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A sus sesenta y dos años, poseía una bella cabellera negra. Su bigote era semejante al del viejo guerrero, dando sombra a unos labios gruesos y alargándose más allá de las comisuras para terminar en un rizo. Sus cejas, igualmente pobladas, se precipitaban al encuentro por encima de su nariz, confiriendo a su rostro una singular expresión, que a menudo era como un aviso de que su paciencia estaba siendo puesta peligrosamente a prueba.

Sus ojos, que habían escudriñado la superficie del mar durante tantas horas y durante tantísimos largos años, eran negros como la tinta negra, y no de ese color suave castaño. También ellos parecían hablar de suspicacia o advertir que se estaban aproximando a un juicio que en caso de ser desfavorable podía desatar una gran reserva de ira. Costa no era un hombre amigable. Cuando ofrecía su amistad, eso constituía un honor.

Hubiera podido ser un bandido o un revolucionario, llevando la vida del exiliado en lo alto de una montaña. Pero lo que había sido, en sus mejores tiempos, fue uno de los componentes de un escogido grupo de pescadores de esponjas que buceaban en el río Anclote. Cuando la marea roja mató la esponja, se convirtió en comerciante. Su tienda, «Las 3 Bes» (Anzuelo, Botes y Cerveza) [1] estaba lejos del lugar en donde la flota pesquera de esponjas se había refugiado en las buenas épocas, al otro lado del río y al oeste hacia el extremo del golfo.

Sin embargo, nunca perdió la autoridad que los capitanes del mar adquieren: en su compañía, uno se sentía completamente seguro. Costa sólo reconocía una fuerza con la que no podía competir: la misteriosa voluntad del Señor.

– La única cosa que pido a ese chico -Costa decía a su esposa a la mañana siguiente- es que se casara con una de los nuestros, una chica limpia.

– Se te están enfriando los huevos -dijo Noola.

Aun en el desayuno, la cocina desprendía olor a aceite de oliva y ajo.

Noola no comía hasta que su marido había terminado. Sentada al borde de la otra silla de la cocina, como una gallinita griega, mantenía la mirada fija en su marido para asegurarse de que él tenía lo que necesitaba en el momento en que lo necesitaba. Noola había crecido en un ghetto griego de la clase media en Astoria, Queens, un distrito de la ciudad de Nueva York, y éste era el ejemplo que había recibido de su madre.

– Será conveniente que vayas -dijo.

– Aún no he decidido si voy a ir -respondió Costa, dando golpecitos con el índice en su taza vacía, ordenando-. Hazme un favor, no trates de decidir por mí.

– Después de todos estos años -dijo Noola-. ¡Bobo!

Dejando el tema, se acercó al fogón, con sus zapatillas de dormitorio que utilizaba igualmente durante el día y la noche.

– Cuál será el problema, eso es lo que estoy pensando -dijo Costa-. De acuerdo, eres un hombre joven y necesitas una mujer. Así que te vas, como nosotros solíamos hacer, a Tampa, a Ybor City, encuentras una mujer, solucionas el asunto y vuelves a casa. ¿Cuál es el problema?

– Si envía dinero -dijo Noola- es que debe de estar enamorado.

– El amor sólo está en las películas.

– Estoy pensando todavía qué ocurriría entre ellos, con la otra -dijo Noola mientras llenaba de café la taza de Costa.

Teddy les había enviado la fotografía de la chica rechazada hacia algunos meses. Estaba en el aparador junto al bote del azúcar. Ambos se volvieron y miraron la chica, una princesa griega con cabello hasta la cintura. No la habían conocido, pero Costa le había dado instrucciones en conferencia telefónica sobre algunos puntos esenciales.

– Teddy es un chico tranquilo -le había dicho-. Le gusta la vida familiar, la buena cocina, etcétera. ¿Me oyes bien? La vida familiar -había gritado Costa-. Tú ya sabes lo que quiero decir. Nada de clubs ni vida nocturna.

Costa no podía recordar cuál fue la respuesta de ella, pero, al parecer, su consejo no había sido efectivo. Al cabo de poco tiempo Teddy hablaba de ella como de «esa bruja griega de la sociedad» y algunas veces como de «esa viciosa de la hierba».

– Sé lo que sucedió -dijo Costa-. ¡Demasiadas fiestas! Hijas de Penélope, Philophtocos, Ahepa, tú, tú heppa me, bailando al estilo americano, bingo, Dios sabe qué tipo de asuntos de sociedad. Con una mirada yo le habría dicho: ¡vigila! Tanto peor. Su padre, creo, es un hombre rico.

– Supongo que Teddy no la amaría de verdad -dijo Noola.

– No, no, no -dijo Costa-. Mucha gente se casa sin eso. Como yo contigo. Cuando nos casamos no nos amábamos. ¿Te acuerdas?

– Seguro -dijo Noola-, no nos queríamos uno al otro. No es como ahora.

– Eso sucede despacio, de una manera conveniente. Tú me diste un hijo y yo vi lo que tú eras, una buena mujer, así que aprendí a amarte.

– Bueno, de todos modos -dijo Noola- me satisface que vayas.

– Te he dicho que aún no me he decidido -dijo Costa-. ¿Qué es lo que te pasa hoy?

Se levantó y se alejó de la mesa.

– Yo sólo he dicho algo -Noola le gritó mientras él se iba-, porque si él manda dinero, esto quiere decir que él realmente…

Al fondo del vestíbulo, Costa había cerrado una puerta.

Pocos minutos después, mientras Noola tomaba su café, sola en la cocina, ella le oyó decir:

– Noola, plánchame el traje.

Noola lo encontró en el cuarto de baño, afeitándose.

– Ya que te preocupas tanto -dijo Costa-, será mejor que vaya. Haz mi equipaje. ¿Tienes una camisa limpia?

Cuando llamaron desde «Western Union» para informar a Costa de que el dinero había llegado, Costa ya estaba dispuesto, vestido con su traje de pelo de camello negro, una camisa blanca, de cuello y puños almidonados, y una corbata color castaño. Caminó, llevando su maleta y sudando copiosamente, desde su casa en Mangrove Still, un grupo esparcido de tiendas y casas, hasta cerca de Tarpon Spring, el centro de la comunidad griega de Florida, en donde hizo efectiva la orden monetaria.

No había mirado el horario de vuelos al Oeste, suponiendo que un avión estaría esperándolo cuando su autobús llegara al aeropuerto de Tampa. Costa creía en el destino. El avión estaba allí, tal como Costa había confiado y telegrafió a su hijo para que fuese a esperarlo.

Pidió un asiento de pasillo, se sentó erguido con rigidez, mirando hacia delante, como si él tuviera a su cargo la seguridad de los pasajeros del avión. Cuando le ofrecieron el almuerzo, rechazó la interrupción con la mano. Más tarde, el hombre que estaba en el asiento de la ventanilla, junto a Costa, inició un largo debate con otro hombre al otro lado del pasillo, respecto a si el presidente debía o no dimitir. No se ponían de acuerdo, distanciados. Costa no mostró ningún interés. Por simple curiosidad, su vecino le preguntó:

– ¿Y qué piensa usted de todo esto, señor?

– Yo tengo mis propios problemas -respondió Costa.

Teddy Avaliotis era suboficial en el Centro de Entrenamiento Naval de San Diego. Cuando hubo completado su entrenamiento en el centro decidió seguir en él aceptando la tarea de mantener y operar el mecanismo de vídeo que se utilizaba en la instrucción de los reclutas. Era muy respetado.

Teddy se reunió con su padre en el aeropuerto de San Diego, de estilo misional, esperándolo en la puerta central. Le quitó la maleta y le besó.

– He hecho preparar tu cuarto, papá -le dijo- en la posada al otro lado de la calle frente a la base, ¿de acuerdo?

– ¿Es un lugar limpio? -preguntó Costa.

– Espera a verlo. Te gustará.

Teddy observó que su padre había envejecido, o ¿sería a causa del largo viaje?

– Tienes un aspecto fantástico, papá -le dijo-. ¿Te encuentras bien?

– Así lo espero -respondió Costa.

– La conocerás a la hora de comer. Hay un restaurante llamado el «Fish Factory», que sirve caracoles marinos; ella adora esos caracoles. Y tú vas a quererla a ella. -Pasó el brazo alrededor de los hombros de su padre y apretó. – Estoy deseando veros juntos.

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[1] En inglés Bait, Boats and Beer. (Nota del Traductor.)