. Más allá, y un poco por debajo de esta zona, se encontraba otro jardín, devoción especial de Emma Laffey, un cultivo de flores del desierto y cactus con sus frutos espinosos. Un quitasol de rota estaba colgado sobre un piso alzado algunos centímetros por encima de la arena caliente allí donde las ramitas hubieran podido entrelazarse. Aquí se sentó Ethel, a la luz que el sol había dejado atrás, esperando que saliera su padre.
Podía ver a su madre, sola en la terraza del salón, tomando su cena de una bandeja. Emma dejó el cuchillo y el tenedor como si fuesen demasiado pesados para manejar, suspiró y vio entonces a su hija que la estaba mirando. Rápidamente se animó. Las dos mujeres se saludaron con la mano a través del espacio, y entonces mistress Laffey miró su reloj de pulsera y lo que vio la impulsó a hacer una serie de gestos y signos en dirección de Ethel. Ethel tradujo el mensaje: dentro de pocos minutos habrá un programa estupendo en la televisión y Ethel debía venir, por favor, por favor, a verlo con ella.
Ethel dijo en voz alta:
– Estoy esperando para cenar con papá -acompañando estas palabras con signos y gestos que expresaban lo mismo.
Emma asintió con la cabeza, comprendió por qué debía estar sola otra vez, y presentó el aspecto de sentirse tan complacida por ello como cualquiera pudiera estarlo.
Allí estaba él entonces, saliendo decidido por la otra terraza, la que correspondía al comedor, vestido con una americana azul marino de lino irlandés, adornada con botones dorados y debajo del blazer una camisa desabotonada hasta la mitad del pecho. Saludó alegremente con la mano a su esposa que estaba en la terraza opuesta, y le mandó un beso. Dirigió entonces gestos impacientes a Ethel.
Ethel ya había echado a correr en su dirección. Entre sus brazos le dijo:
– Olvidé decirte, papá, que tienes un aspecto maravilloso.
Complacido, él respondió:
– Estoy seguro que tengo mejor aspecto porque tú has venido a casa -añadió-: Y porque soy terriblemente feliz de cenar contigo.
Manuel estaba encendiendo dos lámparas sordas, una color vino de Borgoña, y la otra del intenso color verde de las hojas del acebo.
Había margaritas. Y guacamole. [10] Se sonrieron. No era necesario decir nada. En aquel silencio, todo era perfecto.
En la distancia se oyeron los primeros coyotes.
– Diego me ha dicho que uno de ellos mató al perro de aguas -dijo Ethel.
– Es más fácil que fuese un lince. Les gusta la carne de perro. A propósito, ¿qué auto es ése que hay en la avenida?
– Lo he alquilado en el aeropuerto.
– Tienes tu propio auto en el garaje. -Esperó una explicación. Ethel no se la dio.
Manuel salió con dos rebosantes margaritas más, el dorado líquido lamiendo el áspero borde salobre.
– Ah, gracias, Manuel -dijo el doctor Laffey. Y añadió-: Manuel, hay cierto olor acre en el aire, como si se estuviera quemando goma laca. ¿Qué es?
– Son mis fotografías -dijo Ethel-. Le pedí a Manuel que las quemara.
– ¡Ah! -exclamó el doctor Laffey-. Ya veo. -Miró a Manuel.- El viento viene en nuestra dirección, el poco viento que corre, y el humo se queda aquí inmóvil.
– Sí, señor -dijo Manuel-. Lo siento.
Ethel recordó lo que había venido a hacer aquí. Se acordó de las instrucciones de Costa.
– Yo no deseaba causarte ninguna inquietud antes -dijo-. Quiero decir, que lo hice y lo siento.
– ¿Sobre qué? -preguntó su padre.
– Por ser adoptada. Estoy segura de mi deuda de gratitud.
Carlita salió con las ensaladas.
– Su padre ha preparado el aliño, miss Kitten -dijo mientras colocaba los cuencos de madera Oaxaca en la mesa a un lado del mantelito individual. Vaciló entonces.
– Sí, Carlita, ¿qué quieres? -dijo el doctor.
– Quería preguntar a miss Ethel si estaba segura que quería darme todos esos vestidos. Haré feliz a mucha gente con ellos, naturalmente, pero… Doctor Laffey, ¿usted qué dice?
– Vaya, Carlita, son los vestidos de Kittey. Ella puede hacer todo lo que quiera con ellos.
– Gracias, señor, gracias a los dos. Aliviada, salió presurosa.
– Adoro el aliño que preparas, papá -dijo Ethel- y la salsa de carne. ¿Cómo aprendiste a hacer esas cosas?
– Tuve que aprender. Resultó que tu madre no era muy buena en la cocina.
– Debes darme las dos recetas. Tengo una libretita donde he comenzado a anotarlas.
Manuel salió con los filetes en una gran tabla de madera. Alrededor había los tomates asados y montoncitos de cebollitas salteadas en mantequilla.
El doctor Laffey se colocó los medios lentes que colgaban de una cadena de plata alrededor del cuello y cuidadosamente hizo penetrar el afilado corte de un cuchillo por uno de los solomillos.
– Tal como he pensado -dijo a Manuel- están demasiado hechos. Pon otro par en la brasa.
– Lo siento, señor, pero tomará algún tiempo. Están congelados, sabe…
– Saqué cuatro filetes del congelador. Por si acaso. Encontrarán otro par en la nevera, a punto. No esperarás que nos comamos éstos, ¿verdad? Ahora apresúrate. Y, oye, Manuel… Nunca, nunca más destruyas nada que sea de mi propiedad sin mi permiso previo. ¿Queda entendido?
– Sí, señor.
– Y, oye Manuel, cuando hayas puesto los nuevos filetes al fuego tráenos otra ronda de margaritas. ¿No es verdad, Kit, que Manuel prepara unas margaritas perfectas?
– Sí, así es.
– Gracias, gracias. -Manuel salió a toda prisa.
– Yo les he mandado hacerlo -dijo Ethel-. Lo siento. Sé que hubiera debido pedir permiso. Pero las fotografías eran mías, de modo que…
– Bueno, no tiene importancia, pero fueron tomadas con mi cámara, que exponía mis negativos, y yo las mandé revelar, imprimir, recortar y enmarcar. No es un punto que quiera discutir, pero bajo cualquier definición de propiedad que yo pueda conocer…
– Pero eran fotografías de mí. Yo soy el sujeto. Yo no te pedí que las hicieras o que las enmarcaras o que las pusieras en mis paredes. Ya sé que lo hiciste por afecto, pero no deseo tener a mi alrededor ninguna de mis viejas fotografías.