– ¡Chico! -susurró Costa-. Pon atención aquí. Dime esto… ¿podemos tener boda adecuada en Florida?
– Papá, tengo que cumplir mis deberes en la base. No puedo romperlos.
Costa asintió con la cabeza, y miró a Ethel. Por primera vez comprendió los sentimientos de su hijo hacia esa chica.
– Tendremos que hacerla en San Diego -estaba diciendo Teddy.
– Hay problemas entonces -respondió Costa.
Llegaba hasta él el perfume del cuerpo de Ethel. Sus nalgas, sobresaliendo aplastadas bajo el peso de la muchacha, eran pesadas entre las piernas de Costa. Y tibias.
– Tendré que llevar allí a la familia Avaliotis -dijo Costa-. Mi hermana, su familia, la esposa de mi hermano difunto, etcétera, y algunos amigos queridos…
Los pechos de Ethel se apretaban contra el pecho de Costa, y su abdomen, torcido hacia fuera en la cintura, encajaba en su mano. Debajo del cinturón de su vestido se formaba un rollo de carne, tal como gusta a los griegos.
– Ellos te vieron bautizar -dijo a su hijo-. Ahora deben verte casar.
– Lo comprendo -dijo Teddy-. Claro, papá, claro.
– Cuesta mucho dinero -dijo Costa, sin mirar a su hijo.
– Yo ayudaré -dijo Teddy.
– No, no, no es posible -respondió Costa.
Ethel estaba despertando la vida en él.
Costa transportó el peso para que se apoyara en sus rodillas.
– Dime, Theophilactos -dijo-. ¿Tenemos iglesia griega en San Diego?
– Una muy bonita. San Spiridon. Trajeron el mármol todo el camino desde el Monte No-sé-qué cerca de Atenas. La comunidad griega de San Diego es muy rica y altamente respetada.
– Naturalmente. De acuerdo. Cambiaré mi plan, regresaré con vosotros a San Diego. Miraré esa iglesia, hablaré con el sacerdote, etcétera. Espero que allí no haya un condenado sacerdote con bingo. Después me iré a casa.
Costa miró a su hijo.
– Ahora mejor nos vamos -dijo.
Teddy asintió.
– Pero ella te gusta, ¿verdad papá? -le preguntó.
– Buena chica -dijo Costa.
Se levantó, con Ethel en los brazos, y se dirigió al salón. Ella no volvió la cara para ver adonde la llevaba Costa.
El doctor Laffey estaba leyendo el Time.
– Deje la revista, maldito bobo -dijo Costa.
El doctor Laffey volvió la página.
Costa depositó a Ethel en el regazo de su padre y la dejó allí. Eran como dos piezas de loza mal combinadas, quebradizas y porfiadas.
Costa volvió al comedor y se sirvió un vaso de vino frío.
6
Ed Laffey raramente se sentía deprimido, y jamás en público. Aborrecía cualquier conducta que pudiera provocar la compasión ajena. Aquella noche se retiró temprano a su dormitorio, dejando a Ethel y a sus hombres celebrando su victoria. Cuando los oyó salir de la casa en el auto de Ethel y escuchó el ruido de sus risas y de la verja realizando su doble función, entró en el dormitorio de Ethel. Las paredes de estuco desnudas presentaban agujeritos como picadas de viruelas, semejantes a las marcas que deja la metralla. Se sentó en la cama de Ethel y estuvo pensando cómo había podido suceder todo tan rápidamente. Encima de una mesa había la maleta de Ethel, parcialmente deshecha. Súbitamente todo había terminado, su vida juntos, y detrás de él quedaban las oportunidades que él había dejado escapar. No quedaba nada que hacer, sino ir a la cama.
Con frecuencia presumía ante sus amigos de su habilidad para dormirse en cualquier parte en pocos minutos. A una edad en la que la mayoría de sus amigos se despertaban dos o tres veces durante la noche para enfrentarse a problemas insolubles o para orinar, el doctor Laffey dormía de un tirón y se levantaba de su cama por la mañana perfectamente descansado.
No fue así esa noche. Por una parte había en el aire un olor singular, débil pero penetrante, el olor que produce el cuerpo de un animal cuando comienza a desintegrarse. Se le ocurrió que podía ser su imaginación. Pero aquel dulzor único le resultaba familiar; le recordaba el olor que había saturado la isla del Pacífico durante semanas después de la invasión, ese testimonio empalagoso de que los cuerpos estaban descomponiéndose, invisibles bajo las ruinas de las palmeras o en el fondo de las madrigueras de las zorras medio inundadas por las lluvias o esparcidos grotescamente entre los cascotes de las casamatas destruidas por los cañonazos de la flota. Nada se había podido hacer entonces, sino esperar que el tiempo transcurriera y nada se podía hacer en esta calamidad de ahora excepto soportarla.
Ed Laffey se había tomado seriamente la tarea de criar a su hija, más especialmente por ser adoptada. Era él quien prefirió adoptar una chica y no un muchacho, él era quien había leído libros sobre cómo criar a los hijos, y muy pronto despojó a su esposa del gobierno en la educación de la niña. Un libro, en especial, le había tranquilizado. Un padre, decía el autor, siempre disponía de otra oportunidad. Pero ahora Ethel ya era una mujer y la rapidez de su desarrollo lo asustaba. Si en otro tiempo el doctor había dispuesto de esa «otra oportunidad», ahora ya la había perdido. Todo lo que le quedaba era permanecer ahí, tendido en su cama, solo, e intentar imaginar qué había hecho equivocado. Ella estaba a punto de irse y él estaba a punto de quedarse solo en una casa con una esposa inválida. La historia había terminado.
Presumió que Ethel habría llevado los hombres al motel en el auto, pero pasó una hora, y casi otra hora más. Acompañarlos no requería tanto tiempo. Finalmente oyó el ruido de su auto en la avenida. Rápidamente se acercó a la puerta de su dormitorio, la abrió unos centímetros, y volvió a la cama en seguida, encendiendo la lamparilla y cogiendo una revista. Deseaba que ella asomara la cabeza -sin ser llamada- y le diera las buenas noches.
Pero Ethel no lo hizo, y el doctor tuvo que humillarse llamándola. Ella se volvió. Su rostro estaba rosado. ¡Regocijo! El doctor lo imaginó: el viejo se había retirado dejando a los jóvenes solos en el auto y ellos… etcétera. No supo qué decir. No podía decir «habíame por favor», y no podía decir la verdad: «¡estoy condenadamente celoso de ti y de esos griegos!»
Y lo que dijo fue:
– ¿No hueles algo raro en el aire esta noche?
– Únicamente el aire del desierto -respondió Ethel sonriéndole como aquel que está en posesión de un secreto. Ella no le tendió el pequeño puente que el doctor necesitaba para cruzar el abismo que se había abierto entre ambos.
– He concertado una cita con el médico para mañana -dijo él.
– Gracias -respondió Ethel-. Me quedaré otro día más -y se fue para su cama.
El doctor no pudo dormir.
– Maldita sea, hay un mal olor en el aire -dijo al espacio que Ethel había ocupado-. Lo huelas o no voy a descubrir qué es. -Saltó de la cama y se puso su albornoz. Dejando la puerta abierta y las luces del vestíbulo encendidas, bajó la escalera apresuradamente, abrió la puerta que daba a la terraza del comedor, dio un portazo y patulló los escalones hasta el patio. El olor seguía persistente. Cerró la fuente italiana y miró por encima de su hombro. Las ventanas de su habitación estaban a oscuras. Ethel debía haberse metido en la cama inmediatamente. ¿El cansancio que produce la victoria? ¿O el amor satisfecho?
Entró en el establo y fue directamente a la casilla de Maña. Su nueva yegua estaba bien. Diego la llamaba The Bitch [12] y el doctor había recogido el nombre, homenaje a su temperamento. Acarició su suave nariz. Ella volvió la cabeza y le mordió. El le dio un sopapo, pero se trataba de un juego cariñoso. Nadie más montaba The Bitch.
En el patio el olor era más intenso. Reinaba la oscuridad: la luna menguante estaba alta, pero se ocultaba detrás de la segunda loma y sólo producía un resplandor que destacaba la silueta del borde de la colma. Renunció a seguir buscando.